Esta inclinación de Jesús hacia los hombres sentía como cierta necesidad de manifestarse a lo exterior, y hacíalo por cuantos medios estaban a su alcance: por milagros, que eran las más de las veces actos de amor; por llamamientos llenos de ternura, como el que nos ha conservado San Mateo[362]; por recomendaciones apremiantes: «Amaos los unos a los otros; amad a vuestros enemigos; sed misericordiosos», etc.[363]; por su compasión hacia todo género de padecimientos. A veces le arrancaba gemidos[364], lágrimas[365] y hasta sollozos[366]. Los evangelistas expresan con frecuencia ese amor por medio de una palabra griega que indica una emoción muy viva[367]. También se manifestó por el generoso perdón otorgado a sus enemigos[368], por su misericordia dulcísima para con los pecadores, y por sus tiernas y celestiales amistades.
Desenvolvamos brevemente estos dos últimos rasgos. Duros y orgullosos, los fariseos y sus discípulos castigaban a cierta especie de ostracismo a determinados pecadores, tales como los publicanos, llegando hasta fijar matemáticamente la distancia a que era preciso apartarse de una mujer de mala vida. No así Jesucristo, cuyo corazón era un abismo de misericordia, y que, venido al mundo precisamente para convertir y salvar las almas culpables, no temía frecuentar el trato con los pecadores, aunque tal conducta escandalizase a sus adversarios, que no desperdiciaban ocasión de reprochársela como un crimen[369]. Diversos incidentes de su vida —su conversación con la Samaritana[370], el episodio de la pecadora[371], el de la mujer adúltera[372], el de Zaqueo[373]— y algunas de sus parábolas —la de la oveja perdida[374] y la del hijo pródigo[375]— son harto significativos y nos descubren el fondo de su corazón. Como ya había profetizado Isaías[376], se guardó bien de romper por completo la caña quebrada y de apagar la mecha que humeaba todavía; mas, al contrario, enderezaba suavemente aquélla y reavivaba la llama de esta otra.
Experiméntase dulce consuelo, alegría profunda al ver que el Corazón de Jesús, no de otra manera que los nuestros, se sentía inclinado y como necesitado a amar más íntimamente, más tiernamente a ciertos grupos, a ciertas personas que tenían título especial a su afección. Entre los grupos citaremos su patria, sus apóstoles, sus discípulos, los niños. Por más que perteneciese a toda la humanidad, como lo indica San Lucas[377] entroncando su genealogía con el padre de todos los hombres, era verdadero hijo de Abraham, y a su patria propiamente dicha, la Palestina, quiso consagrar su ministerio personal. «No he sido enviado —decía[378]— sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel.» ¡Y cómo se compadecía de aquellas pobres ovejas sin pastor![379]. ¡Qué ternura para con Jerusalén, centro y representación de la nación entera, en aquel apóstrofe de tan delicada bondad![380]: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados, cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y tú no quisiste!» ¡Cuánto deseó volverla al buen camino y apartar de ella los terribles males que la aguardan en cercano porvenir![381].
Un día Nuestro Señor, extendiendo sobre sus discípulos su mano bendiciente, pronunció estas amorosas palabras: «He aquí mi madre, y mis hermanos; porque quienquiera que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre»[382]. Con lo cual nos enseñó que cuantos en Él creían ocupaban en su corazón lugar especial y le estaban unidos con lazos tan estrechos como los de la sangre. Sus apóstoles le eran, naturalmente, mucho más queridos aún. Los había elegido para ser sus colaboradores y continuadores de la grande obra de su vida: el establecimiento de su Iglesia. Quiso tenerlos junto así para que, por espacio de casi tres años, compartiesen su vida y sus trabajos, y, como veremos, educó su espíritu con verdadero cariño de madre. En su discurso de despedida les dirá con sinceridad y sencillez conmovedoras: «Como el Padre me ha ha amado, así también yo os he amado... Os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre»[383]. «Habiendo amado a los suyos, había dicho poco antes el evangelista[384], los amó hasta el fin», o aún mejor, «hasta el exceso». En este círculo íntimo de amigos los hubo aún más íntimos —Pedro, Santiago el Mayor y Juan—, que acompañaron al Salvador en especiales circunstancias de su vida[385].
Pero el corazón de Jesús quiso conocer aún más de cerca las delicadezas y santas alegrías de la amistad humana. A las almas más puras, que se le consagraban con generosidad mayor, correspondíalas Él con ternura especialísima. «Dejaba escapar entonces —dice bellamente San Bernardo[386]— toda la suavidad de su corazón; abríase su alma por entero y de ella se esparcía como vapor invisible el más delicado perfume, el perfume de un alma hermosa, de un corazón generoso y noble.» Y Jesús se convertía en amigo incomparable de esas almas, en el amigo más fiel y abnegado de todos.
Célebres son varias de sus amistades. La primera que se viene a la memoria, y por ventura la más tierna, se nos recuerda por aquella expresión, no por discreta menos elocuente, del cuarto Evangelio: «El discípulo a quien Jesús amaba»[387]. ¡Qué tesoro de cariño en esta sencilla frase! Y con ser ya tan expresiva, aún se completa con aquel rasgo inefablemente bello de la última cena: «Uno de sus discípulos, aquél a quien Jesús amaba, estaba recostado sobre el pecho de Jesús»[388], y más todavía con el inolvidable episodio acaecido en el Calvario[389]: «Y como viera Jesús a su madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su Madre: ¡Mujer, he ahí a tu hijo! Después dijo al discípulo: ¡He ahí a tu madre!».
Otra de las amistades del Salvador pónesenos de manifiesto en el amoroso mensaje, confiado y doloroso a un tiempo, de las hermanas de Lázaro: «Señor, mira que aquél a quien amas está enfermo»[390]. Pero no era el resucitado de Betania el único miembro de su familia que gozaba de la simpatía de Cristo; también Marta y María tenían buena parte en ella, como lo indica esta frase tan expresiva del cuarto Evangelio[391]: «Y Jesús amaba a Marta y a María su hermana y a Lázaro.» Esta amistad, cuya intimidad describe San Juan en trazos tan vigorosos como delicados en el capítulo XI de su Evangelio, remontábase ya a fecha no cercana, como se colige de un hermoso episodio referido por San Lucas[392].
También experimentó Jesús la decepción en la amistad. ¿Qué cosa más conmovedora que esta observación de San Marcos, a propósito de aquel joven rico que candorosamente acababa de confesar que había observado con fidelidad los preceptos del Decálogo: «Y Jesús, dirigiéndole una mirada penetrante[393], le amó»? Le amó con tanta fuerza, que hubiera querido tenerle cerca de sí y no separarse más de él. Pero la prueba a que le sometió: «Anda, vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres; después, ven y sígueme», era harto grande para aquella alma imperfecta: «Él, afligido por estas palabras, se fue triste, porque tenía mucha hacienda.» La traición de Judas, la triple negación de Simón Pedro, la fuga de todos los apóstoles en Getsemaní, fueron también dolorosos golpes para el sensible corazón del Maestro.
Acabemos esta enumeración de las amistades del Salvador con una de las más dulces y tiernas: la que dispensó a los niños. Como escribía un pensador del siglo pasado, «casi siente uno tentación de preguntar: ¿Cómo el Dios de la eternidad se abaja a pobres criaturas apenas capaces de entenderle, y por qué estas privilegiadas familiaridades de la Sabiduría eterna? Los doctores nos contestan que la infancia es de ordinario ingenua y candorosa; sus ojos puros y veraces reflejan la sencillez de su alma. Por eso Cristo, que ama la verdad..., gustaba de reunir en torno suyo aquellas caritas llenas de inocencia y sencillez». Más adelante se nos ofrecerá ocasión de citar este rasgo significativo: «Y tomando un niño lo puso en medio de ellos», de los apóstoles, a quienes quería dar una lección de humildad, «y después de haberlo abrazado, les dijo: Quien recibiere a uno de estos niños en mi nombre, a mí recibe»[394]. ¡Con qué afabilidad sale a su defensa contra los mismos apóstoles, que deseando excusar al Maestro lo que ellos consideraban una importunidad,