No pensó más en ello, no por falta de deseos, sino porque habían llegado ya a la entrada de la mansión y fueron conducidos por la condesa hasta un salón exquisito que consiguió que retuviera el aliento. Tan abstraída se encontraba en su contemplación que no notó los ojos que desde el otro lado de la habitación se fijaron en ella desde su entrada.
A Robert no le hizo ninguna gracia el verse en la obligación de permanecer en el salón, sentado, y con el bastón en la mano, mientras su madre se encargaba de recibir a las visitas, pero no deseaba cojear hasta allí, e imaginaba el espectáculo que daría si tenía que subir los escalones de la entrada apoyado en uno de los lacayos.
De modo que allí estaba, en completo silencio, hasta que las voces acercándose le señalaron que era el momento para ponerse de pie; después de todo, no deseaba dar una imagen de debilidad.
Cuando vio a los recién llegados, sonrió con toda la cortesía de la que disponía; aún se encontraba algo disgustado por la imposición de su madre, pero todo pensamiento negativo se esfumó de su mente en cuanto vio a la joven que, de pie en la entrada, miraba de un lado a otro con expresión arrobada.
Le pareció aún más hermosa de lo que recordaba, lo que era ridículo considerando que había pasado semanas intentando convencerse de que su impresión debió de ser solo producto del estado en que se encontraba al caer del caballo.
Pero ahora que podía verla una vez más, completamente consciente, entendía por qué creyó en su delirio que estaba frente a un ángel. Si existían, debían de verse como ella.
Llevaba un vestido vaporoso y virginal que flotaba a su alrededor, y a diferencia de aquel día en el campo, su cabello estaba fuertemente atado tras la nuca; el impulso absurdo de acercarse para soltarlo hizo que entrara en razón y diera un paso hacia atrás.
Con lo que solo consiguió que su madre diera varios para adelante, mirándolo con una ceja alzada.
—Robert, querido…
Se recompuso con rapidez y, apoyándose en el bastón sin perder la dignidad, se acercó procurando mantener una sonrisa neutral.
Fue primero con los Sheffield, que tal y como esperaba, no parecían muy entusiasmados con su presencia allí, ¿y quién podría culparlos? Él no se encontraba tampoco muy contento de tenerlos en su casa. Pero aun así eran invitados de su madre y debían ser tratados como tales.
Tras intercambiar unas cuantas frases adecuadas, dirigió su atención a la dama que lo observaba con una expresión entre orgullosa e interrogante; veía que se trataba de todo un personaje, aunque su madre se equivocaba en algo; en realidad, considerando su edad, podría ser su abuela, y una muy estricta, por lo que lograba adivinar de su carácter.
—Lady Ashcroft, es un honor tenerla en Rosenthal, mi madre me ha hablado mucho de usted.
—Es muy gentil por su parte, gracias, no dudo que la condesa ha sido más que generosa. —Le sonrió con visos de picardía—. Me alegra comprobar que su señoría se encuentra mucho mejor de su accidente; su madre nos hablaba al respecto…
—Sí, así es, aunque me temo que este compañero se quedará conmigo otro par de semanas. —Levantó ligeramente el bastón, sin abandonar ese aire flemático con el que se sentía tan cómodo—. Pero la recuperación ha sido mucho más rápida de lo que esperaba, así que puedo considerarme afortunado.
—Es un gusto oírlo. —La dama miró sobre su hombro y llamó sin delicadeza a la joven que se había quedado unos pasos detrás—. Querida, por favor.
Robert intentó no mostrar mayor interés en ella, aunque hubiera deseado hacer lo contrario, pero, después de todo, se suponía que era la primera vez que se veían, y hombres como él no acostumbraban otorgarle mucha importancia a las jovencitas, mucho menos frente a una abuela que obviamente parecía tan interesada en que le causara una buena impresión. Si a eso se sumaban las artimañas de su madre, casi podía imaginar otro incidente desagradable como aquel en el que se vio envuelto gracias a los Sheffield.
—Su señoría, le presento a mi nieta Juliet Braxton.
La joven hizo una reverencia que encontró encantadora, y lo miró con fijeza, cosa poco común entre las muchachas de su edad, pero que él apreció.
—Señorita Braxton, es un honor.
—El honor es mío, su señoría.
Solo cuando él le devolvió la mirada, ella bajó la suya, al parecer nerviosa.
—He oído que vivió en América, ¿es cierto?
Ese comentario debió de ser el más afortunado que hubiera podido hacer, porque el rostro de la joven se iluminó y una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Sí, su señoría, nací allí, es mi país.
El orgullo que traslucían sus palabras le sorprendió, aunque no tanto como la expresión fastidiada de lady Ashcroft, por lo que decidió cambiar de tema a fin de evitarle problemas a la joven.
—Lady Ashcroft, creí que su sobrino nos acompañaría esta tarde.
—Me temo que no se encuentra muy bien, su señoría; nada de qué preocuparse, por supuesto, pero lamenta mucho no haber podido aceptar su generosa invitación.
—Ya veo, es una lástima; espero que en cuanto se recupere podamos disfrutar de su presencia —mientras el conde hablaba, no despegaba la vista de la joven, notando cómo se teñían sus mejillas de un tono subido.
Hubiera querido seguir hurgando en los motivos de la ausencia de su primo, a fin de conocer lo que suponía debía de ser la verdadera razón de la misma, pero su madre se acercó a fin de invitarles a tomar el té y debió contentarse con permanecer atento a lo que se mencionara al respecto, que infortunadamente, no fue mucho.
La charla giró alrededor de los últimos acontecimientos conocidos en la zona, y las noticias que llegaban de Londres, las mismas que parecieron esfumar las reservas de los Sheffield, que participaron con mucho ánimo dando sus puntos de vista y aportando datos que según ellos obtenían de sus conocidos en la ciudad.
Su madre parecía encantada de contar nuevamente con personas en la mansión, y no pudo menos que sentirse un poco culpable, ya que en gran medida era él quien prefería la soledad. En ese momento se hizo la promesa de ser un poco más flexible en ese sentido y, a ser posible, realizar pronto algún baile o actividad en su honor; su cumpleaños se acercaba y ese podría ser un excelente motivo.
Lady Ashcroft no era una mujer muy entusiasta, eso era obvio, pero sus comentarios punzantes y acertados le arrancaron más de una sonrisa. De no ser tan dura con su nieta, como había podido comprobar por la forma en que la miraba, le habría agradado más.
La señorita Braxton parecía compartir el gusto de su abuela por el silencio, ya que hablaba poco y solo cuando se dirigían directamente a ella. En circunstancias normales, Robert hubiera pensado que se debía a que no tenía nada interesante que decir, o a verse opacada por personas mayores, como había visto ocurrir tantas veces en jovencitas de su edad, pero algo le decía que este no era el caso.
Ella se veía simplemente aburrida con la charla, aunque era notorio y loable su esfuerzo por ocultarlo. La habitación, en cambio, parecía llamar mucho su atención, y cuando no participaba con algún comentario apropiado si era requerida, Robert pudo advertir que su vista se perdía en el alto techo y las pinturas que adornaban la estancia.
—Señorita Braxton, ¿le gusta el arte?
La aguda pregunta de su madre le hizo notar que no era el único interesado en la joven.
—Sí, milady, cuenta usted con piezas únicas.
—Lo sé, y estoy muy agradecida