Vida de Jesucristo. Louis Claude Fillion. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Louis Claude Fillion
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788432151941
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de acabadísimas perfecciones. ¡Qué embeleso y cuán gran provecho hallaríamos en estudiarla detenidamente! Pero fuerza es contentarnos aquí con sumarias indicaciones, deseando que nuestro modesto ensayo abra al lector algún nuevo horizonte.

      En el Cristo, en este nuevo Adán, cabeza de la Humanidad regenerada, la perfección de la vida interior, de la vida moral y espiritual se elevó a alturas que nunca habían sido ni serán jamás alcanzadas. Por donde tenía derecho a decir a sus discípulos de todos los siglos: «¡Seguidme, imitadme!» De igual manera San Pablo, que tan hondo había calado en el alma de Nuestro Señor, podía dirigir a todos los cristianos esta apremiante súplica: Hoc sentite in vobis quod et in Christo Jesu[194]. Todas las perfecciones del alma, del espíritu, del carácter, se reunieron en esta rica naturaleza, que es verdaderamente la obra maestra de Dios en el orden de la creación y del mundo sobrenatural. Así pudo escribir Orígenes, en un movimiento de profunda admiración[195], que Jesús poseía «un alma bienaventurada y excelentísima», en la que todas las facultades humanas se habían desarrollado en altísimo grado y en perfectísimo equilibrio, constituyendo un conjunto divinamente armonioso, maravillosamente completo, donde no era posible descubrir mancha alguna, y ni aun la más ligera imperfección. En los hombres mejores y hasta en los mayores santos existen debilidades morales al lado de las cualidades más preciadas. Tal vez acaece que señorea la sensibilidad a expensas de la voluntad, y tal otra, que el vigor y agilidad del entendimiento van acompañados de sequedad y aun de aspereza. Todos dejan algo que desear. Sólo el alma de Cristo no conoció defectos, ni arrugas, ni inferioridad de ningún género. Una vez más, diremos que en ella imperaba la armonía de todas las virtudes del hombre ideal.

      Por más que los filósofos solamente distinguen hoy en el alma humana dos facultades principales, la inteligencia y la voluntad, nosotros, para mayor claridad, agruparemos en cuatro puntos lo que vamos a decir del alma del Salvador, y trataremos sucesivamente de su sensibilidad, de su inteligencia, de sus cualidades morales y de su voluntad.

      El cuerpo de Nuestro Señor, decíamos, era de una delicadeza extraordinaria, que le hacía sobremanera sensible a los dolores; pero no era su alma ni menos delicada ni menos impresionable. Al repasar los escritos evangélicos obsérvase que experimentó la mayor parte de nuestras afecciones, alegres o tristes, dulces o amargas, pero en especial las dolorosas. A pesar de lo cual, sucediese lo que sucediese, en el fondo de su alma reinaba siempre serenidad y santa alegría. La paz que se complacía en desear a sus apóstoles[196] poseyóla Él plenamente y de continuo. Aunque algunas veces anoten los evangelistas que sintió cierta turbación, le vemos siempre enteramente dueño de sus impresiones[197]. En una circunstancia particular, expresa este hecho San Juan por medio de una locución bien significativa[198]: «Se turbó a sí mismo.» Nunca descubriremos en Él la menor exaltación de la sensibilidad. Sin esfuerzo la somete a regla[199], pues era viril y bien ordenado, como todo su ser. Tanto en el orden de su naturaleza como en el de sus efectos, sus afecciones o «pasiones», como dicen los teólogos, eran siempre nobles y santas.

      Pero volvamos a la admirable serenidad de su espíritu. Era ésta una de sus cualidades más eminentes[200]. Seguro de sí mismo y de su misión, nunca manifiesta ni duda ni embarazo. Va derechamente, sin vacilar, hacia su intento, pues conoce los designios de su Padre celestial, que le trazaba el camino en todas las ocasiones. Nunca tampoco se percibe en Él apresuramiento excesivo, precipitación o agitación impaciente; su tranquilidad es inalterable. Ya pueden hostigarle sus crueles enemigos, que le espían, que de continuo se le atraviesan en el camino, que le acusan, que quieren perderle por todos los medios a su alcance; su apacible serenidad no se turbará un solo momento. Dulcis anima, in pace: esta inscripción de las catacumbas le cuadra a maravilla. Tan entero y constante es su dominio sobre sí mismo, que en cualquier evento sabrá permanecer señor de sus palabras y de sus actos.

      Recuérdese la tempestad del lago de Genesaret, tan violenta que, con haber sido los más de los apóstoles pescadores de profesión y haber experimentado más de una vez el furor de las olas, los hizo temblar. Mientras la tempestad ruge, Él duerme apaciblemente en la popa de la barca, levantada por las olas. Cuando le despiertan sobresaltados sus discípulos, se levanta sin apresuramiento, les reprocha cariñosamente su falta de calma, y después, con majestad divina, pone fin al terrible huracán. ¡Qué contraste![201]. Ni los endemoniados, que le interrumpían sus discursos[202], ni sus adversarios, cuando le insultaban groseramente[203], o cuando llegaban a intentar poner en Él sus manos brutales[204], conseguían hacerle perder su tranquilidad. Si por prudencia ha de ocultarse momentáneamente, pues no tenía derecho a adelantar la hora que su Padre había fijado para su sacrificio, lo hará siempre sin miedo y en perfecta paz[205]. Nadie pudo hacerle perder su sosiego. En medio del peligro y en medio del espanto de sus discípulos, cumple con toda calma su deber actual[206]. Su vida pública estuvo llena de trances difíciles, inquietantes, peligrosos; mas, sin embargo, se deslizó como un río de apacibles aguas que fluye mansamente entre sus orillas sin desbordarse y con todo sosiego se encamina hacia el océano. Nunca pudieron las influencias externas levantar en aquella alma nobilísima agitación alguna que ni de lejos pareciese imperfección o desorden.

      Sin embargo, conoció Jesús en cierta manera emociones fortísimas y dolorosas. Entre los evangelistas, solamente San Marcos le atribuye en términos explícitos un sentimiento de santa ira[207]. Pero en otros varios pasajes vemos a Jesús entregar su alma a una verdadera indignación, bajo cuyo impulso pronuncia palabras vehementes o terribles amenazas[208] y hasta llega a actos de abierta represión[209]. Ello era efecto de su ardiente celo por la gloria de Dios, del odio que tenía al pecado, a la hipocresía y aun a simples imperfecciones, cuando las veía en sus discípulos, a tan alta santidad llamados. Por lo demás, siempre que permite a las emociones apoderarse de su alma por unos instantes, lo hace libremente y nunca en interés personal. No le conmovían, pues, contra su voluntad, como a nosotros suele acontecernos; las tenía siempre bajo su eficaz vigilancia. Experimentó también el Salvador, sobre todo en Getsemaní y en el Calvario, el temor que deprime, el horror que estruja el corazón, la tristeza y desgana engendradoras de desaliento. ¡Qué angustia en este la mento que un día se escapa de sus labios: «Mi alma está triste hasta la muerte»![210]. Los escritores sagrados expresan con verbos enérgicos estas punzantes emociones: Coepit contristari et moestus esse [211]; coepit pavere et taedere[212]; factus in agonia [213]. Y poco antes de expirar, la augusta víctima exhaló hacia el cielo este grito angustioso, que revela un terrible sufrimiento: Eli, Eli, lamma sabachtani?, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»[214].

      Han tenido algunos a Nuestro Señor por hombre melancólico, de rostro siempre sombrío; tal opinión carece de fundamento en los Evangelios. Conoció, sin duda, horas de profunda tristeza, y la clarísima visión que sin cesar tenía ante sus ojos de la ingratitud y endurecimiento de la mayor parte de su pueblo, en primer lugar, y después del mundo entero, así como también la cobardía y desmayo de sus más íntimos amigos, debió de flotar frecuentemente sobre su espíritu como densa nube. Pero no debemos olvidar que su alma, hipostáticamente unida a la divinidad, poseía habitualmente la plenitud de la bienaventuranza. Nos es difícil imaginarle riendo a carcajadas, mostrando ruidosa alegría; pero bien podemos creer que una celestial sonrisa iluminaría muy a menudo su rostro. Los esplendores de la Naturaleza animada e inanimada, las flores, los niños, las almas puras y, en un orden superior, las dulzuras de la amistad, la certidumbre de la dicha eterna que traía a tantas almas, eran ciertamente para Él manantiales de dulces y santas alegrías. ¿No dijo un día que no era conveniente que sus discípulos se entregasen al ayuno y a la tristeza, en tanto que Él estuviese con ellos? Estas palabras no dan a entender una naturaleza melancólica y sombría[215]. Pero aún hay más. Refiere San Lucas[216] que cuando los setenta y dos discípulos, a quienes Jesús enviara a anunciar la buena nueva, volvieron a juntarse con Él y le dieron cuenta del buen éxito de su predicación, su alma se desbordó de santa alegría. ¡Y qué alegría más profunda también en aquellas palabras que nos permiten leer en el alma del Salvador las más brillantes esperanzas para el porvenir: «Cuando yo fuere alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo!»[217].

      Después de lo dicho acerca de la ciencia infusa del Verbo encarnado, no era de esperar ciertamente descubrir entre sus sentimientos el de la admiración, el del