Lo que primeramente nos sorprende, desde lo alto de nuestro observatorio, es la situación topográfica de la ciudad. A pesar de los cambios y revoluciones que se han sucedido desde hace veinte siglos, un ojo experto no tarda en reconocer el esqueleto geológico verdaderamente notable del terreno sobre el que está construida la ciudad de Jerusalén. Por tres lados, al Este, al Sur y, en gran parte, al Oeste, la meseta que la sirve de base está rodeada de un profundo barranco, al que en otro tiempo se llamaba, en su parte oriental, valle del Cedrón, y en las otras dos direcciones, valle de Hinnón. El valle del Cedrón atrae particularmente nuestras miradas por su forma característica. Estas dos enormes fosas bajan, tanto la una como la otra, en rápida pendiente hacia su unión, en el ángulo Sudeste, cerca de la antigua fuente de Rogel, para precipitarse después hasta el mar Muerto, a través de un horrible desierto. Así es que la ciudad parece adelantarse como sobre un promontorio.
Llama también la atención del observador el marcadísimo relieve del interior de la ciudad. Y con todo, en alguno que otro lugar, las depresiones y elevaciones del terreno han sido notablemente atenuadas, o han desaparecido del todo, a consecuencia de tantos asedios —se cuentan hasta diecisiete—, que han acumulado ruinas sobre ruinas. En más de un sitio hace falta desescombrar hasta la profundidad de diez, veinte y aún más metros para llegar hasta el suelo de la ciudad de David, y aun de la de Herodes. Las calles van y vienen en todos sentidos, estrechas y torcidas las más de las veces, ya subiendo, ya bajando como por capricho.
Aunque disimulada en parte por los escombros de tantos siglos, una depresión, fácil de comprobar, se abre en el interior de la ciudad, a distancia aproximadamente igual de los dos grandes valles exteriores. Partiendo del Norte de la ciudad, se dirige, por el Sur-Sudoeste, al encuentro del Cedrón..., trazando así en toda la longitud de la meseta una línea de demarcación precisa entre las dos partes, oriental y occidental. Actualmente la denominan el-Wady (el valle) por excelencia. De este modo Jerusalén queda partida de un modo natural en dos macizos de configuración diferente, pero estrechamente coordinados.
Por su situación, la Ciudad Santa es una ciudad de montañas, como lo notaron el salmista[69] y otros escritores sagrados. En el mismo sentido decía Isaías[70]: «Será establecido el monte de la casa del Señor en la cumbre de los montes, y se elevará sobre los collados.» Esta descripción es rigurosamente exacta, pues aunque Jerusalén esté edificada en la arista central de que se ha hablado antes, casi por todos lados está rodeada de montañas. Una, sin embargo, hay en sus contornos que la sobrepuja en elevación: el Monte de los Olivos, que cierra totalmente el horizonte por el lado oriental. La colina llamada de Sión es el punto culminante de la ciudad; cuenta 775 metros de altura sobre el nivel del mar.
Los muros almenados, provistos de torres y bastiones que constituyen alrededor de la ciudad un recinto como de cinco kilómetros, merecen también especial mención. Su forma actual se remonta a los tiempos de Solimán II (1520-1596). El día de hoy serían débil barrera para detener al enemigo que fuese a sitiar a Jerusalén; cuando menos forman en torno de ella un cinturón pintoresco, y han bastado durante largo tiempo para defenderla contra las incursiones de los árabes. Siete puertas en los muros —tres al Norte, una al Este, una al Oeste y dos al Sur— dan entrada a la ciudad. En la época de Nuestro Señor las murallas tenían extensión menos considerable, pues no incluían ni el Gólgota ni los terrenos colindantes. Entre las torres, cuyo número, según cuentan, ascendía a ciento, había muchas que se levantaban muy por encima de las otras construcciones e imprimían al ángulo Nordeste ese sello particular que ha conservado hasta hoy. Allí construyó Herodes el Grande tres, que llevaban los nombres de Mariamme, de Fasael y de Hípico. En su emplazamiento está ahora la Qalá’ah o «ciudadela», llamada comúnmente Torre de David.
El antiguo peregrino cuyo lenguaje, lleno de admiración, hemos citado más arriba, según el Salmo CXXI, exclamaba con razón al divisar la antigua capital, encerrada en un espacio relativamente estrecho: «Es una ciudad cuyas piedras están estrechamente unidas.» Este detalle ha caracterizado a Jerusalén en todas las épocas de la historia. Las casas vulgares y los suntuosos palacios y los demás edificios sagrados y profanos formaban, y en tiempo de Jesús más que ahora, una apiñada aglomeración, una intrincada maraña de construcciones públicas y privadas que se sobreponían, se apuntalaban, se lanzaban unas sobre otras. Las calles debían de formar un laberinto caótico. Las principales, por lo menos, estaban enlosadas con mármol y llevaban cada una su nombre[71].
Al comienzo de la Era Cristiana se distinguían en Jerusalén cuatro barrios: al sur, la ciudad alta, sobre el actual monte de Sión; al centro, la ciudad baja, llamada Acra; al Norte, la ciudad nueva o Bezetha. El Templo, con sus atrios y diferentes construcciones, formaba un solo barrio, en el emplazamiento ocupado hoy por la mezquita de Omar y El Aska.
A mediados del siglo XIX un distinguido palestinólogo francés, monsieur Víctor Guérin, hablaba aún de los alrededores desiertos y silenciosos de Jerusalén, encomiando sus excelencias. Actualmente esta soledad, que no carecía de encantos, ha desaparecido por completo.
Un cristiano se preguntará, naturalmente, qué ha sido, después de los asedios y ruinas que dijimos arriba, de los lugares santificados de modo particular por la presencia de Nuestro Señor Jesucristo, sobre todo en los últimos días de su vida: el Cenáculo, Getsemaní, el palacio de Caifás, el de Herodes, el Pretorio, la Vía Dolorosa, el Calvario, el Santo Sepulcro, etcétera. Tranquilicémonos. Una tradición fiel, que se puede seguir casi paso a paso hasta el siglo II, ha conservado piadosamente su recuerdo. Así los peregrinos pueden orar en estos lugares benditos con la certeza de hallar en ellos las huellas de los sagrados pies del amado Maestro.
[1] Is 49, 20.
[2] * Los datos sobre la situación actual de Tierra Santa dados por Fillion, así como los de J. Leal, están hoy anticuados, por ello aportamos algunas referencias que nos ayuden a conocer el país de Jesús, tal como lo podemos contemplar ahora. Los límites establecidos por los libros sagrados se extienden «desde Dan a Berseba» (cfr. Jc 20, 1; 1 Sam 3, 20; 2 Sam 24, 2; 1 Cro 21, 2), es decir, una distancia de 240 km. Hoy el límite norte se mantiene, en la frontera con el Líbano, mientras que por el sur se llega hasta el puerto de Eilat, alcanzando así una longitud de unos 580 km. La superficie actual del Estado de Israel, contando los territorios ocupados a los palestinos, es de unos 25.817 km2.
En cuanto a la población, las cifras dadas en 1985 hablan de 4.250.000 habitantes. El 82,5 por 100 eran judíos, el 13,5 por 100 musulmanes, el 2,3 por 100 cristianos y el 1,3 por 100 drusos.
[3] Este río lleva también el nombre de Nahr-el-Kasimiyeh.
[4] Llamada así por estar dominada, al Oeste, por la mole del Líbano, y al Este, por la del Anti-Líbano. Alcanza, sin embargo, en su cumbre, cerca de Baalbek, una altura de 1.176 metros. Su nombre actual es El-Bekaa. Su longitud es de 112 kilómetros.
[5] Su punto culminante