–Tome el manual de usuario –le indicó Marty–. Más vale que esté en inglés o no valdrá una mierda si el manual de reparaciones que tengo no nos dice nada. Vayamos a mi oficina a echarle un vistazo.
El hombre del traje dejó escapar un resoplido pero hizo lo que Marty le ordenó. Se inclinó dentro del IROC-Z y tomó el manual de la guantera para luego seguir a Marty a la oficina del fondo.
Esta era mi oportunidad. Aquella chica bonita estaba ahí, abierta de par en par. Esperándome. Iba a lubricarla y meterle los dedos, tal como decía mi abuelo.
–Voy a entrar –le susurré a Mark.
–Bueno –respondió en susurros–. Te sigo.
Judas Priest le dio lugar a Black Sabbath cuando entramos. Olía a hombre y a metal, y respiré hondo. El tipo que estaba debajo de la camioneta se movió un poco, pero nada más. Marty y el hombre del traje estaban en la oficina trasera, ocultos detrás de un auto sobre un montacargas. El IROC-Z estaba allí, esperándome. Era una belleza, rojo manzana acaramelada con ribetes negros y llantas plateadas. El hombre del traje no lo merecía.
Me doblé sobre el motor, en búsqueda de algo, de cualquier cosa.
–Luz –mascullé.
–¿Qué?
–Necesito luz. Cuando te pido algo, me lo entregas. Así es como se trabaja en un coche.
–¿Cómo voy a encontrar luz?
–Con los ojos.
Murmuró algo por lo bajo, pero lo ignoré, y contemplé con placer el auto.
–Luz –dijo por fin. Extendí la mano.
Era una linterna pequeña. No era gran cosa, pero serviría.
–Vamos, maldita perra –dije.
–¿Qué? No es necesario que me insultes. Te conseguí lo que querías.
–No tú –aclaré–. Es algo que se hace cuando se trabaja en un automóvil. Los insultas mientras intentas descubrir cuál es el problema. Mi abuelo me enseñó eso.
–Ah. ¿Ayuda?
–Sí, una vez que los has insultado lo suficiente, encuentras la solución.
–No tiene sentido.
–Funciona. Confía en mí.
–Confío en ti –dijo Mark con voz queda, y sentí otro rizo de magia deslizándose por mi piel. Se puso junto a mí y se dobló sobre el motor a mi lado. Su hombro rozaba el mío–. Así que lo insultamos.
–Sí –respondí, sintiéndome ligeramente acalorado–. Quiero decir, eso… sí.
–Bueno. Eh... ¿Imbécil?
–Eres malísimo –me reí.
–¡Nunca lo he hecho antes!
–Malísimo.
–Qué importa. Quiero ver cómo tú lo haces mejor.
Intenté pensar en algo que hubiera dicho el abuelo.
–Vamos, ¡bastarda de porquería! ¡Qué demonios!
–Guau –exclamó Mark–. Eso… ¿tu abuelo te enseñó eso? A mi abuelo le salía vello de las orejas y siempre se olvidaba mi nombre.
–Me enseñó mucho –asentí–. Todo, la verdad. Inténtalo de nuevo.
–Bueno. Déjame pensar. Eh… ¿qué tal “qué te pasa, puta rara”?
Me atraganté.
–Ay, Dios.
–¿Por qué no me cuentas tus secretos, imbécil de mierda?
–No sé por qué te dejé venir conmigo.
–Pedazo de cretino hijo de mil…
Era bueno. Podía reconocerle eso. Pero antes de siquiera pensar en decírselo, lo vi.
–Allí –señalé con la linterna–. ¿Lo ves?
–No veo nada –dijo Mark.
–Está… uf, dame la mano.
Después, mucho, mucho después, pensaría en ese momento. La primera vez que nos tomamos de la mano. La primera vez que nos tocamos voluntariamente. Su mano era más grande que la mía, sus dedos gruesos y redondos. Su piel era más oscura y cálida. Los huesos parecían frágiles y yo conocía a la sangre que vibraba debajo. Mi padre se había asegurado de eso. Yo le pertenecía, y a los Bennett, por lo que había en mi propia sangre.
Pero tenía solo once años. En ese momento no comprendí qué significaba.
Él sí.
Por eso se le cortó la respiración cuando tomé su mano con la mía, por eso por el rabillo de mi ojo vi el destello naranja en la oscuridad debajo del capó. Gruñó un poco, desde lo profundo del pecho y juro que en ese momento el cuervo tomó vuelo. Yo…
–¿Qué demonios creen que están haciendo?
Le solté la mano, sobresaltado por la voz enojada que surgió detrás de nosotros.
Antes de que pudiera darme vuelta por completo, Mark se había puesto delante de mí, cubriéndome con su cuerpo. Me paré de puntillas y espié por encima de su hombro.
Marty estaba allí, colorado y enojado. El hombre del traje estaba confundido, tenía la corbata floja.
–Tú –Marty entrecerró los ojos al verme–. Te conozco. Te he visto antes. Le pertenecías a Donald.
Donald Livingstone. Mi abuelo.
–Sí, señor –respondí, porque de niño aprendí que ser educado con los adultos podía ayudarte a librarte.
–Y tú –le dijo a Mark–. Te he visto siguiendo a este por allí.
–Lo cuido –replicó Mark–. Es mío y debo protegerlo.
Le apreté el hombro. No entendía qué quería decir. Éramos manada, sí, y…
–Chico, me importa un bledo qué haces mientras no lo hagas aquí. Salgan de aquí. No es lugar para…
–¡El electrodo de la bujía! –escupí.
–¿Qué? –Marty se me quedó mirando, parpadeando.
Hice a Mark a un lado. Chilló con furia pero volvió a ponerse junto a mí, sin dejar espacio entre los dos. No tenía tiempo para sus estupideces de lobo. Tenía algo qué decir.
–La luz de advertencia del motor. Es por el electrodo de la bujía. Se ha ensuciado con aceite del motor.
–¿De qué está hablando? –preguntó el hombre del traje–. ¿Quién es el niño?
–El electrodo de la bujía –dijo Marty lentamente–. Conque esas tenemos.
–Sí, sí. Sí, señor. Es eso –asentí furiosamente.
Marty dio un paso hacia mí y, por un instante, pensé que Mark se transformaría en lobo. Pero antes de que pudiera hacerlo, Marty me hizo a un lado y se dobló sobre el IROC-Z.
–Linterna –murmuró, con la mano extendida.
–Linterna –repetí de inmediato, entregándosela.
–Eh –dijo después de un rato–. Mira nada más. No lo debo haber visto. Los ojos ya no son lo que eran. Me estoy volviendo viejo para esta mierda. Chico, ven aquí.
Me acerqué de inmediato. Mark también.
–Exceso