Pero otras veces era su amor al recogimiento y soledad lo que le llevaba a retirarse de las turbas, aunque sólo fuese por horas, ya solo[316], ya con sus apóstoles[317]. En el retiro, donde a menudo le veremos entregado a prolongadas oraciones, cobraba su alma nuevas fuerzas. Aprovechaba también estos retiros para educar más holgadamente a los Doce. Es muy significativa en este punto una locución usada por San Lucas[318], pues denota una costumbre propiamente dicha. Varios de los más importantes misterios de la vida de Cristo, como el bautismo, las tentaciones, la agonía de Getsemaní, tuvieron lugar en sitios más o menos solitarios. Y a este amor al retiro asoció siempre Jesús grande amor al silencio, aun en aquellos períodos en que había de multiplicar sus discursos. El Verbum silens de la vida oculta guardó hasta el fin sus hábitos de silencio, y ni una palabra ociosa brotó jamás de sus labios.
Réstanos, por fin, considerar en el temperamento moral del Salvador dos cualidades de orden general: la sencillez y la serenidad, en las que no se ha parado bastante la atención. Nada menos complicado que su carácter, recto y franco. Sus palabras, aun siendo muy de notar desde muchos puntos de vista, carecen de afeites y aderezos que puedan falsear el sentido; son siempre límpidas, como su alma. Lo mismo para con sus enemigos que para con sus amigos procede siempre con lealtad perfecta; así se comprende el horror que le causaba la hipocresía de los fariseos y de los escribas, contra la que no cesaba de protestar[319]. Hubieron de reconocer, como por fuerza, esta sinceridad aquellos taimados que cierto día le dirigieron este interesado elogio[320]: «Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios en verdad sin preocuparte de personas.» Publicó la verdad con celo infatigable, y así pudo, con pleno derecho, decir a Pilato[321] que había venido a dar testimonio de la verdad. Esta verdad hubo de promulgarla bajo formas nuevas, delicadas, difíciles de expresar y de dar a entender; fuele preciso levantarse contra un sistema religioso cuyo tiempo había pasado ya, y contra prejuicios inveterados; tuvo que reformar a un pueblo sometido a la nefasta influencia de hombres poderosos, enseñar dogmas revelados, establecer su propia misión sobre las ruinas de lo pasado; pero su rectitud y su sencillez se juntaron a su valor, y sin dejarse intimidar hizo oír en toda la Palestina el Evangelio del reino de los cielos, y lo que es más, consiguió que lo aceptasen muchos de sus compatriotas. Despreciando la vana y nociva popularidad, siguió derechamente su camino, como caballero sin miedo y sin tacha, atacando el error y el mal dondequiera que los halló. Como dijo San Pedro[322], citando a Isaías[323]: Non inventus est dolus in ore ejus, nadie pudo hallar en sus labios ni palabra mentirosa, ni aserción hecha a la ligera, ni la más leve adulación.
En este carácter tan noble y tan santo se descubre también, con agradable sorpresa, toda una serie de contrastes, cuyo conjunto equivale a una nueva perfección. Son aspectos diversos de su rica naturaleza. Júntanse en ella la dulzura con la energía, la bondad con una justa severidad. La soberana humildad de Jesús se compadece con la noble altivez que hace, a veces, estallar su indignación. Tiernamente afectuoso, rompe los lazos más íntimos y estrechos cuando se atraviesan en el camino del deber. Habiendo nacido señor y dueño, se hace servidor de todos con gracia que cautiva. Es su valor superior al de los héroes, y llega hasta a turbarse. Sumiso a la autoridad, obra con independencia; pacífico, trae la guerra. Desconfía de los hombres, cuya voluntad conoce, y los ama hasta morir por ellos en una cruz. Quiere que se acate aún la ley mosaica, y da recios golpes a las tradiciones que pretenden explicarla y completarla. Busca la soledad y frecuenta el mundo. Su vida de rigurosa mortificación no le es obstáculo para asistir, sin hacerse de rogar, a grandes festines. Queriendo atraer a todos hacia sí, despide con una palabra a quienes vacilan en seguirle. Desasido de todo, exige que todo se abandone para unirse a su persona. Es contemplativo y a la par hombre de acción. ¿Será preciso advertir que no existe el más ligero conflicto entre estas diferentes virtudes, que en Él forman un conjunto delicadamente armónico? Como escribe San Juan al principio de su Evangelio[324], poseía la «plenitud» de las virtudes humanas, al mismo tiempo que la plenitud de la gracia divina. En fin, mientras en la mayoría de los hombres eminentes se desenvuelve una cualidad a expensas de otras —por ejemplo: la inteligencia en detrimento del corazón, o recíprocamente—, las cualidades morales del Salvador, después de haberse desenvuelto simultáneamente sin dañarse unas a otras, se manifestaban en sazón oportuna del modo más normal, sin causarse nunca mutuo perjuicio. Resulta, pues, de todos estos contrastes una concertada multiplicidad de dones y virtudes de Nuestro Señor Jesucristo.
d) La voluntad humana y el Sagrado Corazón de Jesús
Una vez que el Verbo quiso revestirse de nuestra naturaleza, era consiguiente que tuviese también una voluntad humana enteramente dis- tinta de su voluntad divina. Los Evangelios no consienten duda alguna sobre este punto, que, por lo demás, ha sido definido por la Iglesia[325]para poner fin a una controversia dolorosamente célebre. El mismo Jesús habla de su voluntad humana en términos clarísimos. «Yo he descendido del cielo —dice[326]—, no para hacer mi voluntad, sino la de Aquél que me envió.» Lo mismo afirma en su generosa oración de Getsemaní: «Pa- dre mío, si es posible, pase de mí este cáliz. Mas no sea como yo quiero, sino como quieres Tú»[327]. Evidentemente, la voluntad divina de Jesús era la misma de su Padre; así es que, durante aquella hora de punzante angustia, hubo como un conato de lucha entre ella y su voluntad humana, lucha rápida, que no podía terminar sino con el triunfo completo del querer divino. El Salvador hubiera podido exclamar entonces, como en otra ocasión anterior: «Sí, Padre, porque es tu agrado»[328].
La voluntad es el yo en lo que tiene de más profundo, de más verdadero, de más levantado en el hombre. Ella desempeña un papel preponderante en la formación del carácter y, en general, en la historia de cada individuo. Que durante toda su existencia terrestre fue la voluntad del Salvador soberanamente perfecta, bien así como todas las otras cualidades de su alma, es cosa tan patente que no juzgamos preciso insistir sobre ella.
Las palabras que acabamos de citar nos revelan en Él una sumisión enteramente rendida a los designios de su Padre, cualesquiera que fuesen los sacrificios que le exigía. El cuarto Evangelio contiene otros dichos que atestiguan esta perfecta conformidad de la