–Me dijo que no confíe en ellos –le dije con una vocecita débil–. En los lobos.
–Es la enfermedad, Gordo. No es ella.
–¿Por qué?
–¿Por qué, qué?
–¿Por qué está enferma?
–A veces sucede –suspiró mi padre.
–¿Se curará?
Jamás me respondió.
–Mi abuelo se volvió loco –me contó Rico–. Completamente del tomate. Me daba golosinas y dinero, y se tiraba muchos pedos.
Tanner le dio un codazo.
–No está loca –afirmó Chris–. Enferma, nada más. Como con la gripe o algo así.
–Sí –murmuró Rico–. La gripe loca.
Los sonidos del comedor resonaban a nuestro alrededor. No había tocado mi almuerzo. No tenía mucha hambre.
–Todo estará bien –me consoló Tanner–. Ya lo verás.
–Sí –confirmó Chris–. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
En medio de la noche, oí que rascaban mi ventana. Debería haber sentido miedo, pero no fue así.
Me levanté de la cama y caminé hacia la ventana.
Mark me observaba desde el otro lado.
Levanté el cristal.
–¿Qué estás…?
Se metió adentro de un salto.
Me tomó de la mano.
Me condujo hacia la cama.
Esa noche dormí con Mark hecho un bollo a mi espalda.
Se llamaba Wendy.
Trabajaba en la biblioteca del pueblo de al lado. Tenía un perro que se llamaba Milo. Vivía en una casa cerca del parque. Sonreía mucho y reía muy fuerte. No sabía nada acerca de lobos ni brujos. Una vez, se marchó durante meses. Nadie me dijo por qué. Pero, eventualmente, regresó.
Era joven y bonita. Y, cuando mi madre la mató por ser el lazo de mi padre, todo cambió.
–¿Qué sucede si pierdes tu lazo? –le pregunté a Abel un día en el que estábamos solos él y yo. A veces, me ponía la mano sobre el hombro cuando caminábamos por el bosque, y yo me sentía en paz–. ¿Si es una sola persona?
No dijo nada por un rato largo. Pensé que no iba a responderme.
–Si es por enfermedad, el lobo o el brujo se pueden preparar. Pueden mantener a raya a su lobo o apuntalar su magia. Pueden buscar a otra persona. O a un concepto. O a una emoción.
–¿Pero si no es así? ¿Y si no puedes prepararte?
Me sonrió desde arriba.
–Así es la vida, Gordo. No puedes prepararte para todo. A veces no lo ves venir para nada. Tienes que hacer el mayor esfuerzo posible para resistir y creer que, algún día, todo estará bien de nuevo.
–Gordo.
Seguía sumido en mis sueños.
–Gordo, vamos, tienes que despertarte. Por favor, por favor, por favor, despiértate.
Abrí los ojos.
Había un destello de naranja en la oscuridad, encima de mí.
–¿Thomas?
–Tienes que escucharme, Gordo. ¿Puedes hacer eso?
Asentí, no sabía si estaba despierto.
–Necesito que seas fuerte. Y valiente. ¿Puedes ser valiente por mí?
Podía, porque un día él sería mi Alfa. Haría cualquier cosa que me pidiera.
–Sí.
Me extendió la mano. Se la tomé y acepté lo que me ofrecía.
Me ayudó a vestirme antes de conducirme por el pasillo de la casa de los Bennett. Mi padre me había dejado allí más temprano. Me había dicho que volvería a buscarme. No sabía cuándo me había quedado dormido.
Había hombres en la casa Bennett. Hombres que no había visto antes. Tenían puestos trajes negros. Eran lobos. Betas. Richard Collins les estaba hablando en voz baja. Elizabeth estaba de pie cerca de Mark. Mark me vio y avanzó hacia mí, pero ella le puso una mano sobre el hombro y lo retuvo.
Abel Bennett estaba junto a la chimenea. Tenía la cabeza inclinada.
Los hombres extraños se callaron cuando Thomas me llevó hacia Abel. Sentía sus ojos clavados en mí, e hice un esfuerzo para no avergonzarme. Esto parecía importante. Más importante que cualquier cosa que hubiera pasado antes.
El fuego crepitaba y crujía.
–He pedido mucho de alguien tan joven –dijo Abel, por fin–. Esperaba que tuviéramos más tiempo. Que nunca surgiera la necesidad, no hasta que Thomas fuera…
Sacudió la cabeza antes de bajar la vista hacia mí. Thomas nunca se apartó de mi lado.
–¿Sabes quién soy, Gordo? –continuó Abel.
–Mi Alfa.
–Sí. Tu Alfa. Pero también soy el Alfa de todos los lobos. Tengo… responsabilidades. Con todas las manadas que existen. Un día, Thomas tendrá las mismas responsabilidades. ¿Lo entiendes?
–Sí.
–Es su vocación, al igual que la mía.
Thomas me apretó el hombro.
–Y tú también tienes una, Gordo. Y me temo que debo pedirte que tomes tu lugar junto a mí hasta el día en el que Thomas asuma su posición legítima como Alfa de todos.
Se me heló la sangre.
–Pero mi padre es…
–Tengo una historia para contarte, Gordo –me interrumpió, y nunca me había parecido tan mayor como ahora–. Una que no deberías tener que oír a tan corta edad. ¿Me escucharás?
–Sí, Alfa –respondí, porque no podía negarle nada.
Entonces, me contó todo.
Acerca de una enfermedad de la mente.
Que podía hacer que las personas hicieran cosas que no querían.
Las hacía perder el control.
Las hacía enojarse.
Las hacía querer lastimar a otra gente.
A mamá se la había mantenido apartada. Hasta que mejorara. Hasta que su mente se aclarara. Pero se había escapado.
Había ido al pueblo de al lado.
Había ido a la casa de una mujer llamada Wendy, una bibliotecaria que vivía cerca del parque.
Una mujer que era el lazo de mi padre.