En vez de eso, le envié un texto a Ox.
Joe está bien. Nos topamos con algunos problemas. Está descansando.
No quería que te preocuparas.
Esa noche, soñé con un lobo café que apretaba su hocico contra mi barbilla.
Un teléfono sonó cuando estábamos en Alaska.
Lo contemplamos sin saber qué hacer. Habían pasado cuatro meses desde que habíamos dejado Green Creek atrás, y no estábamos más cerca de Richard que antes.
Joe tragó al tomar el teléfono desechable del escritorio de otro motel sin nombre en el medio de la nada.
Pensé que ignoraría la llamada.
Pero la atendió.
Todos escuchamos. Cada palabra.
“Tú, maldito cretino” dijo Ox, y deseé con todas mis fuerzas ver su cara. “¡No puedes hacerme esto! ¿Escuchaste? No puedes. ¿Acaso te importamos una mierda? ¿Te importamos? Si te importamos, si alguna parte de ti se preocupa por mí, por nosotros, tendrías que preguntarte si todo esto vale la pena. Si lo que estás haciendo vale la pena. Tu familia te necesita. Maldición, yo te necesito”.
Nadie dijo nada.
“Cretino. Tú, maldito bastardo”.
Joe dejó el teléfono sobre el borde de la cama y se dejó caer de rodillas. Apoyó la barbilla sobre la cama y contempló el teléfono mientras Ox respiraba.
Después de un rato, Kelly se sentó junto a él.
Carter lo imitó, y los tres se quedaron mirando el teléfono y escuchando los sonidos de casa.
Condujimos por una polvorosa carretera secundaria; los campos verdes se extendían alrededor nuestro. Kelly iba al volante. Carter estaba en el asiento del acompañante, la ventanilla baja, los pies sobre el salpicadero. Joe iba atrás conmigo, con la mano colgando fuera y el viento soplándole entre los dedos. La música de la radio sonaba bajito.
Nadie dijo una palabra durante horas.
No sabíamos a dónde estábamos yendo.
No tenía importancia.
Imaginé que pasaba los dedos por una cabeza rapada, que con los pulgares seguía las cejas y la curva de una oreja. Que oía las vibraciones graves del gruñido de un depredador dentro de un pecho fuerte. La sensación de una estatua de piedra minúscula en la mano por primera vez, con su sorprendente peso.
Carter emitió un sonido y se estiró para subir el volumen de la radio. Le sonrió a su hermano. Kelly puso los ojos en blanco pero sonrió en silencio.
La carretera seguía.
Carter fue el primero en empezar a cantar. Desafinaba y era impetuoso, cantaba fuerte cuando no correspondía, y se equivocaba todo el tiempo con las letras.
La primera estrofa la cantó solo.
Kelly se le unió para el estribillo. Su voz era dulce y cálida, y más fuerte de lo que me imaginaba. La canción era más antigua que ellos. La habían aprendido de su madre. Recordé observarla de pequeño, mientras revisaba su colección de discos. Me había sonreído al descubrirme espiando desde una esquina de la casa de la manada. Me había llamado, y cuando estuve junto a ella, me rozó el hombro por un instante.
–Amo la música. A veces, dice cosas que tú no puedes –me dijo.
Miré de reojo a Joe.
Contemplaba maravillado a sus hermanos, animado como nunca lo había visto en semanas.
Carter le echó un vistazo. Sonrió.
–Te sabes la letra. Vamos. Tú puedes.
Pensé que Joe se negaría. Pensé que volvería a mirar por la ventanilla.
Pero cantó con sus hermanos.
En voz baja al principio, un poco tembloroso. Pero a medida que la canción avanzaba, cantó más y más fuerte. Todos lo hicieron, hasta acabar gritándose, felices como nunca desde que el monstruo de su infancia había asomado la cabeza y les había quitado a su padre.
Cantaron.
Rieron.
Aullaron.
Me miraron.
Pensé en un chico con ojos de hielo diciéndome que me amaba, que no quería irse de nuevo, pero que debía hacerlo, que debía, su Alfa se lo exigía, y que volvería a buscarme, Gordo, tienes que creer que volveré por ti. Eres mi compañero, te amo, te amo, te amo.
No podía hacer esto.
Y, en ese momento, Joe puso su mano sobre la mía.
Me la apretó, una sola vez.
–Vamos, Gordo –me animó–. Te sabes la letra. Tú puedes.
Suspiré.
Canté.
Todos estábamos hambrientos como el loooooobo.
Condujimos y condujimos y condujimos.
En los rincones más recónditos de la mente, volví a oírlo. Por primera vez.
Susurraba manada y manada y manada.
Sabía que ocurriría. Cada texto, cada llamada, se volvió más difícil de ignorar. Nos tironeaban hacia casa, eran un peso sobre nuestros hombros. Un recordatorio de todo lo que habíamos dejado atrás. Me di cuenta de lo mucho que afectó a Carter y a Kelly el enterarse de que su madre, por fin, se había transformado en humana de vuelta.
Lo mucho que le pesaba a Joe que Ox hiciera preguntas que no podía responder.
Mark nunca dijo nada.
Pero yo tampoco le decía nada.
Era mejor así.
–Tenemos que deshacernos de los teléfonos –dijo Joe, y no se lo discutí demasiado.
Sus hermanos se resistieron. Era admirable que se opusieran a su Alfa. Me rogaron que le dijera que estaba equivocado. Que había una manera mejor de hacerlo. Pero no lo hice porque ahora soñaba con lobos, con la manada. No sabían lo que yo sabía. No habían visto cómo los cazadores habían llegado a Green Creek sin advertencia, cómo habían llegado a la casa al final del camino para impartir muerte. No nos habíamos dado cuenta. No estábamos preparados. Había visto a Richard Collins caer de rodillas con la sangre de sus seres queridos manchando el suelo a su alrededor. Había echado la cabeza atrás y había chillado su espanto. Y cuando el nuevo Alfa le puso la mano sobre el hombro, Richard había reaccionado.
–No hiciste nada –gruñó–. No hiciste nada para detenerlo. Esto es culpa tuya, tuya.
Así que cuando Joe se volvió hacia mí en búsqueda de validación, le dije que estaba siendo estúpido. Que Ox no entendería, ¿y en serio quería hacerle eso?
Pero eso fue todo.
–Es la única manera –afirmó.
–¿Estás seguro?
–Sí.
–Su