Solo cuando los Sheffield hubieron pasado al salón, se permitió dirigirle una mirada de soslayo a la joven Braxton, que conversaba animadamente con su madre, y se entretuvo apreciando el vestido que llevaba, tan azul como sus ojos, con una suerte de adorno en el pecho que no sabía cómo llamar, pero que la hacía ver aún más bella.
En cuanto la tuvo frente a sí, tomó su mano y besó el dorso con caballerosidad, sin poder reprimir el deseo de retenerla por más tiempo del apropiado, solo para ver su reacción; y esta fue tal y como esperaba. Alzó ambas cejas y, tras parpadear con azoro, la retiró con delicadeza.
—Milord, es un placer visitar Rosenthal una vez más.
—Señorita Braxton, es Rosenthal la que se ve engalanada con su presencia, gracias por venir —bajó un poco la voz para que solo ella lo escuchara—, y a mi despacho le encantará mostrarle las pinturas de las que le hablé.
Le agradó verla sonreír. Mucho.
—Bueno, no me gustaría defraudar a su despacho, milord.
—Excelente, porque se sentiría desolado de no poder deleitarse con su presencia.
—Gracias por el recibimiento. —La joven hizo una venia y miró a su primo, quien tras hablar con lady Arlington esperaba su turno para saludar al conde—. Si me disculpa, iré a reunirme con mi abuela.
El conde hizo una reverencia y la vio partir, volviendo su atención al joven que lo miraba con poca simpatía.
—Milord, gracias por la invitación.
Las palabras brotaron con un tono displicente que encontró muy molesto.
—Ashcroft, es un honor recibirlo en Rosenthal, lamento que no pudiera acompañar a su abuela y su prima en su anterior visita. —Sabía que las otras personas esperando en la fila oían lo que decía, por lo que era necesario guardar las apariencias.
—Sí, lo lamenté mucho, pero ya que su señoría ha tenido la gentileza de invitarme una vez más, no me lo perdería por nada del mundo.
—Bien, sea bienvenido.
Tras una cabezada, el joven se encaminó al salón, sin volver la mirada.
—Es un joven agradable, ¿verdad, querido? Debes darle las gracias de forma apropiada luego; con discreción, claro. —Su madre se las arregló para inclinarse un poco hacia él y susurrarle algunas palabras.
—Claro, madre, con mucha discreción.
No pretendió que su tono sonara tan duro, pero no pudo evitarlo; había algo en ese joven que le inspiraba un profundo rechazo, lo que era extraño porque a su madre pareció provocarle una muy buena impresión.
Decidió no pensar más en ese asunto, por ahora, y tras culminar con los saludos, se dirigió al salón, donde la orquesta empezaba a tocar y algunas parejas se encaminaban ya al área acondicionada para el baile; le causó gracia ver a los Sheffield dando vueltas sin el más mínimo sentido del ritmo, suponía que tantos años de matrimonio habrían igualado sus escasas habilidades.
No le extrañó ver a lady Ashcroft junto a sus nietos, moviendo la cabeza de un lado a otro, con ese ademán tan imperioso que empezaba a reconocer sin problemas; obviamente les ordenaba hacer algo que a ellos no les inspiraba mayor alegría. Luego la vio dar media vuelta y dirigirse con paso firme hasta donde se encontraban las damas viudas, en una larga fila de sillas en la zona lateral del salón.
Observó con una mueca divertida cómo el joven Ashcroft se encaminaba con paso incómodo hasta un par de jovencitas que en cuanto lo vieron aparecer rompieron en risitas que encontró muy tontas aún desde su lugar de simple observador; casi sintió lástima por el muchacho, y aún más cuando lo vio bailar con una de ellas con el mismo entusiasmo que estaba seguro mostraría él de estar en su lugar.
Mientras esto ocurría, Juliet, desde el otro extremo del salón, contemplaba también el espectáculo de ver a su primo bailando de mala gana con una completa desconocida, y no pudo evitar una sonrisa compasiva. Pero no tenían alternativa, porque la abuela había dejado muy claro que esperaba verlos socializar con los otros invitados.
Ahora mismo ella se sentía muy incómoda mientras intentaba burlar a un caballero que, tras saludarla con una efusividad que encontró desconcertante, ya que jamás lo había visto antes, insistía en invitarla a bailar, a lo que desde luego no podía negarse, por lo que, tras suspirar con pesadez, y dibujando una sonrisa educada, aceptó.
Su fastidio se vio incrementado desde el primer compás, ya que lord Graham, pues este era el título de su compañero de baile, la acercó demasiado para su gusto y para lo que dictaban las buenas costumbres, por lo que se vio forzada durante casi toda la pieza a alejarse tanto como le era posible, y cuando esta finalizaba ya, no pudo evitar frenar el deseo vengativo de darle un buen pisotón que supo disfrazar como un descuido inocente. Por la forma en que el caballero la miró, no cabía duda de que había notado su verdadero propósito, pero no se mostró ofendido en absoluto, o al menos no lo demostró.
Juliet, por su parte, solo esperaba que se viera en la necesidad de cojear durante todo el tiempo que durara el baile, a fin de mantener seguras a sus potenciales parejas, y tras una reverencia, se encaminó hacia donde su abuela la miraba con una mueca malhumorada, por lo que a último momento decidió dar media vuelta y dirigirse en dirección contraria, casi chocando con un cuerpo que le pareció salía de la nada.
Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero una mano segura la sujetó del antebrazo y, al levantar la mirada para agradecer a su benefactor, se encontró con los ojos grises de su anfitrión.
—Señorita Braxton, ¿me concedería el honor de este baile? —Se inclinó un poco para susurrarle algunas palabras—: Prometo comportarme si usted jura no pisarme; acabo de recuperarme de un accidente y no deseo verme en la necesidad de recurrir nuevamente al bastón.
Juliet se ruborizó al pensar en que hubiera observado todo el espectáculo de su desafortunado baile con lord Graham, pero la sonrisa divertida de su interlocutor le inspiró tranquilidad.
—Será un honor, milord, y desde luego que haré todo lo posible por mantener sus pies a salvo.
—Es muy gentil, mis pies y yo le quedamos eternamente agradecidos.
Juliet debió hacer un esfuerzo para contener la risa; no sabía por qué, pero esos juegos de palabras tan inocentes que intercambiaba con el conde le parecían a la vez un poco absurdos y extremadamente divertidos. No era muy común que se sintiera tan cómoda con desconocidos y mucho menos que pudiera exhibir su sentido del humor habitual sin sentirse limitada por las instrucciones de su abuela.
Robert, en tanto la llevaba del brazo hasta el centro del salón, pensaba también en lo bien que se lo pasaba conversando con esa joven, y cuánto le agradaba verla sonreír honestamente, no solo por cumplir con las formalidades. Cuando reía, sus ojos se iluminaban y un rubor delicioso afloraba a sus mejillas, era una imagen adorable; muy diferente a esa expresión tensa que había visto en sus rasgos mientras bailaba con el idiota de Graham, a quien deberían enseñarle cómo tratar a una dama, por cierto.
Estuvo tentado a interrumpir el baile, pero eso hubiera desatado muchas habladurías y su madre jamás le perdonaría que arruinara su celebración, por lo que esperó con los puños a los lados el momento propicio para acercarse a ella y pedirle la próxima pieza.
Ahora, mientras danzaban por el salón, sin un solo pisotón, por cierto, disfrutó la sensación de la curva de su cintura bajo su mano, y la sonrisa confiada que le dirigía. No era de las mujeres que contaban los pasos o hacían tan difícil llevarlas; se relajaba como si el bailar le fuera tan natural como el respirar, y eso le inspiró una curiosa serenidad.
—¿Milord?
—Lo siento, ¿qué decía? —Frunció un poco el ceño al verla reír—. ¿He dicho algo gracioso?
—No, milord, lo siento, es solo que usualmente soy yo quien se distrae y a quien mi abuela llama al orden.
Al