Inquieto, se tironeó la punta de la corbata. Me miró, apartó la mirada y volvió a mirarme.
–No tengo idea de qué estás diciendo –admití.
Suspiró.
–Lo sé. Estoy…
–Sudando.
–¿Podrías dejar de decir eso?
–Pero lo estás.
–Cielos, eres tan imbécil.
Me reí.
–Ey, nada más estaba señalando…
–¡Gordo!
Me volví.
Mi madre. Me llamaba con señas. Padre había dicho que estaba enferma de nuevo, que no vendría. Me había dejado en la casa y me había dicho que volvería luego, que tenía asuntos que atender antes de regresar. No le pregunté qué asuntos.
Y ahora ella estaba aquí, con una sonrisa frágil en la cara. Tenía el pelo descuidado y retorcía las manos.
–¿Está bien? –preguntó Mark–. Está…
–No lo sé –respondí–. No se sentía bien más temprano y… Iré a ver qué quiere. Espera aquí, ¿okey? Enseguida vuelvo. Y quizás entonces puedas decirme por qué llevas una corbata.
Antes de que me marchara, me tomó la mano. Lo miré.
–Ten cuidado, ¿sí?
–Tan solo es mi mamá...
Me soltó.
–Hola –dijo ella cuando la alcancé–. Hola, cariño. Hola, bebé. Ven aquí. ¿Puedo hablar contigo? Ven aquí.
Fui, porque era mi madre y haría cualquier cosa por ella.
Me tomó de la mano y rodeamos la casa.
–¿A dónde estamos…?
–Silencio. Espera. Nos oirán.
Los lobos.
–Pero…
–Gordo. Por favor. Confía en mí.
Nunca me había dicho eso antes.
Hice lo que me pedía.
Rodeamos la casa hasta el sendero de entrada. Vi su coche aparcado detrás de los demás. Me condujo a él, abrió la puerta del lado del acompañante y me hizo un gesto para que entrara. Dudé y eché un vistazo por encima del hombro.
Mark estaba allí, junto a la casa, observándonos. Dio un paso hacia mí, pero mi madre me metió de un empujón al auto.
Dio la vuelta y entró ella también antes de que yo pudiera girarme en el asiento.
Había dos maletas en la parte trasera.
–¿Qué está sucediendo? –pregunté.
–Es hora.
Levantó una nube de polvo al dar marcha atrás y casi choca contra otro vehículo.
–¿Por qué…?
Enderezó el coche y volamos camino abajo. Miré por el espejo retrovisor a las casas que quedaban atrás. Mark había desaparecido.
Para mi doceavo cumpleaños hubo una fiesta.
Vino mucha gente.
La mayoría eran lobos.
Algunos no.
A Tanner, Chris y Rico los trajeron sus padres. Era la primera vez que visitaban las casas al final del camino, y tenían los ojos muy abiertos.
–Dios mío –susurró Rico–. No nos dijiste que eras rico, papi.
–Esta no es mi casa –le recordé–. Has estado en mi casa.
–Es más o menos lo mismo –replicó.
–Ah, hombre –exclamó Chris, mirando al regalo mal envuelto que tenía en la mano–. Te compré algo en la tienda de todo a un dólar.
–Yo ni te traje un regalo –dijo Tanner, contemplando las serpentinas, los globos y las mesas repletas de comida.
–Puedes compartir el mío –le dijo Chris–. Costó solo un dólar.
–¿Cuántos baños tiene la casa? –quiso saber Rico–. ¿Tres? ¿Cuatro?
–Seis –murmuré.
–Guau –corearon los tres al unísono.
–¡No es mi casa!
–Nosotros tenemos uno solo –comentó Rico–. Y lo tenemos que compartir entre todos.
Los amaba, pero eran un dolor de cabeza.
–En casa tengo uno solo…
–No tienes que esperar para ir a cagar –declaró Tanner.
–Odio cuando tengo que esperar para cagar –confirmó Chris.
Me miraron expectantes.
Suspiré.
–No sé por qué los invité.
–¿Hay tres pasteles? –exclamó Rico, con la voz aguda.
–Es una pistola de juguete –dijo Chris y me clavó el regalo en las manos.
–Es de parte de los dos –apuntó Tanner.
–Me debes cincuenta centavos –le aclaró Chris.
–¿Hay hamburguesas y perritos calientes y lasaña? –preguntó Rico–. Mierda. ¿Qué clase de tontería blanca es esta?
Los Bennett habían tirado la casa por la ventana. Siempre lo hacían. Eran poderosos, ricos y la gente los respetaba. Green Creek sobrevivía gracias a ellos. Donaban dinero y tiempo, y aunque los locales a veces hablaban de culto por lo bajo, eran una rareza apreciada.
Y yo era parte de su manada. Oía sus canciones en mi cabeza, las voces que me conectaban a los lobos. Tenía tinta en la piel que me unía a ellos. Yo era ellos y ellos eran yo.
Así que, por supuesto, hicieron esta fiesta para mí.
Sí, había tres pasteles. Y hamburguesas y perritos calientes y lasaña. También había una pila de regalos casi tan alta como yo, y los lobos me tocaban el hombro y el pelo y las mejillas y me cubrían con su olor. Estaba arraigado en ellos, en la tierra que nos rodeaba. El cielo estaba azul, pero podía sentir a la luna escondida llamando al sol. Había un claro en lo profundo del bosque donde yo había corrido con bestias del tamaño de caballos.
Feliz cumpleaños, me cantaron, y me envolvieron en el canto.
Mi madre no cantó.
Mi padre tampoco.
Ellos observaron.
–Ahora eres casi un hombre –dijo Thomas.
–Te ama, sabes –dijo Elizabeth–. Thomas. No puede esperar a que seas su brujo.
–Esta es tu familia. Esta es tu gente. Eres uno de nosotros –declaró Abel.
–¿Puedo hablar contigo un momento? –me preguntó Mark.
Alcé la vista, tenía la boca llena de pastel blanco con relleno de frambuesas.
Mark estaba junto a la mesa, pasando el peso de un pie al otro. Tenía