Las almas rotas. Patricia Gibney. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricia Gibney
Издательство: Bookwire
Серия: Lottie Parker
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418216077
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y se sacudió las solapas, esperando que no se viera ningún copo de caspa.

      —¿Puedo ayudarles, caballeros?

      —Me gustaría hablar con Steve O’Carroll.

      —Soy yo. —Señaló una mesita bajo la ventana con cuatro sillas alrededor—. Siéntense.

      —Nos quedaremos de pie, si no le importa.

      Al instante, Steve sintió que se le crispaban los nervios.

      —¿En qué puedo ayudarles?

      El hombre rapado consultó su teléfono y lo miró de nuevo.

      —Usted estaba prometido con Cara Dunne, ¿es eso correcto?

      —Así es. Gracias a Dios, ahora todo ha terminado.

      —¿Por qué dice eso?

      A Steve no le gustó su tono.

      —¿Por qué están aquí? —preguntó con cautela.

      —Lamento informarle que esta mañana se ha encontrado el cuerpo de Cara Dunne en su apartamento.

      —¿Cara? ¿Muerta? —Steve se mordió el labio. Quería sentarse, pero permaneció de pie—. ¿Me toma el pelo?

      —No tengo la costumbre de gastar bromas a gente que no conozco.

      —Pero… No lo comprendo. ¿Está muerta? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?

      —En este momento no puedo darle esa información, pero me gustaría hacerle algunas preguntas. Tal vez sí debamos sentarnos.

      * * *

      Mientras iba hacia la mesa que había bajo la ventana, McKeown mantuvo la mirada fija en Steve O’Carroll. Este, a su vez, mantuvo la barbilla alzada con un deje de arrogancia. Llevaba el pelo resplandeciente recogido en una coleta y movía su enjuta figura con soltura. Su aspecto era un poco extraño con el traje negro, la camisa blanca y la corbata azul. Había otra cosa que McKeown había notado. Desde que le habían dado la noticia de que Cara Dunne había fallecido, O’Carroll no había mostrado prácticamente ninguna emoción. Esto requeriría cierta habilidad, y McKeown estaba seguro de que era el hombre adecuado para la tarea.

      Arrojó la chaqueta mojada sobre el respaldo de la silla, luego tomó aire y lo soltó por la nariz. Había tenido que esperar hasta la hora del almuerzo en la escuela para hablar con los profesores, y solo dos o tres recordaban el nombre del exprometido de Cara Dunne. Eso no favorecía a Steve O’Carroll, o tal vez simplemente había sido la conmoción.

      —¿Puede decirme dónde estuvo esta mañana, digamos desde las siete hasta las diez?

      —Espere un momento. Acaba de decirme que Cara está muerta. No me ha dicho cómo ni cuándo, y ahora me pregunta que dónde he estado.

      —Señor O’Carroll, Steve. —McKeown se sentó, estiró sus largas piernas hacia el lateral y colocó las manos sobre la mesa—. Dígame qué ha hecho esta mañana.

      —Lo haré, en cuanto me explique qué le ha ocurrido a Cara.

      —Se ha encontrado el cuerpo esta mañana en su apartamento. Su muerte parece sospechosa.

      —¿Lo parece o lo es?

      —No parece demasiado preocupado por ella. —Estos jueguecitos le tocaban las narices a McKeown. Contuvo las ganas de agarrar a O’Carroll del cuello de la camisa y tirarle de la coleta. En vez de eso, lo miró fijamente, con los ojos entrecerrados. Surtió efecto.

      O’Carroll suspiró.

      —Cara y yo rompimos hace tres meses. Se lo diré, porque de todas formas lo oirá de sus colegas profesores, que no fue mutuo. Ya no siento nada por ella. El hecho de que esté muerta, bueno, es triste. Era una buena profesora, pero ya no nos hablábamos.

      —¿Por qué rompieron?

      —Eso es asunto mío.

      —Ahora también es mío.

      —Creo que llamaré a mi abogado.

      —Eso solo lo hace parecer culpable.

      —He estudiado abogacía y conozco mis derechos. También sé que soy la primera persona a la que tratarán de colgar el muerto.

      —Curiosa elección de palabras, Steve.

      —¿Qué quiere decir?

      Era un cabrón desconfiado, pensó McKeown.

      —Sabe lo que le ocurrió a Cara.

      —¿Eso es una pregunta o una afirmación?

      —Una afirmación.

      —No tengo ni idea de qué le ha pasado.

      —Entonces no le importará decirme dónde ha estado esta mañana.

      O’Carroll profirió un largo suspiro.

      —He estado en casa y luego he venido al trabajo.

      —¿A qué hora?

      —Sobre las diez, a la hora de siempre.

      —Estoy seguro de que comprobaremos cuándo llegó. ¿Puede alguien responder sobre su paradero antes de las diez?

      —No. ¿Hemos terminado?

      —No, no hemos terminado. —McKeown se rascó el costado de la mandíbula e intentó encontrarle el truco a su oponente. Una cosa era segura: O’Carroll sería un excelente jugador de póker—. ¿Cuándo fue la última vez que vio a la señorita Dunne?

      —¿Está sordo? Rompimos. No sé cuándo la vi por última vez. Ahora, llamaré a mi abogado. A menos que esté aquí para arrestarme, me gustaría que se marchara.

      —Necesitamos sus huellas y una muestra de ADN para descartarlo de la investigación.

      —Después de que haya contactado con mi abogado. —O’Carroll se puso en pie y se situó detrás de la barra, donde comenzó a meter de mala manera botellas en la nevera.

      McKeown le hizo un gesto con la cabeza a su colega, que había permanecido en la entrada. Se levantó, se colocó la chaqueta y abrió la puerta, con lo que entró una ráfaga de aire helado. Sin duda, su jefa estaría interesada en O’Carroll.

      —Volveré —dijo, y se sintió como Arnold Schwarzenegger. Si tan solo pudiera quitarse el olor a vinagre de los dedos…

      11

      En cuanto Lottie puso al día a Kirby, buscaron a Boyd y entraron en el edificio en dirección al vestuario donde uno de los empleados había visto a Fiona dirigirse después de su turno.

      Los forenses ya estaban allí. Habían encontrado una pequeña área en el suelo con un rastro de sangre. «La herida en la cabeza de Fiona», consideró Lottie. Después de echar un vistazo alrededor, le dijo a Kirby que revisara las taquillas y las duchas, mientras Boyd y ella subían por las escaleras hasta el tejado. Eran de piedra. Para cuando llegaron al último escalón, a Lottie le daba vueltas la cabeza.

      —No se aprecian señales de lucha en el camino —afirmó Boyd—. Eso considerando la posibilidad de que la trajeran aquí contra su voluntad.

      Lottie examinó la puerta que tenía delante y giró el viejo pomo de latón. Esta se abrió hacia fuera sin resistencia. El viento le golpeó en la cara al salir. Tardó un momento en recuperar el aliento. Se había puesto los patucos y los guantes, y Boyd, todavía vestido con el traje protector, llevaba una bolsa de pruebas de papel marrón, por si hallaban algo sospechoso. Dos forenses se encontraban ya allí y sacaban fotos.

      —No hay huellas —observó Boyd.

      —No ha parado de nevar —comentó Lottie.

      Caminaron con cuidado sobre los palés metálicos que los forenses habían colocado y llegaron a la