Las almas rotas. Patricia Gibney. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricia Gibney
Издательство: Bookwire
Серия: Lottie Parker
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418216077
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      9

      La atmósfera era de una quietud escalofriante. Como la calma antes de una tormenta brutal. El trayecto a través del pueblo de Ballydoon había llevado a Lottie atrás en el tiempo. Una calle. Dos pubs. Una tienda solitaria que parecía vender de todo, desde un fardo de briquetas a un capuchino en un vaso de papel. Un letrero le indicó que había una escuela a la izquierda, más allá de la iglesia con el respectivo cementerio al otro lado de la calle. Una zona verde se extendía casi vacía, de no ser por una vieja bomba de agua en el centro, pintada de azul, que parecía fuera de lugar.

      La ventana cubierta de polvo y mugre de un garaje anunciaba, sin lugar a dudas, que el lugar llevaba tiempo cerrado. Los surtidores de gasolina estaban en desuso. El pueblo entero parecía agonizar, pidiendo a gritos su redención.

      La abadía de Ballydoon se encontraba al final de una carretera flanqueada a ambos lados por una hilera de árboles. Las ramas, cargadas de nieve, colgaban bajas sobre la traicionera avenida.

      Lottie levantó la vista hacia el tejado de la abadía y se fijó en el humo que flotaba en el aire mientras salía con dificultad por una chimenea. Hasta ese momento, su día había estado lleno de muerte y hojas de cálculo. No estaba segura de cuál de las dos cosas era peor. Al menos había conseguido que Boyd retrasara su partida alrededor de una hora porque lo quería en la escena para las observaciones iniciales.

      En el cordón interior, la figura boca abajo atrajo su mirada. Se fijó en el largo vestido que cubría el cuerpo. Era más blanco que la nieve medio derretida sobre la que yacía la mujer. No podía ser otra víctima vestida de novia, ¿verdad? «Mierda», pensó.

      Desde donde se encontraba, vio muy poca sangre. La joven yacía sobre el vientre, con la cara hacia un costado, y Lottie se preguntó por qué no había trozos de cerebro salpicados sobre la nieve. ¿Había muerto antes de caer?

      Mientras se ponía el traje protector, levantó la vista hacia el edificio. En esa zona tenía una altura de tres pisos, aunque en otras contaba solo con dos. Al lado y unida al inmueble se encontraba una pequeña capilla, con el techo de pizarra cubierto de una gruesa capa de nieve recién caída, todavía libre de las huellas de los pájaros que se acurrucaban en la veleta. Las ventanas estaban iluminadas, y una luz sobre una puerta dotaba de una tonalidad amarillenta los macabros procedimientos que se desarrollaban debajo. A su nariz llegó un inconfundible olor a comida frita, llevado por una brisa, y se preguntó si la cocina estaba cerca. Esperaba que el olor diluyera el hedor a muerte.

      Jim McGlynn, el jefe del equipo forense, había llegado antes que ella. Estaba ocupado gritando órdenes a su equipo; sus ojos la seguían, y casi la desafiaba a vulnerar la escena del crimen.

      —¿Es otro suicidio, Jim? —Su aliento permaneció en el aire como una niebla reticente. El forense había hecho bien en llegar tan rápido, y esperaba que hubiera dejado un equipo competente en Hill Point. Lottie conocía la importancia de la ciencia forense para establecer si se había cometido un crimen y conseguir pruebas contra un acusado. Si llegaban a ese punto.

      McGlynn la miró como diciendo: «¿Crees que hago magia?», pero permaneció callado.

      Boyd llegó junto a ella, se subió la cremallera del traje blanco y miró el cuerpo con ojos entrecerrados.

      —¿Lleva un vestido de novia?

      Lottie le lanzó la misma mirada que McGlynn le había dedicado a ella. Se dirigió al jefe del equipo forense.

      —¿Puedes darle la vuelta, por favor?

      —Inspectora Parker, intento hacer mi trabajo.

      —Si es un suicidio, ¿cuál es el problema?

      McGlynn se puso en cuclillas y observó el brazo desnudo de la víctima.

      —Si es un suicidio, es el tercero en tres semanas, y el segundo en esta zona.

      —Entonces, ¿lo es? —Lottie sacó partido de sus palabras. Recordaba la muerte reciente en el bosque del lago Doon, a menos de tres kilómetros del pueblo.

      —No he dicho que lo sea. Y ambos sabemos que la muerte de la señorita Dunne es muy sospechosa.

      La inspectora observó mientras McGlynn daba instrucciones a un asistente para que fotografiara el cuerpo in situ y a otro para que grabara sus acciones y movimientos.

      —¿Qué fotografías? —preguntó.

      —Sus brazos.

      —Eso ya lo veo, pero lo que no veo es qué relevancia tienen. —Un viento cortante del este levantó durante un momento la tela del vestido de la víctima antes de que volviera a descansar sobre el cuerpo.

      —Quizá haya señales de pelea —masculló McGlynn.

      —¿Y las hay?

      —No eres nada paciente.

      —Lo sé.

      Lottie se acercó más. Los brazos de la joven estaban extendidos. La seda del vestido sin mangas se infló una vez más. Las piernas estaban desnudas, sin zapatos ni medias. Su pelo negro azabache contrastaba contra el perfil visible de su pálido rostro.

      —¿Murió a causa del impacto o ya estaba muerta?

      McGlynn se inclinó sobre el cuerpo.

      —Dios, dame paciencia. —Dio un largo suspiro al viento—. No hay nada evidente a simple vista, pero la patóloga podrá determinar la causa de la muerte. Aunque fíjate en esto.

      Lottie se inclinó y vio un enorme corte en la frente.

      —¿Traumatismo pre mortem?

      McGlynn la miró con furia.

      —Si así es como le llamas a recibir un golpe en la cabeza poco antes de morir, entonces sí.

      —¿Se cayó o la golpearon con algo?

      —Yo no hago…

      —Magia. Vale. —Lottie miró la pequeña multitud que se había reunido en la nieve al otro lado del cordón—. ¿Quién encontró el cuerpo?

      —¿Cómo voy a saberlo? —gruñó McGlynn.

      Lottie y Boyd fueron hacia el sargento que se esforzaba por contener a los rezagados detrás de la tensa cinta de la escena del crimen.

      —¿Quién fue el primero en llegar a la escena?

      El hombre comprobó su libreta.

      —Un enfermero. Alan Hughes.

      —¿Un enfermero?

      —Esto es un asilo.

      —Ya lo sé.

      Lottie miró a McGlynn, que ahora trabajaba bajo un trípode, montado de cualquier manera, con una luz halógena. Algunos miembros de su equipo intentaban, sin éxito, levantar una tienda sobre el cuerpo. Cada vez parecía más la escena de un crimen. La segunda muerte en solo unas horas, ambas mujeres vestidas de novia. Demasiada coincidencia, pensó Lottie mientras estudiaba la multitud. Se sorprendió al ver a su amigo, el padre Joe Burke, en medio. ¿Qué hacía allí? Antes de que fuera hacia él, un hombre se acercó. Llevaba el pelo escondido bajo un gorro negro, una tosca barba cubría su mandíbula y, por lo que Lottie veía, sus ojos eran tan oscuros como su gorro.

      —Soy Alan Hughes. —Tenía la voz ronca y áspera—. Yo la encontré.

      —¿Está bien? —preguntó Lottie.

      —Tengo la gripe. —El hombre estornudó en un pañuelo de papel.

      Lottie se volvió hacia su colega uniformado.

      —Toma los datos a todo el mundo y anota cualquier información que puedas conseguir. Dónde estaban, cuándo vieron por última vez a la difunta. Ya sabes cómo va. Y asegúrate de que no contaminen la escena. Que no se marche nadie hasta que hayan interrogado a todo el mundo. Boyd, tú quédate con McGlynn y mira qué