En la voluntad humana de Jesús tenemos que admirar en segundo lugar su energía incomparable. Continuos obstáculos se levantan ante los hombres más resueltos cuando se deciden a llevar vida perfecta, o simplemente a dejar el ancho camino para seguir la áspera senda de la virtud ordinaria[334]. Cierto que Jesús, para permanecer fiel al deber, no tuvo que luchar ni contra el orgullo, ni contra la concupiscencia, ni contra las debilidades morales que en nosotros enturbian la inteligencia, entorpecen la voluntad, debilitan la energía; pero tuvo, cuando menos, que hacer a cada instante actos de voluntad. En una u otra forma nunca dejó de repetir, con su conducta y con sus palabras, su generoso Ita, Pater. Cuán entera fuese la voluntad de Cristo, lo aprendió Satanás, a su propia costa, cuando se atrevió a tentarle por tres veces; lo experimentó también Simón Pedro, cuando quiso desviar a su Maestro del camino del deber[335]; lo comprobaron asimismo los «hermanos» de Jesús, cuando pretendieron imponerle un plan que no era el de Dios[336]. Igualmente invencible le hallaron sus enemigos, sus jueces y sus verdugos. Ningún poder fue bastante, no diremos para arrastrarle fuera de su camino, sino para imponerle la más ligera modificación en el cumplimiento de los designios de la Providencia[337]. De este modo realizaba el retrato que de Él había trazado el profeta Isaías[338]: «El Señor es mi auxiliador, por eso no he sido confundido; puse mi rostro como piedra durísima, y sé que no seré confundido.» He aquí por qué, al acercarse su pasión, con ardor que los apóstoles eran incapaces de penetrar, se fue hacia Jerusalén, la ciudad «que mata a los profetas»[339], y que era como la ciudadela de sus más encarnizados enemigos, imitando en esto la proverbial valentía de David, su antepasado. Héroe tan valeroso nunca lo ha vuelto a ver la tierra.
«Querer es poder», se ha dicho. Pero, considerando la voluntad humana en otro aspecto, puede añadirse: «Querer es amar.» Esta transición nos conduce al Sagrado Corazón de Jesús. La liturgia pondera sus «riquezas impenetrables»[340], y los teólogos místicos se han esforzado en desenvolver idea tan verdadera y tan hermosa. Un gran pensador ha podido decir que él no permitía a su inteligencia ahogar los sentimientos de su corazón. Por lo que respecta a Jesús, ni la superioridad de sus facultades intelectuales, ni las constantes preocupaciones de su celo, ni la fidelidad en el cumplimiento de la voluntad del Padre, fueron parte a aminorar la fuerza y suavidad de sus santas afecciones.
Desde el punto de vista moral, el corazón humano es justamente considerado como símbolo del amor. Está hecho ante todo para amar, y cuando ama ordenadamente es una de nuestras más hermosas facultades. Hablar, pues, del corazón de Jesús según los Evangelios es querer penetrar cuanto sea posible en este santuario e intentar descubrir cuáles fueron en su vida mortal sus afectos y sus móviles. Nunca, seguramente, ha latido en pecho humano corazón más perfecto, y es evidente que todas sus inclinaciones participaron de esta perfección. En el libro de los Cantares[341] leemos esta profunda sentencia: «Ordenó en mí la caridad.» Ni por un solo instante dejó de reinar en el corazón del divino Maestro un orden envidiable para mantener en rigurosa disciplina todos los afectos de su alma.
Al escuchar después la predicación de Jesús veremos el lugar eminente que en ella ocupan el amor de Dios y el amor del prójimo. Pero este doble amor tuvo en su corazón y en sus actos lugar todavía más grande que en sus palabras. Bien podemos decir que el amor de Dios fue siempre como la pasión dominante de su alma, la función esencial de su corazón, el hogar donde constantemente se avivaba su celo. Los hombres más santos se percatan de que su amor hacia Dios es muy imperfecto, y de que no puede llegar ni en extensión ni en intensidad a la medida que exigirían las perfecciones de su objeto, ni corresponder al ardor de sus propios deseos. Jesús, por el contrario, amaba verdaderamente a Dios «con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente»[342], y este amor sin tasa daba impulso a toda su vida.
Ante todo, el amor de Jesús era un sentimiento filial, de poder y suavidad indecibles. Su Padre celestial le dijo el día de su bautismo: «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien me he complacido»[343], y su corazón de Hijo único respondió con ternura incomparable: Abba, «Padre»[344], nombre dulcísimo que tenía siempre en su corazón y con frecuencia en sus labios[345]. ¡Con qué suavidad no pronunciaría estas sencillas palabras: «¡Padre mío!» Su amor filial resuena en todas sus palabras, resplandece en todos sus actos. Se lo siente palpitar en todas las descripciones que acá y allá hace de Dios, a quien se complace en representar como el mejor y el más misericordioso de los padres[346]. Lo manifestó sobre todo, decíamos poco ha, por su entera obediencia a las órdenes divinas, pues, según un dicho célebre, idem velle, idem nolle, ea firma amicitia est[347]. Y, sin embargo, hemos visto también que su Padre no le perdonó padecimientos y que Él hubo de aprender por penosa experiencia cuánto cuesta a veces obedecer sin reserva[348].
Manifestaba también Jesús su amor filial por una unión íntima, continua. Pensaba constantemente en Dios, vivía constantemente en Dios, tenía una sed insaciable de Dios, y con más verdad aún que el Salmista desterrado lejos del Tabernáculo, podía decir: «A la manera que el ciervo desea las corrientes de las aguas, así te desea el alma mía, oh Dios»[349]. De ahí aquellas plegarias frecuentes y rebosantes de amor que mencionan los evangelistas[350].
En fin, manifestábase su sentimiento filial por una confianza inquebrantable, que jamás padeció eclipse, ni aun cuando en la cruz, donde su vida se escapaba hilo a hilo juntamente con su sangre, parecía que su Padre le había abandonado, pues apenas habían exhalado sus labios aquel doloroso lamento: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»[351], añade con dulzura: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»[352]. Esta misma absoluta confianza fue la que le hizo decir en Getsemaní: «Padre, todas las cosas te son posibles»[353], y en el momento en que iba a resucitar a Lázaro[354]: «Padre, yo bien sé que siempre me escuchas.» Ella, por último, se desborda en su plegaria sacerdotal[355], que si es canto de amor y de triunfo, no lo es menos de confianza.
En este amor de Jesucristo hacia su Padre celestial es donde ha de buscarse el secreto de aquella fuerza heroica que en Él hemos admirado. De ese sentimiento, el más elevado y puro de cuantos pueden mover al alma humana, nacen el propio olvido, la abnegación desinteresada, los sacrificios generosos, la donación de sí mismo entera e irrevocable: virtudes que en grado supremo practicó el Salvador.
Pero su amor hacia Dios no bastará a su grande corazón. ¿No dijo que el segundo precepto del Decálogo, «amarás a tu prójimo como a ti mismo», es «semejante al primero»?[356]. Y tanta importancia le dio, con tanto vigor lo promulgó, que vino a ser su mandamiento por excelencia: Hoc est praeceptum meum, ut diligatis ínvicem. A lo que, juntando siempre el ejemplo con el mandato, añadió: Sicut dilexi vos[357]. Esa «filantropía de Nuestro Salvador», como San Pablo la llama[358], se nos ha mostrado ya en una de sus formas más atractivas, en el misterio de la Encarnación, y durante su vida pública tendremos cada día pruebas reiteradas de este «amor de Cristo que sobrepuja a toda ciencia»[359]. Pero, según Él mismo dijo, será su dolorosa pasión donde con mayor evidencia y fuerza se manifieste, pues «no hay amor más grande que el de quien da la vida por sus amigos»[360], y al buen pastor en su abnegación sin tasa, que le hace sacrificar la vida por sus ovejas[361], se le reconoce. Por eso, aunque la sagrada imagen de su Corazón, del cual brotan llamas de ardiente caridad, sea excelente emblema