–La inyección de combustible. La manguera, quizás.
–No hay pérdida de combustible –negó Marty–. No hay deterioro.
–¿De qué están hablando? –preguntó el hombre del traje.
–No lo sé –respondió Mark–. Pero Gordo sabe mucho. Más que cualquiera que conozco. Es bueno e inteligente, y huele a tierra y a hojas y…
Me golpeé la cabeza con el capó del automóvil. Gemí al sentir el intenso destello de dolor. Mark estuvo junto a mí en un segundo, con las manos sobre mis hombros.
–¿Podrías dejar de decirle a qué huelo? –siseé entre los dientes apretados–. Suenas tan raro.
Mark me ignoró y tomó mi cara entre sus manos para ladear mi cabeza e inspeccionar lo que asumí sería una herida sangrante que requeriría puntos y que dejaría una cicatriz espantosa que…
–Un pequeño chichón –murmuró en voz baja–. Tienes que tener más cuidado.
Me aparté.
–Bueno, tú tienes que…
–Fácil de arreglar –dijo Marty–. No debería llevarme más de un par de horas, salvo que haga falta pedir alguna pieza. Vaya a tomar una taza de café al restaurante y una porción de pastel.
Por un momento, pareció que el hombre del traje iba a discutirle, pero asintió. Nos miró de reojo a Mark y a mí con curiosidad antes de volverse y salir del taller al sol.
–Gordo, ¿verdad? –dijo Marty, volviéndose hacia mí.
Asentí lentamente.
Se frotó la incipiente barba gris de la barbilla con la mano.
–Donald era un buen hombre. Un hijo de puta testarudo. Hacía trampa en las cartas –sacudió la cabeza–. Lo negaba, pero todos lo sabíamos. Nos habló de ti.
No supe qué responderle, así que me quedé callado.
–¿Te enseñó él?
–Sí. Todo lo que sé.
–¿Cuántos años tienes?
–Quince.
Mark tosió.
Marty resopló.
–¿Quieres probar otra vez?
–Once –respondí, poniendo los ojos en blanco.
–¿Tu papá arregla autos?
–No.
–Bennett, ¿no es cierto? –miró a Mark.
–Sí –respondió él. Marty asintió con lentitud.
–Un grupo extraño.
No dijimos nada porque no había nada para decir.
Marty suspiró.
–Tienes ojo, chico. Te diré una cosa…
–No puedes contárselo a mi padre –le dije a Mark mientras salíamos del taller–. No me dejará volver. Sabes que no.
–¿Esto es lo que quieres? –Mark me miró de reojo.
Sí. Así era. Era lo que necesitaba. No conocía mucho más allá de la vida de la manada. Nada fuera de Chris, Rico y Tanner era solamente mío. A mi padre no le gustaban e incluso intentó prohibir que los viera fuera de la escuela.
Pero mi madre había intervenido, una de las pocas veces que se enfrentó a él. Yo necesitaba normalidad, había dicho. Necesitaba algo más, había agregado. Él no estaba muy feliz al respecto, pero había cedido. Había abrazado a mamá por un largo rato después de eso.
–Sí –afirmé–. Esto es lo que quiero. Es otro secreto. Solo entre tú y yo.
Hizo una mueca con los labios y supe que había ganado.
–Me gusta tener secretos contigo.
Sentí un retorcijón raro en la boca del estómago.
–Lazos –dijo Abel sentado ante el gran escritorio en su oficina. Mi padre estaba junto a la ventana y miraba hacia los árboles. Thomas estaba sentado junto a mí, silencioso y sereno como siempre. Me sentía nervioso porque era la primera vez que se me permitía entrar a la oficina de Abel. Me dolían los brazos por pasar días bajo las agujas de mi padre–. ¿Puedes decirme lo que sabes acerca de ellos?
–Ayudan a que el lobo recuerde que es humano –dije lentamente, no quería equivocarme. Necesitaba que Abel viera que podía confiar en mí–. Evitan que el lobo se pierda en el animal.
–Es cierto –asintió Abel. Extendió las manos sobre el escritorio–. Pero son más que eso. Mucho más.
Miré de reojo a mi padre, pero estaba perdido en lo que fuera que estaba viendo.
–Un lazo es la fuerza detrás del lobo –continuó Abel–. Un sentimiento o una persona o una idea que nos mantiene en contacto con nuestro aspecto humano. Es una canción que nos llama a casa cuando nos hemos transformado. Nos recuerda de dónde venimos. Mi lazo es mi manada. Las personas que cuentan conmigo para que las mantenga a salvo. Para que las proteja de aquellos que nos quieren hacer daño. ¿Entiendes?
Asentí, aunque realmente no lo hacía.
–¿Cuál es el tuyo? –le pregunté a Thomas.
–La manada –me sorprendió.
–¿No es Elizabeth? –pregunté.
–Elizabeth –dijo Thomas con un suspiro, con el tono fascinado que siempre adquiría cuando la mencionaba. O la veía. O estaba junto a ella. O pensaba acerca de su existencia–. Ella… no. Es más que eso para mí.
–Quién lo hubiera dicho –apuntó Abel, secamente y luego agregó–: Los lazos no solo son para los lobos, Gordo. Somos llamados por la luna, y existe magia en eso. Como existe magia en ti.
–Magia de la tierra.
–Sí. Magia de la tierra.
En ese momento me di cuenta de lo que estaba tratando de decirme:
–¿Yo también necesito un lazo? –era un pensamiento inmensamente terrible.
–Aún no –explicó Abel, sentándose más adelante–. Y no por un largo tiempo. Eres joven y recién empiezas. Tus marcas aún no están completas. Hasta que lo estén, no necesitarás uno. Pero algún día, sí.
–No quiero que sea una sola persona –dije.
Mi padre se volvió. Tenía una expresión extraña en el rostro.
–¿Y por qué es eso?
–Porque las personas se marchan –respondí con sinceridad–. Se mudan o se enferman, o se mueren. Si un lobo tiene un lazo, y es una sola persona, y esa persona muere, ¿qué le sucede al lobo?
La única respuesta fue el tic tac del reloj de pared.
Luego, Abel rio y entrecerró los ojos con amabilidad.
–Eres una criatura fascinante. Me alegra mucho conocerte.
–No sabía lo de los lazos –le dije a mi padre cuando dejamos la casa Bennett–. Para los brujos.
–Lo sé. Hay un momento y un lugar para todo.