—Desde luego que sí —negó ella con energía, para dirigirse una vez más a la joven—; debería ver los hermosos cuadros que tenemos en la galería. Es más, tal vez Robert pueda mostrárselos ahora.
Por primera vez desde su llegada, la muchacha exhibió una expresión de total desconcierto, pasando la mirada de la condesa viuda a su abuela, y de estas al conde, que mantuvo su semblante sereno.
—Sería un honor, aunque tal vez prefieran esperar a que puedan acompañarnos todos.
—¡Claro! Abuela, a ti también te encantaría verlas, ¿verdad?
El tono anhelante con el que se dirigió a lady Ashcroft le resultó extrañamente ofensivo, ¿acaso le era antipático? De no ser así, no entendía por qué buscaba evitar pasar un momento en su compañía.
—No es necesario, niña, ve y luego me contarás. Ahora estamos en medio de una charla muy interesante. —Hizo un gesto fastidiado.
Robert vio como la joven reemplazaba su expresión nerviosa por una más calmada, luego de asentir con obediencia.
—Sí, sí, vayan; nosotros estamos muy cómodos aquí. —Su madre no ayudó en absoluto, al contrario, parecía encantada.
—Señorita Braxton, si tiene la amabilidad de seguirme…
Tal vez él no le agradara, o simplemente estaba nerviosa por el obvio interés de sus familiares para lograr que pasaran un momento a solas, pero, cualquiera fuera el caso, él estaba decidido a aprovechar esa oportunidad para hacer un par de preguntas que demandaban respuesta.
Juliet aspiró profundamente antes de salir del salón y le dirigió una mirada resentida a su abuela, ¡estaba arruinando su plan! Con quien necesitaba un momento a solas era con la condesa, no con su hijo.
Ella y Daniel habían decidido que, si los acompañaba a Rosenthal, la condesa lo reconocería de inmediato, y ello habría derivado en una serie de explicaciones que estarían completamente fuera de lugar. En cambio, si él se ausentaba con un buen pretexto, y ella se las arreglaba para hablar del asunto con la condesa, explicarle el porqué de su negativa a hablar del tema con su abuela, ya que infringieron sus órdenes al alejarse de la zona delimitada por ella para pasear, entonces lo entendería y les guardaría el secreto.
Cuando la conoció, se alegró al ver que era una mujer tan gentil y obviamente comprensiva; empezaba a respirar más tranquila, con la certeza de que no resultaría nada difícil hacerle entender el asunto y de que recibiría su ayuda.
Pero ahora, mientras caminaba al lado del conde, con la vista baja y sintiendo cierta tensión en el ambiente, se dijo que lo mejor sería regresar al salón con alguna excusa creíble y buscar luego otra oportunidad para hablar con la condesa a solas.
—¿Las pinturas no son de su agrado?
Semejante comentario consiguió que saliera de su abstracción, y lo mirara con una mezcla de curiosidad e inquietud.
—No, milord; quiero decir, sí, por supuesto, son todas muy hermosas.
—Me sorprende que logre admirarlas con la vista fija en el suelo.
No supo si estaba siendo abiertamente grosero o si le jugaba una broma; cualquiera fuera el caso, no le gustaba.
—Reflexionaba al respecto, su señoría, ¿no lo hace usted?
—La belleza no requiere un análisis, es una pérdida de tiempo que puede utilizarse en admirarla.
—No estoy del todo de acuerdo, creo que una cosa lleva a la otra; ¿acaso cuando ve algo hermoso no piensa en ello y se pregunta qué fue lo que le atrajo en primer lugar?
La mirada que le dirigió fue lo bastante profunda como para que le provocara bajar una vez más la vista, pero se contuvo de hacerlo.
—Ahora que lo menciona, tal vez tenga razón; he pensado mucho en ello últimamente.
Le pareció un comentario enigmático, se preguntaba si se refería tan solo a las preguntas, pero se abstuvo de indagar al respecto.
—Me alegra que coincidamos, entonces. —Decidió que sería un buen momento para cambiar de tema—. Debe de sentirse muy orgulloso de poseer un lugar tan bello; no solo por las pinturas, claro. Rosenthal por sí misma parece una obra de arte.
—Nunca la habían catalogado así, pero ahora me parece un adjetivo muy apropiado, gracias; ¿le agrada Van Goyen?
—Sí, milord, es uno de mis favoritos. —Agradeció que retomara el tono distendido—. Sus paisajes son tan hermosos… Es casi como si pudiera viajar por medio de su obra.
El conde le sonrió abiertamente, cediéndole el paso para que le precediera en el siguiente tramo de la galería.
—Esta es mi favorita.
Juliet suspiró, extasiada por el lienzo en la pared, que captaba lo que parecía un instante previo a una tormenta, con milenarias casas a la orilla del río y un molino de viento en lo alto de un promontorio, como un guardián en espera de las nubes grises que poblaban el cielo.
—Es hermosa, y sobrecogedora —comentó, al recuperar el habla.
—La calma antes de la tempestad.
—Eso fue lo que pensé. —Por primera vez, le dirigió una sonrisa sincera.
El conde asintió con ademán satisfecho, como si tal gesto hubiera tenido una gran importancia para él.
—Señorita Braxton, hay un tema del que me gustaría hablarle, ¿se sentaría conmigo un momento? —Le señaló un sillón en el centro de la galería.
—Por supuesto. —La impresionó profundamente el pedido, pero mantuvo la calma.
Una vez que estuvieron sentados, miró al conde con atención, esperando que empezara a hablar, pero este parecía tener algunos problemas para encontrar las palabras apropiadas, o simplemente no sabía por dónde empezar.
—Esto puede resultar un poco extraño, o tal vez no, dependerá de su nivel de honestidad.
—¿Cuestiona mi honestidad, milord? —Hubiera esperado cualquier cosa, menos tal inicio.
—No, desde luego que no, le ruego me perdone, elegí mal mis palabras. —Su ira se aplacó al notar que se veía francamente arrepentido—. En realidad, lo que deseo es expresar mi agradecimiento, pero no puedo pensar en la forma más apropiada de hacerlo ya que se trata de una situación de lo más inusual.
Juliet frunció el ceño, mil imágenes pasando por su mente a la velocidad de un relámpago. Él solo podía referirse a una cosa, y la idea le aterró…
Se planteó el fingir que no le entendía y encontrar un modo de volver al salón, pero eso hubiera sido deshonesto y, después de su comentario, primero muerta antes de hacer tal cosa. De modo que echó mano de todo el valor y sinceridad que su padre le había inculcado y decidió hablar con la verdad.
—No creí que su señoría lo recordara.
Lo vio exhalar un suspiro de alivio, como si hubiera esperado una negativa.
—Lo hago; si he de serle sincero hay dos cosas de ese día que jamás podré olvidar; el dolor que sentí al caer del caballo, y su rostro.
Juliet boqueó como un pez fuera del agua, sin saber si sentirse halagada u ofendida; qué observación más sorprendente.
—Oh, ya veo —no se le ocurrió nada más para decir.
—No me malentienda, por favor, no la comparo con una caída —el conde rio, leyendo en su expresión lo que pasaba por su cabeza—. O tal vez sí, pero no en un sentido negativo; me refiero a que ambos acontecimientos resultaron profundamente impresionantes. No me caía del caballo desde que aprendí a montar siendo muy pequeño, y nunca había visto un rostro como el suyo en toda mi vida.