Los ojos de los hombres extraños ardían naranjas.
Mi padre sintió que su lazo se quebraba.
Su magia estalló. Lo hizo hacer algo terrible.
Más tarde, vería las imágenes en las noticias, aunque Abel me había dicho que mantuviera el televisor apagado. Imágenes de un vecindario de un pueblito en las Cascadas destrozado hasta los cimientos. Murieron personas. Familias. Niños. Mi madre.
Mi padre no.
–¿Dónde está? –pregunté, aturdido.
Abel hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los lobos extraños, que avanzó un paso. Era alto y se movía con gracia. Su mirada era dura. Su mera presencia hacía que me diera vueltas la cabeza.
–Será trasladado –dijo el hombre extraño–. Lejos de aquí. Se le quitará la magia para que no vuelva a lastimar a nadie.
–¿A dónde?
El hombre dudó.
–Me temo que no puedo decírtelo. Por tu propia seguridad.
–Pero…
–Gracias, Osmond.
El hombre, Osmond, asintió y volvió con los otros. Richard se inclinó hacia él y le susurró al oído.
No puedes confiar en ellos, Gordo, me había susurrado ella en el mío.
–Te daré tiempo –me dijo Abel, con amabilidad–. Para procesar. Para hacer el duelo. Y responderé todas las preguntas que pueda. Pero estamos vulnerables ahora, Gordo. Tu padre te ha quitado a tu madre, pero también se ha removido de nosotros. Te necesitamos más que nunca. Te prometo que jamás estarás solo. Que siempre estarás cuidado. Pero te necesito ahora. Que aceptes tu lugar.
–Papá, quizás deberíamos… –empezó a decir Thomas.
Los ojos de Abel centellearon. Thomas se calló.
–¿Entiendes? –clavó su mirada en mí.
Me sentía mal. Nada tenía sentido. El cuervo gritaba en algún sitio de mi mente.
–No –respondí.
–Gordo –explicó Abel–. Debes alzarte. Por tu manada. Por nosotros. Te pido que te conviertas en el brujo de los lobos.
Mark me abrazó mientras mi pena explotaba.
Me susurró promesas al oído que desesperadamente quería creer.
Pero lo único que podía oír era la voz de mi madre.
No puedes confiar en un lobo.
No te aman.
Te necesitan.
Te utilizan.
Tu magia es una mentira.
EL SEGUNDO AÑO /
ERA MEDIANOCHE
Joe empezó a hablar cada vez menos a medida que el segundo año avanzaba. De todos modos no tenía importancia. Todos oíamos su voz en nuestra mente.
Nos dijimos que el rastro no había desaparecido. Que Richard Collins seguía allí afuera, en movimiento. Haciendo planes. Mantuvimos las orejas pegadas al suelo por si surgía algo.
Una noche, en las afueras de Ottawa, Carter desapareció durante horas. Volvió sonriendo y oliendo a perfume fuerte, con lápiz labial en la quijada.
Kelly se enfadó con él y le preguntó cómo podía ser tan egoísta. Cómo podía pensar siquiera en acostarse con una mujer cuando estaban tan lejos de casa.
Joe no dijo nada. Al menos no en voz alta.
Encendí un cigarrillo cerca de la máquina de hielo. El humo subía en volutas por encima de mi cabeza en forma de niebla azul.
–¿Piensas decirme algo también? –me preguntó Carter después de cerrar la puerta del motel de un portazo.
Resoplé.
–No es asunto mío.
–¿Estás seguro?
Me encogí de hombros.
–Era algo que necesitaba hacer –dijo, apoyándose contra la pared del motel con los ojos cerrados.
–No te pregunté.
–Eres un imbécil, ¿lo sabes?
Expelí humo por la nariz.
–¿Qué quieres que diga? ¿Que tienes razón y que Kelly está equivocado? ¿Que eres un hombre adulto y que puedes hacer lo que quieras? ¿O que Kelly tiene un buen argumento y que deberías pensar con la cabeza y no con el pene? Dímelo, por favor. Dime qué quieres que te diga.
Abrió los ojos. Me recordaron tanto a los de su madre que tuve que apartar la mirada.
–Quiero que digas algo. Cielos. Joe apenas habla. Kelly tiene una de sus malditas rabietas. Y tú estás aquí afuera como si ninguno de nosotros te importara una mierda.
Lo único que quería era fumarme un maldito cigarrillo en silencio. Eso era lo único que pedía.
–No soy tu padre.
Eso no le cayó muy bien. Un gruñido bajo le surgió del pecho.
–No. No lo eres. A él le importábamos.
–Bueno, él no está aquí. Estoy yo.
–¿Por elección? ¿O porque te sientes culpable?
–¿Y por qué demonios tendría que sentirme culpable? –le pregunté, entrecerrando los ojos.
–No lo recuerdo, ¿sabes? –respondió, apartándose de la pared–. Lo que pasó cuando los cazadores vinieron. Era muy pequeño. Pero mi padre me lo contó, porque era mi historia. Me dijo lo que hiciste. Cómo trataste de salvar…
–No –lo interrumpí con frialdad–. No digas una palabra más.
–Es mi historia, Gordo –continuó, sacudiendo la cabeza–. Pero también es la tuya. Te escapaste de ella. De tu compañero. Mark no…
Lo encaré sin pensarlo. Mi pecho chocó contra el suyo, pero no retrocedió. Sus ojos se habían vuelto naranjas, pero sus dientes no despuntaron.
–No me conoces en lo más mínimo. Si lo hicieras, sabrías que yo fui el que se quedó atrás. Fue a mí a quien dejaron en Green Creek cuando tu padre se marchó con la manada. Yo mantuve viva la llama, pero ¿a alguno de ustedes se le ocurrió pensar lo que eso me afectó? No eres más que un niño sumiso que no sabe qué mierda está haciendo.
Me gruñó en la cara.
No moví un músculo.
–Ya basta.
Joe estaba de pie en la puerta abierta de la habitación del motel. Era la primera vez que oíamos su voz en días.
–Estábamos…
–Carter.
Puso los ojos en blanco y me apartó de un empujón. Luego se perdió en la oscuridad.
Nos quedamos escuchando sus pisadas hasta que se desvanecieron.