No intentamos describir minuciosamente la triste situación del Estado judío desde esta primera intervención de Roma hasta la de César, el año 47 antes de J. C. El país fue abrumado de impuestos y destrozado otra vez por la guerra civil, porque la familia de Aristóbulo II se sublevó contra Hircano, a quien hubo de defender Gabinio, procónsul de Siria. Entretanto, Antípater, viendo que todas sus esperanzas estaban en los romanos, procuró, sin abandonar completamente a Hircano, granjearse su favor. Su buen olfato le ayudaba a distinguir, entre los ilustres personajes que se disputaban entonces el poderío en Roma, quiénes tenían mayores probabilidades de buen suceso. Se inclinaba hacia ellos, les prestaba socorros oportunos, halagábalos, y de todos estos manejos sacaba provecho, tanto para sí como para sus hijos. Esto le valió que César, al mismo tiempo que daba a Hircano II el título de etnarca, le nombrase a él gobernador de la Judea.
Éste murió envenenado (43 a. de J. C.), pero de los dos hijos que dejara, uno fue nombrado por los romanos gobernador de Jerusalén, y el segundo, Herodes, administrador de Galilea. Ambos, pues, iban camino de la fortuna. Algún tiempo más tarde Herodes fue puesto al frente de las tropas romanas de Celesiria y después, lo mismo que su hermano, elevado a la dignidad de tetrarca. Pero estuvo a punto de perderlo todo en el instante mismo en que se abría ancho campo a su ambición. Porque, habiendo logrado apoderarse momentáneamente del poder los últimos vástagos de la familia de los Macabeos, el riesgo de Herodes fue inminente. Consiguió, sin embargo, escapar y marchó a Roma para defender su causa ante Antonio y Octavio. Coronó sus gestiones un éxito feliz, pues un Senado-consulto le nombró rey de los judíos (40 a. de J. C.). Sólo que tenía que empezar por conquistar su reino, donde sus enemigos estaban bien organizados. En efecto, a pesar de las muchas señales de decadencia que se veían en los últimos príncipes Asmoneos, y a despecho de las disensiones sangrientas que no cesaban de fomentar en el país, el pueblo les quería y estaba orgulloso de ellos, a causa de su noble sangre, en tanto que Herodes, idumeo de nacimiento, era mirado como intruso en el trono de Israel, o a lo sumo como medio judío —es la expresión de que se sirve Josefo[3]—. Por tanto, aunque auxiliado por los romanos, tardó tres años en adueñarse de Palestina, comenzando por Jaffa y Galilea. Por fin, el año 37, tras un corto asedio, entró en Jerusalén, donde satisfizo fríamente sus ansias de venganza, haciendo degollar considerable número de personajes adictos a la familia de los Macabeos.
No nos detendremos en referir los acontecimientos de su largo reinado de treinta y siete años (40-4 a. J. C.). Bastará indicar sus líneas generales y trazar brevemente el retrato moral de este hombre, bajo cuyo gobierno vino el Salvador al mundo, y cuya estirpe gobernó la Palestina, en todo o en parte, durante más de un siglo.
Los historiadores dividen ordinariamente su reinado en tres períodos. Consagró el primero a consolidar su trono (37-25 a. J. C.), ya esforzándose en ganar cada vez más la amistad de los romanos, y en particular la de Octavio, hecho emperador bajo el nombre de Augusto (30 a. J. C.), ya haciendo desaparecer sucesivamente, sin sombra de escrúpulos, varios de los miembros que aún vivían de la familia de los Asmoneos, cuyo poder y manejos con razón temía. Entre éstos hay que contar en primer lugar a su mujer Mariamme, nieta de Hircano, a quien amaba con pasión, y con la que se casó esperando que tal unión le atrajese los amigos de esta poderosa dinastía; luego a su cuñado Antígono; después a su suegra Alejandra y al viejo Hircano II. La segunda parte de su reinado (25-13 a. J. C.) fue un período de gran prosperidad. Entregándose de lleno a sus instintos de magnificencia, construyó o agrandó y embelleció varias ciudades importantes en distintos puntos de Palestina, entre otras, Cesarea marítima, donde hizo un puerto notable; en Samaria, la antigua capital de las tribus cismáticas, a la que llamó Sebaste, en honor de Augusto; Jericó, en el valle del Jordán. En Jerusalén y en otras partes construyó palacios, fortalezas y diversos edificios. Sus últimos años fueron una serie de disensiones domésticas, de bajas y sangrientas intrigas, como siempre ha ocurrido en las cortes orientales.
Si Herodes se mostró orgulloso de seguir las huellas de Salomón, reedificando el Templo de Jerusalén, también siguió su ejemplo en la poligamia. Tuvo hasta diez mujeres, de las que nueve vivieron simultáneamente con él. De ellas tuvo ocho hijos y seis hijas. Entre su hermana Salomé, que le era sumamente afecta, y los dos hijos que tuvo de Mariamme, estallaron terribles disensiones, que sólo terminaron con la muerte de los dos jóvenes, a quienes su padre mandó estrangular en Sebaste (7 a. J. C.).
Durante el reinado de Herodes hubo, en general, paz con el exterior. Algunas luchas con los árabes, hábil y vigorosamente dirigidas por el monarca, redundaron en su gloria y provecho. Hacia el año 23 el emperador Augusto entregó al territorio de Herodes las provincias de la Traconítide, la Auranítide y la Batanea, situadas al Norte de Palestina. Hacía tiempo que, con medidas enérgicas, había conseguido limpiar el primero de estos distritos de los salteadores que allí se habían establecido.
Adivínase por esta breve reseña que la conducta de Herodes fue casi siempre contraria a las preferencias políticas y a los sentimientos religiosos de la mayoría de sus súbditos. Esta oposición fue en muchas ocasiones voluntaria y deliberada. Cierto es que, apoyado en Roma, logró redondear sus estados, vencer más fácilmente a sus enemigos y poner a Palestina en estado floreciente; pero al mismo tiempo provocó el descontento casi general de los judíos, que, en su orgullo teocrático, detestaban con razón a la gran capital pagana, no queriendo tolerar su injerencia, ni aun indirecta, en asuntos judíos. En efecto, estaba muy a la vista de todos que Herodes, a pesar de sus aires de independencia, no era sino vasallo de los romanos. No se recataban tampoco de reprochar al rey con chistes mortificantes su origen idumeo. Menos aún le perdonaban su intromisión en el trono y su feroz crueldad con los herederos legítimos. También había causado indignación general el que tratase durísimamente, al principio de su reinado, a la aristocracia sacerdotal y que privase al sanedrín de toda su influencia. Los Esenios y gran número de fariseos rehusaron por este motivo prestarle juramento de obediencia.
Desde el punto de vista religioso, todo induce a creer que era completamente escéptico y sin fe ninguna. Su celo por el Templo fue principalmente deseo de ostentación. Y aun en esto mismo, si bien causó alegría a los verdaderos creyentes, que eran la mayoría de los miembros de la nación, halló manera de herirles vivamente en su amor propio, colocando en honor de los romanos un águila de oro sobre la puerta principal del santuario. Dio además rienda suelta a sus inclinaciones paganas y a su admiración por la civilización griega, construyendo en varias ciudades de Palestina y hasta en la misma Jerusalén, teatros e hipódromos, que irritaban vivamente a los judíos. Llegó hasta a construir templos dedicados a Augusto y a Roma.
Se comprende que tal conducta, de la que blasonaba sin rebozo, enajenase a Herodes, desde el principio de su reinado, el afecto de la mayoría de sus súbditos y que les hiciese echar en olvido algunos actos de personal generosidad: entre otros, el sacrificio que hiciera del oro y plata de su palacio, para comprar trigo para el pueblo en tiempo de hambre, y también el haber conseguido de Roma varias ventajas para el pueblo judío.
Dotado Herodes de constitución física muy robusta, poseía igualmente gran energía de carácter. Por desgracia, empleó este vigor principalmente en su propio interés, así en alcanzar el poder como en permanecer en él. Si fue hábil, puso también al servicio de su habilidad una astucia mezclada de crueldad sin ninguna compasión, que se sació en torrentes de sangre desde los primeros hasta los postreros días de su reinado. Según hemos visto, ninguna consideración de familia le contenía cuando su ambición, excesivamente recelosa, le hacía ver, con razón o sin ella, a algún rival peligroso para la solidez de su trono. El Evangelio nos presentará otro ejemplo no menos horrible de esta crueldad proverbial. Hacia el fin de su vida, habiendo los discípulos de dos rabinos muy populares en Jerusalén arrancado el águila de oro de que antes hemos hablado, mandó quemar a cuarenta y dos de ellos, juntamente con sus maestros. En su lecho de agonía, sintiéndose odiado de todos y pensando en el regocijo que causaría la noticia de su muerte, mandó reunir en el hipódromo de Jericó a los hombres más notables del país y ordenó degollarlos apenas hubiera exhalado su último suspiro; de esta suerte su muerte