Las almas rotas. Patricia Gibney. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricia Gibney
Издательство: Bookwire
Серия: Lottie Parker
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418216077
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se sorbió las últimas lágrimas y se inclinó sobre la bomba sin responder a su hija. Ya no podía hacer más allí. El problema debía de estar dentro.

      —Apártate, niña. —Abrió la puerta del armario de debajo del fregadero.

      —He tardado siglos en atravesar el pueblo. Ni siquiera he podido parar a comprar unas botellas de agua. ¿Ha pasado algo en la abadía? —Beth rebuscaba en la panera.

      —Quizás estén preparando la boda de mañana.

      —¿La boda de Fiona y Ryan? No puede ser. Van a celebrar una ceremonia pequeña. Mira si es pequeña que a mí solo me han invitado al banquete. Dudo que tanta actividad esté justificada. Iré a echar un vistazo. —Se quedó de pie con la taza vacía en una mano y una rebanada de pan en la otra mientras su padre hurgaba bajo el fregadero.

      —Ah, joder —comentó mientras el agua caía del grifo—. Era la tubería de dentro la que estaba congelada, no la bomba.

      Beth puso la taza sobre la encimera.

      —Me tomaré una taza cuando vuelva.

      —¿A dónde vas?

      —Ya te lo he dicho. A la abadía, a echar un vistazo.

      Christy vio cómo su hija apretaba los dientes y la mueca que retorció su rostro antes de darse cuenta de que la había cogido del brazo con tanta fuerza que los dedos se le habían puesto blancos.

      —Quédate y tómate un té conmigo. He estado solo todo el día.

      —Suéltame el brazo, papá. —Un rubor cubría la piel mortalmente pálida de la muchacha.

      El hombre dejó caer la mano y dio un paso atrás.

      —Lo siento, cariño. A veces no soy consciente de mi propia fuerza. —Llenó el hervidor y puso toda su atención en coger la taza de Beth y la suya y dejarlas en la mesa.

      Al final, ella cedió. Colgó el abrigo y se sentó a la mesa.

      —¿Qué ocurre? ¿Es la declaración del IVA? Puedo ponerla en una hoja de cálculo, si quieres.

      Christy le dio la espalda. Miró por la ventana la nieve que caía en diagonal como espinas y deseó que su única hija no fuese tan curiosa. Estaba seguro de que le traería problemas. Y Christy Clarke lo sabía todo sobre los problemas.

      12

      Cuando terminó la coreografía, Trevor apuntó con el dedo.

      —Tú, tú y tú, subid. Rápido.

      Mientras esperaba que dos de las niñas más pequeñas y una de las adolescentes se le unieran en el escenario, levantó la vista. La primera fila del palco estaba vacía. Se sacudió el sentimiento angustiante de haber sido observado. Probablemente, había sido Giles, el director del teatro, propenso a merodear en la oscuridad, con su astuta mirada fija en lo que sucedía o en las niñas. Pero no estaba nada seguro de que fuera él a quien había visto. Se habían vendido todas las entradas, así que Giles no tenía que preocuparse por la noche del estreno. Podían caer bombas y, aun así, sacaría beneficio. Si no había sido el director el que estaba ahí arriba, ¿quién?

      —Ya es hora de terminar. ¿Qué quiere que hagamos ahora?

      La voz de una de las muchachas lo despertó de su ensueño. ¿Jasmina, Tasmania? No recordaba su nombre. Miró fijamente las pestañas perfectas de la chica, la sombra de ojos púrpura que brillaba en los párpados y el maquillaje impecable. Un ramalazo de celos le corrió por las venas y sus dedos se deslizaron de manera involuntaria por la barbilla, donde tropezaron con el acné que parecía haber olvidado que ya no era un adolescente.

      Otra voz retumbó.

      —¡Trevor, baja enseguida!

      —Estoy ocupado, Giles. No tengo tiempo de…

      —¡Ahora! Es importante. Vamos fuera.

      Trevor observó a Giles girar sobre sí mismo más veloz que una bailarina y salir por la puerta.

      —Ve, tranquilo —dijo Shelly—. Yo repasaré la coreografía con las chicas una vez más. De todos modos, ya casi ha terminado la sesión.

      —Gracias. —Bajó del escenario de un salto, recogió su toalla y se la enrolló al cuello para secarse el sudor que se le había acumulado en la base del cuello.

      El bar del teatro estaba sumido en un silencio inquietante. El olor a cerveza rancia se pegaba a la pintura desconchada de las paredes. Se dirigió a la zona de fumadores. La pesada puerta cortafuegos resistió el empuje antes de abrirse con tanta fuerza que se encontró propulsado hacia fuera, donde un taburete alto bloqueó su caída.

      —Me cago en… —Se sacudió las rodillas y se encontró cara a cara con su jefe.

      —Siéntate —ordenó Giles, y señaló el taburete.

      El techo de plexiglás estaba hundido por el peso de la nieve, y cuando un ataque de escalofríos sacudió su cuerpo, Trevor se dio cuenta de que debería haberse puesto el cárdigan antes de aventurarse a la temperatura bajo cero del exterior.

      —No tengo tiempo para juegos. ¿Qué quieres?

      —He dicho que te sientes. —Una sombra oscura cruzó los ojos de Giles, así que hizo lo que le pedía.

      Cuando estuvo sentado, enroscó los pies alrededor del reposapiés del taburete y esperó, sintiendo el frío. Giles apretó los puños y se mordió el labio. El estómago le colgaba por encima del cinturón, al que había hecho un agujero extra. Trevor miró cómo la barriga del director se hinchaba, y el esfuerzo se hizo patente en su rostro. Los ojos oscuros se abrieron más y separó los labios fofos y rosados.

      —¿En qué andas metido?

      El cuerpo de Trevor se tensó e hizo una mueca, confuso.

      —No sé de qué hablas. He estado ensayando noche y día.

      Giles rodeó el taburete en silencio, excepto por unos resuellos.

      Trevor, sintiéndose un poco más valiente, dijo:

      —Será mejor que me digas qué crees que he hecho mal, porque el suspense me está matando.

      La bofetada lo golpeó en la nuca y casi se cayó del taburete. En vez de eso, se levantó de un salto; sus pies bailaban una canción silenciosa.

      —¿A qué coño ha venido eso? No puedes ir por ahí golpeando a la gente. ¡Te denunciaré por acoso!

      La mano que lo agarró del brazo era firme. El aliento que lo agredía olía a menta, con un toque de un cigarrillo ilícito. Giles siempre aseguraba que no fumaba, pero Trevor sabía la verdad. Sabía muchas cosas sobre su jefe que poca gente conocía.

      —¡No me denunciarás por nada! —Giles le dio un empujón—. Siéntate y escúchame como un niño bueno.

      Trevor tensó los músculos, listo para discutir, pero decidió abandonarse a la curiosidad. Se sentó.

      —¿De qué quieres hablarme?

      —Un pajarito me ha contado una cosa… ¿Qué palabra estoy buscando? —Giles parecía consultar un diccionario invisible en su mente—. Digamos que he oído algo lascivo sobre ti. Si no quieres que nadie más lo sepa, será mejor que mantengas el pico cerrado sobre ya sabes qué.

      —No tengo ni idea de qué hablas.

      —Eso está bien. Así no te irás de la lengua —se rio Giles.

      —De verdad que no sé a qué te refieres. —Trevor contuvo el aliento mientras el director seguía caminando a su alrededor.

      —Fuera de la escuela de danza puedes hacer lo que quieras, pero aquí tienes que mantener tus sucias manitas lejos de Shelly.

      —¿Shelly?