Las almas rotas. Patricia Gibney. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricia Gibney
Издательство: Bookwire
Серия: Lottie Parker
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418216077
Скачать книгу
Una tela suave contra su piel helada. Alguien la arrastró a través de la puerta, escaleras arriba. La llevaba a la azotea. ¡La azotea!

      Trató de mover la mano, pero no lo consiguió. Sentía los dedos como si fueran bloques de hielo sólidos, y se preguntó por qué estaba cubierta de blanco. ¿Nieve? No, era algo más pesado.

      Había algo negro junto a su cabeza. Aquello se movió y dejó una huella tras de sí. Una bota apareció en el otro lado. Sintió la aspereza de unas manos enguantadas que la agarraban por las axilas, pellizcándole la piel. Su cuerpo se alzó hasta quedar de pie. Aunque, en realidad, no estaba de pie, sino que la sostenían. La cabeza le martilleaba con un horrible dolor y no comprendía qué ocurría. Sabía que había un sitio en el que debía estar, alguien a quien tenía que llamar. Pero ¿dónde? ¿A quién?

      Veía el paisaje que se extendía frente a sus ojos. El sol del atardecer se hundía como una sombra en el horizonte prácticamente cubierto por la nieve que caía. Los árboles se mecían en el viento. Y en la distancia, casi escondidas por la ventisca, estaban las estatuas. Fiona sabía dónde se encontraba con exactitud, y en ese instante supo que sus treinta y cuatro años de vida terminarían contra el suelo a sus pies.

      Abrió los labios para protestar, para suplicar clemencia, porque en ese momento de claridad surrealista supo dónde tenía que estar. Que la arrastraran hasta el borde de un precipicio no estaba en sus planes ese día. No, había tenido otros planes en mente. Y todos se desintegraban en las diminutas partículas de nada oscura a la que se dirigía. Al más allá.

      No podía hablar ni gritar.

      Perdió la concentración y se balanceó.

      Estaba condenada.

      8

      Cuando terminaron de comer las patatas fritas, Lottie encomendó a Kirby y McKeown el trabajo de recopilar información sobre Cara Dunne, en particular descubrir quién era su prometido, dónde vivía y trabajaba. Necesitaba interrogarlo y descartarlo de la investigación… o no.

      Su instinto le decía que se enfrentaban a un asesinato, aunque tendría que esperar la confirmación de los resultados de la autopsia para saberlo con seguridad. De los dedos emanaba el olor a vinagre, incluso después de haberse lavado y frotado vigorosamente las manos con las toallitas de bebé que llevaba en el bolso.

      —¿Podemos hablar un momento? —Boyd entró el despacho y cerró la puerta.

      —Claro, siéntate.

      —Es sobre las horas libres que pedí. Realmente tengo que irme a las cuatro y media. ¿Te parece bien?

      Lottie miró el reloj en la pared.

      —Boyd, por el amor de Dios. Quiero que contactes con los forenses y la patóloga. Hasta que estemos seguros de qué le ha ocurrido a Cara Dunne, debemos tratarlo como una investigación abierta.

      —Todo eso ya lo sé. —El sargento se sentó y apoyó los codos sobre el escritorio de Lottie, con una mano bajo la barbilla—. Pero tengo que ir a casa, a Galway. Ya sabes que casi nunca pido horas libres y…

      —¿Qué ocurre en Galway? También pasaste un día allí la semana pasada. —«Mierda», pensó. Los asuntos de Boyd no eran cosa suya, pero aun así sintió que le ocultaba un secreto. Los amigos no tienen secretos, ¿verdad? Y ella y Boyd eran más que amigos.

      —Es mi madre —respondió él, y se removió incómodo en la silla—. Tiene una cita con el médico y me ha pedido que la acompañe.

      —¿No puede hacerlo Grace? —Lottie había conocido a la hermana de Boyd y le caía bien.

      —Ya sabes cómo es Grace, así que no, no puede.

      Lottie se enfadó por el reproche implícito en su tono. Soltó un suspiro ruidoso y añadió:

      —¿Qué hay del post mortem de Cara?

      —Todavía no lo han programado.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Porque he llamado para preguntarlo. Tim Jones ha dicho que podría ser mañana antes de que Jane Dore llegue de Dublín.

      —Muy bien. Supongo que no tiene sentido hacer que te quedes si vas a trabajar sin ganas.

      —Dios, Lottie, no te lo tomes como algo personal. —El sargento se puso en pie.

      —No lo hago. Estoy bajo presión. Tenemos mucho trabajo, Boyd, por no mencionar los informes de rendimiento de noviembre, y te quieres largar a Galway. Tengo a McMahon encima. Dios, dame fuerzas.

      —Me ofrecí a ayudarte esta mañana, pero me dijiste que lo tenías bajo control.

      Lottie no podía discutir eso, porque era verdad. Su estúpida cabezonería le pasaba factura.

      Cuando levantó la vista, Boyd ya había regresado a la oficina principal y apagaba el ordenador mientras se ponía el abrigo. Sintió que una profunda sensación de soledad se alojaba en su pecho. La mantenía al margen de algo. ¿De qué y por qué? No tenía ni idea.

      Entonces sonó el teléfono.

      * * *

      Trevor Toner entró en el teatro, se puso rápidamente los zapatos de danza y se enroscó una toalla de velvetón al cuello. Se puso en pie y observó el escenario durante un momento. La coreografía no iba según lo previsto.

      —No, no, no —gritó, y avanzó hacia el escenario—. Otra vez desde el principio. Cinco, seis, siete, ocho…

      Miró a Shelly, su asistenta, y se sentó junto a ella, preguntándose para qué se molestaba. El espectáculo tenía que estrenarse la semana siguiente, y los ensayos parecían catapultarlo hacia atrás en vez de hacia delante. Esperó mientras la joven troupe se preparaba para comenzar e hizo una señal para que sonara la música. Shelly encendió el iPhone conectado a los altavoces y Wham! empezó a cantar a pleno pulmón «Wake Me Up Before You Go-Go». Suponía que sus aprendices nunca habían oído hablar de George Michael, menos aún de Wham!, pero eso no debía perjudicar la interpretación de una simple coreografía, aunque ese día parecía que tuviesen las piernas muertas.

      Miró con desesperación mientras las seis adolescentes y las dos niñas saltaban a destiempo y enterró la cara en la toalla.

      —¿Qué ocurre? —Shelly se le acercó más.

      —Esto es un desastre —aulló Trevor, incapaz de contener la histeria en su voz—. No estará listo a tiempo.

      —Siempre llegamos a tiempo. ¿Qué ha pasado con lo de «todo saldrá bien»?

      —Lo sé, lo sé. —Se volvió hacia ella—. Pero míralas, por favor.

      —Que no cunda el pánico. —Shelly se soltó la coleta y dejó que el pelo le colgara suelto sobre los hombros—. Necesito un descanso y tú, calmarte. —Colocó una mano sobre su brazo y la dejó allí, antes de añadir—: Voy a buscar un poco de agua.

      El coqueteo de Shelly le era indiferente. «Todavía no lo capta», pensó Trevor mientras la chica salía trotando por la puerta.

      Subió al escenario de un salto y dijo:

      —Esta es la última vez que os enseño la coreografía, ¿vale? —Gesticulaba salvajemente—. Bajad, mirad y aprended. De lo contrario, me iré y este espectáculo puede irse al diablo.

      Hacerse el malo en público no le salía de forma natural. Sabía que parecía un maniquí al que hubieran soltado en un escaparate mientras respiraba profundamente, a la espera de que el ritmo empezara a hacer efecto y la música le subiera por las venas. Se miró los pies para asegurarse de que estaba listo. Cuando levantó la vista, vio una sombra en el palco. Alguien avanzó por la primera fila antes de bajar el asiento y sentarse. Tal vez era un cazatalentos, pensó Trevor de forma irracional. Seguro que no, a estas alturas de su vida. A los treinta y seis ya era demasiado