Con el despacho solo para sí, el conde pudo dedicar sus pensamientos a ideas más estimulantes que buscar formas para evadir las preguntas de su madre.
La tarde anterior, en cuanto despidieron a sus visitantes, y evitando los requerimientos de su madre acerca de su charla con la señorita Braxton, volvió a la galería, a observar la pintura de Van Goyen que le había mostrado hacía tan solo unas horas.
Se quedó de pie, observando esa imagen que, tal y como mencionara, le recordaba a la calma que antecede a las tormentas. Lo curioso era que a él le agradaban las tormentas imprevistas; las consideraba un fenómeno con el que la naturaleza dejaba en claro que era ella quien mandaba, que no importaba cuánto una persona intentara tener el control de todo, bastaba el resoplido de una diosa aburrida para destruir los acontecimientos que simples mortales creían tener completamente controlados.
Y era también una metáfora que tenía muy presente en la vida diaria. Aun cuando se consideraba un hombre metódico, dueño de sus emociones, y seguro de lo que deseaba, era consciente de que aún los planes más calculados pueden verse alterados por sucesos que escapaban a su control.
Y por algún motivo que aún no tenía del todo claro, la mera existencia de Juliet Braxton era la prueba perfecta de ello.
Tras conseguir burlar la férrea vigilancia de su abuela, Juliet y Daniel se reunieron a la mañana siguiente de la visita a Rosenthal, y ella pudo contarle acerca de su charla con el conde. No estaba segura del porqué, pero se ciñó a relatar tan solo lo relacionado con el asunto que le concernía; no dijo nada de sus intercambios de opinión, o esa promesa de visitar una vez más la propiedad para ver las obras de las que le había hablado. Por algún motivo, lo consideraba un asunto privado, algo que ni siquiera podía compartir con Daniel, a quien le tenía tanta confianza.
—¿Y fue tan fácil? ¿Tan solo accedió a hablar con su madre?
Se encontraban bajo la sombra de un gran árbol, a solo unos metros de los jardines de la propiedad, sentados en las raíces que sobresalían de la tierra.
—Sí, me dijo que lo haría, ya te lo he contado. Está muy agradecido, con ambos; especialmente contigo, claro, y prometió que en cuanto le fuera posible se encargaría de hacerlo.
—¡Vaya! Eso es muy… noble por su parte.
Juliet captó un tono extraño en la voz de su primo, uno que no le era del todo desconocido.
—¿Qué pasa? ¿No te alegra? Es lo que queríamos.
—Sí, claro, pero creí que hablarías con la condesa, no con él.
—Ya te lo he dicho, el momento se dio y… lo aproveché. —Juliet se encogió de hombros, como restándole importancia—. Sea como fuere, podemos estar tranquilos, la condesa es muy amable, tal y como te conté, así que no tendremos ningún problema con la abuela.
—Sí, claro, eso es todo lo que importa.
Juliet se recostó sobre la raíz, con una mano tras su cabeza, procurando mirar a su primo a los ojos.
—¿Qué ocurre, Daniel? Nunca eres tan odioso conmigo.
—¿Insinúas que lo soy con los demás?
—La mayor parte del tiempo, sí —su prima hizo un gesto de burla—, pero siempre he pensado que a mí me tienes en más alta estima.
El joven suspiró, sin quitar la vista del cielo, mientras arrancaba la hierba que crecía a sus pies con los dedos.
—Lo siento, Juliet, es solo que recibí una carta de mi padre.
—Ya veo. —Su prima lo miró sin poder evitar que la compasión se revelara en su expresión—. ¿Qué dice el tío Christopher? ¿Alguna mala noticia?
Conocía lo suficiente a su tío como para saber que, si se ponía en contacto con su hijo, no podría haber nada bueno de por medio; era terrible, pero no por ello menos cierto.
—Quiere que lo acompañe en su próximo viaje a París.
—¿Por qué?
—No porque desee verme, por supuesto. —Juliet lamentó el tono resentido de su primo—. Al parecer, piensa que es momento de que empiece a conocer un poco de los negocios que tiene por allí; no estoy seguro, y como imaginas, no me importa.
Juliet ahogó un suspiro y se permitió darle una palmadita amistosa a su primo en la mano libre.
—¿Y cuándo tienes que partir?
—No lo sé aún; según escribió, me lo hará saber en cuanto sea conveniente —imitó el tono ronco y rimbombante de su padre, logrando que la joven esbozara una sonrisa—. Lamento haber sido grosero, es solo que él…
—Lo sé, no te preocupes. —Juliet se puso de pie con un impulso y sacudió las briznas de hierba de su vestido a fin de evitar una reprimenda de su abuela—. Pero si no hay una fecha concreta, no tienes por qué lamentarte; vamos a disfrutar de este tiempo, ¿qué dices? ¿Una carrera hasta la casa?
Daniel se levantó, cambiando el semblante agobiado por uno divertido y relajado.
—¿Y si la abuela nos ve?
—Entonces que sea hasta las caballerizas, no puedo imaginarla con la vista puesta allí.
—Buena idea, ¿quieres que empiece la cuenta? —Apenas terminaba de hacer la pregunta, su prima corría ya en dirección a la propiedad, pero no pareció disgustado, sino que una sonrisa alegre se dibujó en sus labios—. Te ganaré, pequeña tramposa.
Y tras esa sentencia, empezó a correr hasta perderse de vista.
Capítulo 6
Cuatro días antes de que se cumpliera el mes pronosticado por el médico, Robert pudo apoyar el pie sin sentir el más mínimo dolor, y aún mejor, se le indicó que podría retomar sus cabalgatas sin ningún problema.
Desde luego que esta noticia alegro muchísimo a su madre, quizá aún más que a él mismo, y como desde su pequeño intercambio de palabras relacionado con la visita de lady Ashcroft y su nieta no habían hablado más del tema, esta creyó que sería el mejor momento para hacerlo.
Tras pensarlo mucho, decidió que un buen momento para ello sería la hora del desayuno, el primero que compartirían sin que Robert se viera en la necesidad de usar el bastón.
—Querido, estuve pensando…
—¿En qué, madre?
—¿A qué te refieres?
—Dices que estabas pensando, y te pregunto en qué.
La condesa viuda empezó a pestañear, un poco confundida.
—Bueno, ya que lo preguntas —se recuperó con rapidez—, me gustaría invitar nuevamente a algunos de nuestros vecinos; no a muchos, por supuesto, pero sí a los más cercanos a fin de socializar un poco. La visita de los Sheffield me recordó cuánto me agrada recibir invitados en casa.
Robert dejó su servilleta a un lado, sin dejar de ver a su madre con falsa seriedad; había tardado mucho más de lo que esperaba.
—No lo sé, madre, ¿qué tienes planeado? ¿Un té, quizá?
—O una reunión al aire libre, sería agradable utilizar los jardines en esta temporada; me cuenta Simmons —se refería al jardinero— que mis rosas acaban de florecer.
El conde fingió pensar en lo que su madre decía, removiendo el té con la cucharilla, mientras ella lo miraba con gesto ansioso.
—Ahora que lo mencionas, también yo estuve pensando en algo similar.
—¿En serio? Qué curioso.
—Sí,