—¿Lo dices en serio? ¡Oh, Robert, es maravilloso! No recuerdo cuándo fue la última vez que organicé una fiesta en Rosenthal. —La condesa juntó las manos a la altura del pecho, con una inmensa sonrisa—. No estoy segura de por dónde empezar…
—No conozco a una mejor anfitriona que tú, madre, será la fiesta del año y los vecinos rogarán por recibir una invitación.
—¡Pero si pienso invitar a todo el mundo! —La dama se calmó cuando vio la expresión horrorizada de su hijo—. Bueno, no a todo el mundo, claro, es solo una forma de hablar.
—Eso espero, aunque desde luego es tu decisión a quién invitas y a quién no, pero, aun así, creo que todo el mundo sería demasiado, incluso para Rosenthal. —Abandonó su sonrisa al ver cómo su madre dejaba la servilleta con gesto enérgico y se levantaba como impulsada por un resorte—. ¿Qué sucede?
La condesa estaba ya por cruzar la puerta, pero volvió sobre sus pasos y le dio a su hijo un beso en la frente, un gesto no muy común en ella.
—Se me acaba de ocurrir que podría pedirle ayuda a la señora Richards para organizar la fiesta, mencionó hace unos días lo aburrida que pasa todo el día en casa; iré a hablar con ella ahora mismo —sonrió—. Gracias por esta maravillosa sorpresa, querido.
—No hay nada que agradecer, madre, me alegra que te haga tan feliz.
La dama sonrió una última vez y salió del comedor con paso rápido, dejando a su hijo a solas, entre divertido e incrédulo por semejante muestra de emoción.
No esperaba que la noticia le alegrara tanto, y se sentía satisfecho de que así fuera; su madre merecía ser feliz.
Él, por su parte, estaba más interesado en otros pensamientos, quizá no tan alegres, pero no por ello menos importantes.
La idea de preguntarse si su madre invitaría a los Sheffield y lady Ashcroft era ridícula, por supuesto que lo haría; lo que deseaba saber era si la dama asistiría, y de ser así, si sus nietos la acompañarían. O, más importante, su nieta, si era honesto consigo mismo.
Era consciente de que su curiosidad resultaba peligrosa; nada relacionado con una jovencita de su edad, una abuela obviamente ambiciosa y una madre desesperada por verlo casado podrían augurar nada bueno y, aun así, no podía evitar el deseo de verla una vez más.
Si bien apenas hablaron durante su visita a Rosenthal, bastaron unas cuantas frases para saber que no se trataba de una joven del tipo común; al contrario, la encontró muy interesante, lo suficiente como para esperar poder intercambiar otras impresiones con ella. Deseaba mostrarle los cuadros en su despacho, y darle una vez más las gracias por su ayuda al momento de su accidente. Aunque ella hubiera insistido tanto en que fue su primo quien tuvo mayor participación en la misma, recordaba perfectamente, a pesar de su delirio, que no fue así.
Fue ella quien se acercó primero, preocupada por su estado, quien se hincó a su lado sobre la hierba, y el rostro que lo acompañó desde que perdió el conocimiento hasta que lo recobró; aún en su cama en Rosenthal continuaba evocando esa cara a la que ni siquiera podía poner un nombre.
Rio al acordarse de la extraña pregunta que hizo para saber en qué estado se encontraba.
«¿Cuántos dedos ve?».
Fueron dos los que le mostró, claro, estaba seguro, pero no pudo responder apropiadamente porque estaba muy ocupado observando sus facciones y oyendo el tono seguro y dulce de su voz, los mismos que había podido admirar a sus anchas durante su visita a Rosenthal.
Se movió inquieto en la silla, incómodo por la dirección que tomaban sus pensamientos. Había una gran diferencia entre encontrar interesante a una joven y estarle eternamente agradecido, a fantasear con su rostro y voz.
Si su madre notaba el efecto que Juliet Braxton ejercía sobre él, entonces sí que estaría perdido. Casi podía escucharla fantaseando acerca de velos y encajes; la sola idea le provocaba escalofríos.
No que le disgustara en absoluto la posibilidad de relacionarse a futuro con una jovencita como ella; tenía claro que algún día se vería en la necesidad de casarse y podría considerarse afortunado si lograba encontrar a otra como ella, con su encanto y delicadeza; pero futuro era la palabra clave.
En el presente, no estaba interesado en perder su soltería, aunque se le presentara un batallón de jóvenes bellas y encantadoras; simplemente, estaba por completo fuera de discusión. Aún era joven y esperaba disfrutar de algunos años más de soledad antes de «sentar cabeza», como su madre decía.
Mientras ello ocurría, su plan era aprovechar al máximo la libertad, y ninguna señorita Braxton pondría sus propósitos en peligro.
Si había algo que a Juliet le disgustaba más que verse en un país que no consideraba el propio y tener que soportar a una abuela que creía tener el derecho de decidir cada aspecto de su vida, era el probarse un vestido tras otro.
Podría considerarse una queja absurda e infantil, pero quien no pasara por semejante tortura no tenía idea de lo difícil que resultaba.
No que no le gustaran los vestidos, los encontraba hermosos y sabía lo afortunada que era al contar con tal variedad, pero hubiera preferido tener la libertad de escoger el que mejor le pareciera en lugar de desfilar frente a lady Ashcroft como un maniquí humano sin emociones, a fin de que fuera ella quien eligiera el que le pareciera más apropiado cuando sería Juliet quien debiera llevarlo.
Pero discutir con su abuela y pretender que comprendiera un concepto tan lógico era simplemente ridículo, de modo que no tuvo más alternativa que cumplir con ese odioso ritual.
Lo único que le emocionaba era la idea de ver Rosenthal una vez más; y de ser posible, escabullirse para contemplar las pinturas que el conde Arlington prometiera mostrarle. La sola posibilidad de que pudiera hacerlo resultaba suficiente para controlar su mal humor y le daba un motivo para esperar la fecha del baile con entusiasmo.
Claro que este nunca podría rivalizar con la felicidad extrema que mostraba su abuela ante la perspectiva de mostrarla como a una muñeca ricamente ataviada ante la sociedad de Devon, pero no era algo que a Juliet le molestara, ya que lamentablemente se encontraba más que acostumbrada. Y la sociedad de Devon nunca podría ser tan desagradable como la de Londres.
—¡Azul!
La joven casi tropezó con el ruedo de su vestido, y se dio de bruces contra la pobre costurera al oír el grito de su abuela. Debía recordar no abstraerse en sus ensoñaciones cuando estaba en su presencia.
—¿Qué ocurre, abuela? ¿Qué es azul?
—El vestido, por supuesto. —La dama mostró ese rictus inconforme que le era tan familiar—. No comprendo cómo puedes ser tan distraída, niña. Digo que el vestido debe ser azul.
—Me gusta este. —Juliet miró su atuendo de un tono verde pálido sin mayor emoción.
—Pero es que el azul hace juego con tus ojos. —Su abuela sacudió la cabeza con gesto decidido—. Este no me convence… podría ser blanco también, pero ya usaste uno de ese color en la última visita a Rosenthal.
Juliet suspiró, procurando mantener la calma.
—En ese caso, probemos con uno azul. —Le sonrió a la costurera que apenas se recuperaba del susto—. Prefiero los tonos pálidos, si es posible.
—Creo que tengo uno que podría gustarle, señorita —apenas se atrevió a susurrar—; se lo traeré en un momento.
Vio a la mujer salir con cuidado de la amplia habitación que ocupaba en casa de los Sheffield y ahogó un suspiro.
—Recuerdo