—Es muy gentil por su parte, señor, pero tan pronto como me oiga, comprobará que no estoy en un nivel tan alto.
—No lo crea, señor Sheffield, ya la oirá —su abuela intervino con gesto adusto—. Pero lo confirmaremos más tarde; ahora cuénteme como se encuentra la querida Charlotte.
Juliet debió esperar a oír todo lo referente a la vida de casada de la hija de sus anfitriones, que residía en Escocia, antes de que dieran por concluida la cena y se encaminaran a la sala de música.
Un enorme piano dominaba la estancia, y aunque esta resultaba pequeña comparada con la de la residencia Ashcroft, en Londres, Juliet no pudo dejar de pensar que resultaba mucho más acogedora. Se acercó al instrumento luego de dirigirle una sonrisa tímida a la señora Sheffield, que la animó con un gesto amable.
Acarició las teclas con la punta de los dedos, olvidando por un momento el verdadero motivo de su insistencia para visitar el lugar, pero al sentir la presencia de Daniel a su lado lo recordó.
—Nosotros nos sentaremos aquí en tanto ustedes nos deleitan. —El señor Sheffield acompañó a las damas hasta los asientos dispuestos para los oyentes.
Juliet ocupó su lugar frente al piano, y pronto Daniel hizo otro tanto, dirigiéndole una mirada de reojo.
—Bueno, creo que la «Fantasía para piano a cuatro manos» sería lo más apropiado, ¿no crees?
—Por supuesto. —Juliet sonrió a su primo, asintiendo, tras lo cual ambos empezaron a tocar.
La melodía, que habían tocado muchas veces, duraba exactamente dieciocho minutos, y hacía falta una gran compenetración entre sus ejecutantes para evitar una ingrata sensación en los oyentes.
Pero no era el caso de los primos, que se entendían a las mil maravillas, y sin necesidad de esforzarse podían tocar en tanto se encargaban de la verdadera razón de su presencia allí.
Cuando Juliet llegó a vivir con su abuela, Daniel pasaba largas temporadas en la residencia de la familia, y se convino en que ambos podrían compartir el profesor de música. Lamentablemente, este era un hombre malgeniado y extremadamente estricto que contaba con la venia de lady Ashcroft para mantener a los niños por horas frente al instrumento.
De modo que idearon una forma para divertirse y bromear a espaldas de ese desagradable hombrecillo. Cada vez que debían tocar a cuatro manos, escogían una melodía larga y aprendieron, tras un método de ensayo y error, a hablar entre ellos por la comisura de la boca sin que ninguna otra persona presente pudiera descubrirlos.
Esta fue la idea de Daniel para poder informar a Juliet de todo lo ocurrido desde que ella lo dejara esa tarde con el herido.
—Estará bien, en cuanto llegamos a la casa, los sirvientes se apresuraron a atenderlo.
Juliet no varió en absoluto su expresión, uno de los trucos indispensables para no llamar la atención; tan solo inclinó casi imperceptiblemente la cabeza para no perder palabra de lo que Daniel decía.
—¿Estás seguro? Se veía en muy mal estado.
—Enviaron a llamar al médico aún antes de que partiera, y su madre estaba allí.
—¿La condesa viuda?
—Bueno, su esposo está muerto, así que sí, supongo que es viuda.
Juliet debió reprimirse para no girarse a ver a su primo con cara de pocos amigos.
—Muy gracioso.
—Reconócelo, fue una pregunta muy tonta. —Daniel odiaba perder una discusión, por pequeña que fuera.
—Olvídalo. —No contaban con tiempo para eso, habían pasado ya la mitad de la pieza—. ¿Crees en verdad que se recuperará?
—He oído que los huesos rotos no tardan mucho en sanar, no es para tanto, hicimos lo mejor que cabía esperar; ¿por qué te preocupas de este modo?
La joven estuvo a punto de perder el hilo de la melodía, pero recuperó pronto el ritmo.
—No me gustaría que muriera.
—Tampoco yo lo deseo, por supuesto, pero aun así creo que exageras; no lo conocemos.
—Lo sé. —Juliet volvió su completa atención a las teclas, guardando silencio.
Una vez que concluyeron la pieza, el señor Sheffield, un hombre muy entusiasta y amante de la música, aplaudió con tal ímpetu que se ganó una mirada ceñuda de lady Ashcroft.
—Extraordinario, el mejor concierto a cuatro manos que hemos oído, ¿verdad, querida?
La señora Sheffield asintió, sonriendo.
—Es una lástima que nuestra querida Charlotte no se encuentre aquí, hubiera disfrutado muchísimo su interpretación.
Juliet y Daniel se levantaron y, tras hacer una pequeña reverencia, se acercaron para agradecer los vehementes comentarios.
—Son muy amables, pero se trata de una pieza muy sencilla —mencionó la joven con humildad.
—Sí, es verdad; en realidad, creo que me retrasé un par de veces. —Daniel sonrió, abrumado; no le agradaba ser el centro de atención.
Lady Ashcroft hizo un gesto de negación, exhalando un suspiro exasperado.
—¡Tonterías! Ha sido perfecto, ya veo que tantas lecciones valieron la pena. —Se veía satisfecha.
Juliet y Daniel intercambiaron una sonrisa; su abuela mostraba en público un orgullo por sus logros que desearían se molestara en compartir también en privado.
—Si me disculpan, me gustaría retirarme a mis habitaciones; ha sido un día muy agitado.
—Por supuesto, por supuesto. —La señora Sheffield dio un golpecito amistoso en el hombro de la joven.
—Permiso.
Tras despedirse con un gesto cortés, dejó el salón y se encaminó a sus habitaciones, que se encontraban en el ala norte de la mansión, donde Mary, su doncella, tenía ya preparada su ropa de cama.
La saludó con afecto y, luego de preguntarle cómo había pasado el día, se preparó para dormir, dejando una vela encendida junto al lecho.
Tan pronto como la doncella se fue, se incorporó a medias para tomar un libro de la mesilla y retomó la lectura de la noche anterior, uno de sus grandes placeres.
Gracias a su padre, descubrió pronto el amor por los libros, y en su amplia biblioteca en América contaba con centenares de volúmenes a su disposición. Lamentablemente, desde su llegada a Inglaterra, su abuela había puesto algunas normas referentes a los libros que podía leer, lo que le enfurecía, pero aprendió pronto que discutir con ella no tenía sentido, de modo que fingía obedecerla a fin de evitar altercados inútiles.
Sin embargo, cada vez que le era posible, tomaba alguna obra de la selección con que contaba en la residencia Ashcroft, o Daniel lo hacía por ella, y la disfrutaba en la soledad de su habitación. En cuanto supo del viaje al campo, se encargó de guardar unos cuantos volúmenes en el fondo del baúl, con la complicidad de Mary.
Ahora, recostada en los almohadones, pasaba una página tras otra sin su habitual rapidez. Usualmente leía a una velocidad que quienes la conocían encontraban sorprendente, pero en ese momento no lograba concentrarse.
No dejaba de pensar en el pobre hombre que habían ayudado esa mañana, y en cómo se encontraría a esas horas, si habría recibido la atención apropiada, y estaba ya fuera de peligro.
Tras reparar en que llevaba varios minutos en la misma página, soltó un bufido que habría disgustado a su abuela. Daniel estaba en lo cierto, no tenía sentido que se preocupara tanto por ese hombre, después de todo, no le conocía, y según