Considero que esta contradicción que muchas veces tenemos respecto a nuestra profesión (el ayudar a que otros se sientan cada vez más genuinos, cuando para hacerlo pareciera que nosotros necesitamos usar máscaras) es una de las razones que explica no solo muchos fracasos terapéuticos, sino también, muchas enfermedades de los terapeutas.
Creerse siempre al servicio de los demás; empoderarse falsamente con el mito de que por ser terapeutas no nos vamos a enfermar ni de depresión ni de cáncer ni nos vamos a querer suicidar; asumir que no nos vamos a divorciar; creer que no tendremos dificultades con nuestros hijos, conduce a que la sobreadaptación al rol crezca todos los días un poquito, hasta llegar finalmente a muchas ocasiones en que nos sintamos perdidos o sin saber quiénes somos.
2.2 UN POCO DE HISTORIA
Siempre, desde que fui estudiante, me interesaron mis profesores, tutores, supervisores y mis propios terapeutas tanto como muchos de los libros que estudiaba. Desde ese voyerismo tan descrito, siempre estaba pendiente de los datos que ellos emitían como personas, e incluso de detalles casi inconscientes, como los zapatos que llevaban puestos. Buscaba entender cómo se habían convertido en quienes eran, por qué tenían el poder que evidenciaban, cómo lo usaban y, también, cuál era la coherencia o incoherencia entre lo que enseñaban y lo que eran ellos en sus vidas personales.
Pero siempre me entretuvo ir en busca de las incoherencias.Y así fue como ellas me llevaron a admitir dolores profundos, como todos los provenientes de las desilusiones: muertes tempranas de psicoanalistas famosos, alcoholismo de un genio, cáncer o infarto en quienes tenían libros escritos sobre enfermedad psicosomática y suicidios de terapeutas que hablaban de la importancia del autocuidado fueron los primeros detonantes de preguntas que fui almacenando.
¿No era que nosotros éramos los sanos? ¿No era que por psicoanalizarnos tanto tiempo estábamos inmunizados contra enfermedades graves? Este cuento de hadas infantil, más allá de las variables personales que nos hacían creerlas, formaba parte de un metadiscurso que se emitió (y tal vez aún se emita) desde las cátedras de las universidades, los grupos de estudio, las supervisiones y las terapias personales del Buenos Aires de los años 60,70, y 80.Aún hoy, y no solo en Buenos Aires, estas estructuras de poder se replican.
Los efectos sobre los estudiantes de psicología y/o terapeutas jóvenes del “deber ser” (inoculado directa o indirectamente por la cultura predominantemente psicoanalítica de esos tiempos y considerada un sinónimo de psicoterapia) no fueron estudiados ni cuestionados. En nombre de las teorías y técnicas se deformaba a las personas que pretendíamos ser terapeutas. Muchas racionalizaciones y disociaciones se fueron instalando en nuestras personas bajo el convencimiento de que “esa” era la manera de ser buenos terapeutas. Siempre la mirada enseñada fue sobre “los otros”: su enfermedad, sus mecanismos de defensa, sus biografías, sus series complementarias, o sus lazos familiares.
Por esto es que los suicidios, las enfermedades, los divorcios, los abusos sexuales, o las orientaciones sexuales de los terapeutas quedaban como incongruencias inexplicables para quienes estábamos en formación. Formaban, además, parte del más estricto secreto, característico de aquellas instituciones sociales y políticas que detentan un poder dogmático.
Así fueron mis comienzos: como los de tantos y tantos psicoterapeutas que aprendimos a idealizar, a disociarnos, y a venerar figuras de autoridad; algunas de las cuales, lógicamente, abusaron de dicho poder durante mucho tiempo.
El siguiente trozo de un texto clásico de esos tiempos, de José Bleger (1971: 19), es un ejemplo claro de conceptualización de estos temas:
El entrevistador debe operar disociado: en parte actuando con una identificación proyectiva con el entrevistado y en parte permaneciendo fuera de esta identificación, observando y controlando lo que ocurre, de manera de graduar así el impacto emocional y la desorganización ansiosa1[…]. Esta disociación con la que tiene que operar el entrevistador es, a su vez, funcional o dinámica, en el sentido que tiene que actuar permanentemente la proyección e introyección y tiene que ser lo suficientemente plástica o porosa para que pueda permanecer en los límites de una actitud profesional.
Quiero remarcar aquí lo difícil que es para alguien que está empezando su carrera como psicoterapeuta entender esta definición de disociación y, más aún, aplicarla. “Observar” y “controlar” aluden a un lenguaje policial más que psicoterapéutico, y el tema aplicado al impacto emocional parece contradecir los objetivos de la psicoterapia. Cabe mencionar, además, que Bleger era médico psiquiatra y, como tal, fue moldeado en el modelo de la asepsia del campo de investigación y tratamiento característicos de esa formación.
Desde esta concepción teórica y técnica, los sucesos personales del terapeuta (desde su biografía hasta aquellos hechos que podían atravesarlo en simultáneo con el tratamiento de un paciente, pero absolutamente independientes de este último) solo pueden tener un espacio dentro del propio análisis personal.
Se instala así la noción de “neutralidad” como cualidad necesaria en todos los terapeutas. Con ella, llega la concepción de que el espacio terapéutico es del paciente y, por tanto, todo lo que pase allí debe ser entendido como producto de su neurosis. La metáfora del terapeuta como una tabla rasa sobre la que los pacientes proyectan su mundo psíquico se vuelve paradigma del rol.
Es entonces que, a partir de las sugerencias freudianas y de su interpretación, la neutralidad del analista-terapeuta se convirtió en una prescripción que se fue arraigando en la “cultura psi”: todo lo que tuviera que ver con la persona del analista/terapeuta debía quedar reservado para su intimidad; su análisis, a lo sumo, a la supervisión.
La prescripción de la “neutralidad terapéutica” atravesó durante casi 100 años a la teoría y la práctica de la psicoterapia con algunas consecuencias imaginables. Nos enfrentamos a terapeutas amarrados, limitados, poco creativos o autoperseguidos, con la necesidad de ser una página en blanco, confinados a no tener un espacio donde esconderse de sus propios fantasmas. por otro lado, encontramos pacientes que se vieron ubicados en este mundo carente de emocionalidad, y trataron de entenderse de una manera simplemente racional, sin considerar su interioridad y su cuerpo. En casos con esta antipersonalidad, y a pesar de poder haberse tratado por años, no es poco común que ni paciente ni analista recuerden el nombre del otro.
El poder de las instituciones no fue menor en este control riguroso que se ejerció sobre los psicoanalistas-psicoterapeutas. Daba la impresión de que solo muy pocos habían visitado los museo-consultorios de Freud (en Viena y Londres), viendo allí los distintos objetos personales que se exhibían; que eran escasos también quienes hubiesen leído la biografía o casos clínicos de este, al interesarse más en sus postulados teóricos que en su persona; o que no hubiese muchos que supieran de la Clínica Tavistock de Londres, donde famosos maestros atendían a sus pacientes vestidos a la manera de los hippies y no con traje y corbata.
En el Buenos Aires de aquel entonces, de las décadas del sesenta y setenta, el poder de la institución psicoanalítica también se expresó en el hecho de que solo los médicos podían ingresar a ella a formarse. Los psicólogos, si bien no podían tomar clases en psicoanálisis, sí podían ser pacientes cuatro veces por semana, supervisados por tales psicoanalistas o alumnos en los así llamados “grupos de estudio” (coordinados por quienes enseñaban privadamente, con honorarios mucho más altos), y aplicando los conocimientos que ellos mismos enseñaban en la Asociación psicoanalítica Argentina.
La reciente carrera de psicología además estaba formada por una mayoría de alumnas mujeres, con lo cual se reprodujo el circuito de poder socialmente circulante: menos derechos, costos más altos, mayor esfuerzo en el área laboral y sumisión a modelos masculinos de ejercicio profesional.
Afortunadamente, los debates y crisis propios de esos años llegaron también a estas instituciones, generándose divisiones y subdivisiones que representaban diferentes posiciones más o menos democráticas.Y por supuesto que, dentro de estas entidades y de sus representantes,también existían quienes “daban permiso” para ser quien uno quisiera