–¿Quién es tu lazo? ¿Es mamá?
Cerró los ojos y volvió la cara hacia el sol.
–¿Cómo fuiste capaz? –la escuché decir, con la voz tensa y tosca–. ¿Por qué me harías algo así a mí? ¿A nosotros?
–No pedí esto –replicó mi padre–. No pedí nada de esto. No sabía que ella…
–Podría decírselo. Podría decírselo a todo el mundo. Lo que eres. Lo que son ellos.
–Nadie te creería. ¿Y cómo quedarías tú? Pensarán que estás loca. Y actuaría en tu contra. No volverías a ver a Gordo de nuevo. Me aseguraría de ello.
–Sé que me has hecho algo –dijo mi madre–. Sé que has metido mano en mi mente. Sé que has modificado mis recuerdos. Quizás esto no es real. Quizás nada de esto lo sea. Es un sueño, un sueño espantoso del que no puedo despertar. Por favor. Por favor, Robert. Por favor, déjame despertar.
–Catherine, estás… Esto es innecesario. Todo esto. Ella se marchará. Te lo prometo. Hasta que esté hecho. No puedes seguir así. No puedes. Te está matando. Me está matando a mí.
–Como si te importara –exclamó mi madre con amargura–. Como si te importara una mierda cualquier otra cosa que no sea ella…
–Baja la voz
–No lo haré. No seré…
–Catherine.
Las voces se desvanecieron cuando me tapé hasta la cabeza con el edredón.
–Tu madre no se siente bien –explicó mi padre–. Está descansando.
Me quedé mirando la puerta cerrada de su dormitorio por un largo rato.
Me sonrió.
–Estoy bien. Cariño, por supuesto que estoy bien. ¿Cómo es posible que algo esté mal cuando brilla el sol y el cielo está azul? Vayamos de picnic. ¿No suena genial? Tú y yo, Gordo. Haré pequeños emparedados sin la corteza. Ensalada de patatas y galletas de avena. Nos llevaremos una manta y miraremos las nubes. Gordo, seremos nada más que tú y yo y me sentiré más feliz que nunca.
Me imaginé que mentía.
–¡Acelera ese trasero! –me gritó Marty del otro lado del taller–. No te pago nada para que te quedes allí parado con la polla colgando. Muévete, Gordo. Muévete.
–¿Cómo lo supiste? –le pregunté a Thomas cuando tenía doce. Era un domingo y, como era habitual, la manada se había reunido para cenar. Se habían instalado mesas detrás de la casa de los Bennett. Se las había cubierto con manteles de encaje blanco. Había jarrones llenos de flores silvestres, verdes y azules, y violetas, y naranjas.
Abel estaba en el asador, sonriendo ante el bullicio y el ajetreo que lo rodeaba. Los niños se reían. Los adultos sonreían. Se oía música de un estéreo.
Y Elizabeth bailaba. Estaba hermosa. Tenía puesto un lindo vestido de verano, las puntas de los dedos manchadas con pintura. Había pasado la mayor parte del día en su estudio, un lugar al que solo Thomas podía entrar, y solamente cuando ella lo invitaba. Yo no entendía su arte, los manchones de color sobre el lienzo, pero era salvaje y lleno de vida, y me recordaba a correr con los lobos bajo la luna llena.
Pero ahora estaba aquí, meciéndose con la música, el vestido flotando alrededor de sus rodillas mientras giraba en un círculo lento. Tenía los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Se la veía en paz y feliz. Sentí una punzada agridulce en el pecho.
–Lo supe desde la primera vez que la vi –dijo Thomas, sin quitarle los ojos de encima a Elizabeth–. Lo supe porque nadie que hubiera conocido antes me había hecho sentir lo que sentí en ese momento. Era la persona más encantadora que había conocido e incluso entonces supe que iba a amarla. Supe que iba a darle cualquier cosa que quisiera.
–Guau –suspiré.
Thomas rio.
–¿Sabes qué fue lo primero que me dijo?
Negué con la cabeza.
–Me dijo que dejara de olfatearla.
Me lo quedé mirando con la boca abierta.
–No fui muy sutil –se encogió de hombros.
–¿La estabas oliendo? –pregunté, horrorizado.
–No pude evitarlo. Era… ¿Conoces ese momento justo antes de que estalle una tormenta eléctrica? ¿Cuando el cielo está negro y gris, y todo parece eléctrico? ¿Tu piel vibra y se te eriza el vello?
Asentí.
–Así olía ella para mí. Como una tormenta que se avecina.
–Sí –dije, inseguro aún–. Pero tú la estabas olfateando.
–Ya lo entenderás –afirmó Thomas–. Un día. Quizás antes de lo que piensas. Oh, mira. Allí viene mi hermano. Qué coincidencia tan acertada, considerando nuestra charla.
Me di vuelta. Mark Bennett caminaba hacia nosotros con una expresión de determinación en el rostro. Desde el día en que me había seguido a lo de Marty, las cosas eran… menos extrañas. Seguía siendo un poco raro, y le había dicho una y otra vez que no necesitaba que me protegiera, pero no era tan malo como pensaba. Era… agradable. Y parecía que yo le agradaba un montón por razones que no llegaba a entender.
–Thomas –saludó Mark, con la voz un poco entrecortada.
–Mark –replicó Thomas divertido–. Linda corbata. ¿No hace un poco de calor para eso?
Se sonrojó y el rojo se extendió por su cuello y sus mejillas.
–No es… estoy tratando… Cielos, podrías…
–Creo que iré a bailar con Elizabeth –anunció Thomas, dándome una palmada en el hombro–. Sería una pena desperdiciar el momento. ¿No te parece, hermano?
–¿Por qué estás vestido así? –le pregunté.
Tenía puesta una corbata de vestir roja sobre una camisa blanca y pantalones formales. Estaba descalzo, y no pude recordar si ya le había visto los dedos de los pies alguna vez. Los enterraba en la hierba, el verde brillaba contra su piel.
–No, es solo que… –agitó su cabeza–. Porque quería, ¿okey?
–O… Okey –fruncí el ceño–. Pero ¿no tienes calor? –pregunté.
–No.
–Estás sudando.
–No es porque tenga calor.
–Ah. ¿Estás nervioso?
–¿Qué? No. No. No estoy nervioso. ¿Por qué estaría nervioso?
–¿Estás enfermo? –lo examiné con los ojos entrecerrados.
Me gruñó.
Le sonreí.
–Mira –dijo, ronco–. Quería… Okey... ¿Puedo…?
–¿Puedes…?