También la Iturea perteneció al rey Herodes y pasó después al mismo Filipo. Estaba limitada, al Norte, por la Damascene; al Sur, por la Traconítide. Correspondía, poco más o menos, al actual Djedur, meseta ondulada, de colinas cónicas, donde igualmente se ven olas de lava y rocas basálticas. Su población es hoy muy limitada. Como la Traconítide, los distritos grecorromanos que llevaban los nombres de Gaula, Auranítide y Batanea, situados más al Sur, formaban también parte de la tetrarquía de Filipo-Herodes.
5. La Abilene, gobernada en la época evangélica por el tetrarca Lisanias[61], debía su nombre a la ciudad de Abila, que era la capital. Esta ciudad estaba construida al lado del río Barada, al Norte de Damasco, en pleno Anti-Líbano, en el sitio que hoy ocupa la aldea de Suk. No es fácil determinar exactamente los límites de este pequeño distrito. Parece que le pertenecía todo el país situado en el curso superior del Barada, en la vertiente oriental del Anti-Líbano, hasta el Hermón. Tenía buenos riegos y abundancia en excelentes pastos.
Tanto a la izquierda como a la derecha del Jordán, la Palestina actual es, desgraciadamente, salvo algunas excepciones, un país de ruinas. De estas ruinas las hay por todas partes, y las excavaciones emprendidas desde hace algunos años han descubierto otras que estaban soterradas y que despiertan vivísimo interés desde el punto de vista de la Biblia en general y de los Evangelistas en particular. Corresponden a todos los períodos de la historia del país, que ellas cuentan tristemente a su manera. Algunas nos conducen hasta los remotos tiempos de los cananeos y de los antiguos hebreos; pero la mayoría son grecorromanas, o datan del tiempo de los sarracenos y de los cruzados. Las hay de todas formas: simples masas de piedras y de escombros, muros que se bambolean, restos de torres, columnas volcadas y rotas o sostenidas majestuosamente en pie, gradas de teatros y anfiteatros, restos todavía grandiosos de templos, de iglesias o de palacios. Si en el estado actual predican la muerte, muestran elocuentemente lo que eran en otros tiempos: la vida, la fertilidad del suelo, los negocios comerciales, la riqueza de Palestina entera.
Los evangelistas, según hemos dicho, sólo citan un corto número de ciudades y localidades de escasa importancia, algunas hoy destruidas, otras todavía en pie, que se levantaban entonces en la cumbre de las colinas o en el fondo de los valles palestinos. Están lejos de mencionar por sus nombres todas las que el Divino Maestro honrara con su presencia. Más de una vez, aun a propósito de un hecho notable, se contentan con decir que ocurrió «en cierto lugar». Este género de detalles sólo indirectamente entraba en su plan; pero, aun bajo este aspecto, hemos hecho resaltar su puntual exactitud.
La identificación de las ciudades y aldeas que mencionan es muy fácil tarea las más de las veces. Las aldehuelas respecto a las que topógrafos y comentadores muestran alguna duda son muy pocas en número: tan fiel se ha mantenido a través de tantos siglos la tradición que nos ha conservado sus nombres. Además, estos nombres forman por sí mismos cierta tradición, casi siempre satisfactoria. Así, ¿quién no reconoce fácilmente bajo su ropaje medio árabe a Belén en Beth-Lahm, a Nazaret en En-Nasira, a Naim en Nain, a Caná en Keft-Kenna, a Magdala en El-Medjel, etc.? La mayoría de estas ciudades o aldeas ocupan el mismo lugar en que estuvieron en los días de Jesús, y sin gran trabajo podemos, con ayuda de la arqueología y sus costumbres modernas de Palestina, reconstruir en parte la vida que se hacía en ellas y resucitar de este modo el cuadro de la historia evangélica. Sus calles estrechas, singularmente tortuosas e irregulares, por lo común horriblemente sucias (¿lo eran tanto en el siglo I de nuestra Era?), transformándose a veces en sombríos túneles —tal es el caso de Jerusalén y Naplusa, la antigua Siquem—, con el intenso movimiento de que suelen ser teatro (ruido confuso de camellos y asnos sobrecargados, hombres y mujeres con vestidos abigarrados, bazares donde cada clase de mercancía ocupa su rincón especial), presentan un cuadro lleno de colorido que no es fácil olvidar cuando se le ha visto una sola vez.
6. Si en todo tiempo los israelitas han amado con pasión la Palestina, que para ellos es la tierra mejor del mundo, donde es grato vivir y morir, ¿qué decir de su intenso amor a Jerusalén, que consideran, mucho más aún que los cristianos, como la «ciudad santa» por excelencia[62], como centro de la teocracia y de su culto, como residencia especial y trono del mismo Dios? Según los rabinos, si «el Creador derramó diez medidas de belleza sobre el mundo, nueve de ellas cayeron en Jerusalén»; así es que cuando los judíos hablan de su antigua capital la llaman a boca llena la «gran Jerusalén», al modo que nosotros decimos a Roma la «Ciudad Eterna». El Talmud la estima en tal manera que la considera del todo aparte, como si constituyese por sí sola una provincia completa, sin pertenecer a ninguna tribu especial, porque era bien común de todo Israel[63]. «Quien no vio a Jerusalén en su magnificencia —decían los rabinos—, nunca vio ciudad hermosa»[64]. Sostenían que, comparada con ella, la célebre Alejandría de Egipto no era más que una «pequeña» ciudad. Dando libre curso a su imaginación, la atribuían en la época de Jesús cuatrocientas ochenta sinagogas y ochenta escuelas mayores. Añaden que tal cuidado se ponía en hermosearla que sus calles eran barridas diariamente. Sus habitantes, si hemos de dar crédito a los escritos talmúdicos, eran de modales distinguidos, elegantes, locuaces y muy hospitalarios, aunque orgullosos y altaneros.
Para mejor testimonio de los esplendores de Jerusalén en tiempos antiguos y del entrañable afecto que inspiraba en todo Israel, poseemos varios pasajes del Antiguo Testamento. Es la ciudad del Señor, más amada por Él que todas las otras ciudades de Jacob; de ella se han dicho cosas gloriosas[65]. El Salmo XLVII traza un retrato maravilloso:
Levántate airosa, alegría de toda la tierra,
La montaña de Sión, del lado del Aquilón,
La ciudad del gran Rey...
Dad vuelta alrededor de Sión, recorred su recinto,
Contad sus torres, observad sus baluartes,
Considerad sus palacios,
Para contarlo a las generaciones futuras.
¡Qué alegre canto el Salmo CXXI, en que se describe la dicha santa de los peregrinos que de todas partes afluían a Jerusalén a celebrar las grandes fiestas religiosas!
Yo me alegré cuando se me dijo:
«Vamos a la casa del Señor.»
Tras fatigoso viaje llegan, por fin, los peregrinos y exclaman:
Nuestros pies se detienen en tus puertas, Jerusalén.
Después describen sus esplendores materiales y espirituales:
Jerusalén, edificada como una ciudad,
Cuyas piedras están estrechamente unidas;
Allá subieron las tribus, las tribus del Señor:
Según la ley de Israel,
Para celebrar el nombre del Señor.
¡Y con qué ardiente piedad le desean toda clase de bienes!:
Desead la paz a Jerusalén:
¡Que sean dichosos aquellos que te aman!
¡Que la paz reine en tus muros,
Y la tranquilidad en tus torres!
Por mis hermanos y por mis amigos,
Yo pido para ti la paz.
Por la casa del Señor nuestro Dios,
Yo deseo para ti la dicha[66].
Por nuestra parte vamos a describir también, aunque más sencillamente, la ciudad que tan vivo afecto inspiraba a un pueblo entero, atrayendo hacia