Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Louis Claude Fillion
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788432151941
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centurión[218] y de la inexplicable incredulidad de sus paisanos de Nazaret[219]. Pero Jesús es hombre al propio tiempo que Dios, y bien pudo admirarse sin menoscabo de su ciencia infinita, al modo que un astrónomo contempla con admiración un nuevo astro cuya aparición había previsto y anunciado largo tiempo atrás.

      A este viso considerada, el alma de Jesús se nos presenta aun más atractiva, pues nuestro análisis nos permite elevarnos a regiones superiores, que, teniendo siempre por guías a los escritores sagrados, vamos a contemplar ahora.

      «Yo soy la luz del mundo», dijo Nuestro Señor[220]. El evangelista San Juan, al recordar las maravillas que tan de cerca había visto, llamaba también a su Maestro con santo alborozo[221] «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo». La inteligencia de Jesucristo era el gran faro de aquella brillante luz que quería irradiar sobre toda la tierra. A la luz que tanto amaba, opuso con frecuencia el Salvador las tinieblas en el sentido propio y en el figurado. Érale duro de entender que alguien pudiese preferir éstas a aquélla[222]. «No hay luz en él», decía con tristeza[223], a propósito de cualquiera que anduviese en tinieblas. Cuando le detuvieron en Getsemaní, llamó a aquella iniquidad obra realizada bajo un impulso tenebroso, el de Satán[224].

      Hemos visto las facultades de Cristo desarrollarse misteriosa y gradualmente durante su infancia y adolescencia. Todo el resto de su vida lleva el sello del entendimiento más abierto, más pronto y más vigoroso que se pueda concebir. Para Él, ningún problema presentaba dificultades. Se cernía sobre todos los horizontes de lo pasado, de lo presente y de lo porvenir. Con harta razón pondera San Bernardo su poder[225]. De igual manera puede celebrarse la perfecta seguridad de su juicio; su apreciación siempre irreprochable acerca de la verdad, de la belleza y del bien en el aspecto moral; su imaginación vivísima, pero dominada, de que sus discursos, y sobre todo sus parábolas, nos dan admirables pruebas; su penetración agudísima y lo que podríamos llamar su «ingenio»; su exactísimo don de observación; su lenguaje, siempre ajustado a su pensamiento; su memoria, tenaz para recordar lo que había visto y fácil para aplicarlo en sazón oportuna.

      Algunos racionalistas se han atrevido a tratar a Jesucristo de «soñador». Soñador nunca; todo lo contrario: pensador activísimo, pensador profundo, que había rumiado mucho tiempo sus grandes ideas antes de lanzarlas al exterior con sus palabras y con su conducta. Pero este pensador no vivía confinado, por decirlo así, en el fondo de su alma y ajeno al mundo exterior. Observaba muy atentamente cuanto pasaba en torno suyo, y lo hacía con espíritu penetrante y delicado, como lo prueban muchos rasgos que a cada momento recuerdan los evangelistas. Algunos de ellos hemos mencionado al indagar cuáles pudieron ser los principales factores de la educación experimental de Jesús, y podríamos llenar páginas enteras. Dondequiera que se hallase, no tenía sino lanzar en torno suyo una de aquellas miradas escudriñadoras a las cuales nada se escapaba; sorprendía hasta los detalles en apariencia más insignificantes. Él sabe lo que pasa en las aguas del lago[226], y en la montaña[227], y en el campo[228], y en las ciudades[229], en las casas de los ricos[230] y en las de los pobres[231], y en otros mil pormenores. Ha observado que un padre de familia que piensa en lo por venir reserva en su tesoro nova et vetera[232], que los soberbios fariseos buscan, en los festines, los puestos más honrosos[233]. Aun prescindiendo de su ciencia divina, que le permitía leer en lo más íntimo de los pensamientos y de los corazones, podía, gracias a este don de observación, aplicar a cada uno el tratamiento moral que mejor le convenía. Bien lo mostró un día en que dio tres respuestas diferentes a tres discípulos, o demasiado ardorosos o demasiado indecisos, que le pedían permiso para seguirle por todas partes[234].

      Era, pues, la inteligencia del Salvador muy penetrante, concreta, minuciosa, casi diríamos realista, en el mejor sentido de esta expresión[235]. ¡Qué cuadros más vivos y encantadores le veremos pintar en sus admirables parábolas! Unas cuantas y sencillas palabras le bastan para describir una escena entera. Por ejemplo, cuando dice a propósito de Juan Bautista[236]: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida del viento? Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre muellemente vestido? Ved que los que visten ropas delicadas habitan en las casas de los reyes.» Todo un cuadro en miniatura esboza también Jesús en este versículo[237]: «No déis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las huellen con sus pies y que, revolviéndose, os desgarren.» He ahí un excelente realismo. Pero apresurémonos a añadir que nunca hubo idealista que sobrepujase a Nuestro Señor. Vino a fundar el más ideal de todos los reinos. A sus humildes discípulos les exige virtudes ideales. ¿Quién como Él ha declarado que el hombre no vive solamente de pan material y que el alimento de los cristianos debe ser ante todo espiritual? Esta facultad de ver y expresar concretamente las cosas contribuyó a hacer de ordinario claras y precisas las enseñanzas de Jesús; mas, sin embargo, érale fácil elevarse a las más altas cimas del pensamiento, como lo muestran sus discursos del cuarto Evangelio, donde expone en lenguaje magnífico las más sublimes virtudes de la nueva religión.

      No menos admirable que la precisión y vigor de su espíritu era su imaginación. De aquí que en su predicación gustase de recurrir tan a menudo a las figuras y que siempre las escogiese hermosas, verdaderas, atractivas. Ellas comunicarán a su lenguaje un sabor, un relieve, un cierto hechizo, a los cuales, humanamente hablando, se debe parte muy notable del éxito de sus predicaciones. Ora acuden espontáneamente a su pensamiento, ora las extrae del recuerdo de lo que ha visto u oído. Aquí es el soplo rápido y misterioso del viento[238], la fuente de agua viva[239], el vaso de agua fresca[240], el labrador que guía el arado[241]; allí, el hombre fuerte y armado que guarda la casa[242], los servidores que, lámpara en mano, esperan la vuelta de su señor, muy adelantada ya la noche[243], el mal rico vestido de púrpura y lino finísimo[244], la vestidura nupcial[245], el ciego que guía a otro ciego[246], los pescadores de hombres[247], la descripción grandiosa del fin de los tiempos[248], los hipócritas semejantes a sepulcros blanqueados[249], la fe que transporta las montañas[250], los cristianos comparados con hombres que llevan su cruz en pos del divino crucificado[251]. Así aparecen los pormenores más sencillos junto a los rasgos más sublimes, comunicándose mutua eficacia. ¡Qué imaginación tan opulenta, y a la vez práctica, resplandece en todo esto! Ella se manifiesta hasta en los sobrenombres pintorescos y perfectamente apropiados que Jesús da a varios de sus discípulos: Cephas, o mejor, Kefa, «Piedra»; Boanerges, «Hijo del Trueno».

      Sus consejos, sus réplicas, sus reproches dan siempre en el hito y llevan el sello de la sabiduría y de la oportunidad. Su vida de misionero, al colocarle en las más diversas situaciones, le ponía en contacto con todas las clases de la sociedad judía y extranjera, de modo que con frecuencia tenía que responder a las preguntas más imprevistas, más delicadas y más embarazosas. Siempre, sin embargo, salió del trance con habilidad que admiraban sus mismos enemigos[252] y que embelesaba a las turbas[253]. Cuando Juan Bautista vacilaba en bautizarle, Jesús se contentó con decirle[254]: «Conviene que cumplamos toda justicia», y cesó la perplejidad. Tres veces seguidas redujo al silencio al demonio tentador con sus respuestas, sacadas de la Escritura[255]. Como los fariseos preguntasen maliciosamente a los primeros discípulos por qué tan poco se preocupaban de las tradiciones relativas a la pureza e impureza legales, el divino Maestro les tapó la boca con argumentos irresistibles[256]. Y lo mismo aconteció en otras muchas ocasiones, en que sus palabras, ya dignas y severas, ya irónicas, ya dulces y apacibles, dirigidas a enemigos o amigos, produjeron asombrosos resultados[257].

      De estas consideraciones claramente se infiere que el Salvador tuvo, pero en soberano grado de perfección, facultades intelectuales análogas a las nuestras, sometidas a las mismas leyes generales que las nuestras, y de las que se sirvió como de preciosos y dóciles instrumentos para el cumplimiento de su misión.

      Seríanos preciso recorrer toda la escala de las virtudes y citar la mayor parte de los Evangelios si quisiéramos poner de relieve una por una todas las cualidades morales del Salvador. Nuestra aspiración es más modesta. Nos proponemos simplemente echar una rápida ojeada sobre sus cualidades más características y señalar algunas de ellas según los Evangelios. Un célebre historiador protestante del siglo XIX, decía de Jesucristo: «Nada ha