1 de cada 5 personas reconoce la existencia de la violencia económica.
2 de cada 10 evangélicos adultos niega la posibilidad de violencia en los hogares.
Pero
3 de cada 10 evangélicos adultos mencionan que en los últimos 3 años ha sufrido situaciones de violencia y/o abuso en el hogar.
Cuando eran niños:
4 de cada 10 encuestados fueron víctimas de violencia.
5 de cada 10 evangélicos presenciaron situaciones de violencia.
3 de cada 10 mujeres evangélicas y 2 de cada 10 hombres fueron víctimas de abuso sexual. 4
Estos datos son compatibles con la experiencia de los profesionales especializados y agentes pastorales de otras instituciones cristianas de Buenos Aires -como Fortalecer, Asociación Pablo Besson, Eirene Argentina- que desde hace muchos años vienen trabajando en la problemática familiar en general y en los temas de violencia en particular. Tristemente cierto: en nuestros ámbitos cristianos también se sufre el maltrato en la familia.
Haciendo referencia al maltrato sobre la mujer en la pareja –más precisamente llamado violencia de género-, un informe especial de la revista del Banco Interamericano de Desarrollo, bajo el título «Una realidad que golpea», menciona lo siguiente sobre distintos tipos de abuso:
En Chile, un estudio reciente revela que casi el 60 por ciento de las mujeres que viven en pareja sufren algún tipo de violencia doméstica y más del 10 por ciento agresión física grave.
En Colombia, más del 20 por ciento de las mujeres han sido víctimas de abuso físico, un 10 por ciento víctimas de abusos sexuales y un 34 por ciento de abusos psicológicos.
En el Ecuador, el 60 por ciento de las residentes en barrios pobres de Quito han sido golpeadas por sus parejas.
En Argentina, el 37 por ciento de las mujeres golpeadas por sus esposos lleva 20 años o más soportando abusos de este tipo.
Las estadísticas en los países así llamados del «primer mundo» no son muy diferentes. Del informe mundial de la OMS sobre la violencia y la salud, en 2002, se obtienen los siguientes datos referidos sólo a la violencia física:
En un estudio realizado en Canadá, a nivel nacional, en el año 1993, sobre una población de 12.300 mujeres encuestadas, mayores de 18 años, 29% refirió haber sido agredida alguna vez por su pareja.
En un estudio de similares características realizado en Estados Unidos, entre 1995 y 1996, sobre una población de 8.000 mujeres a nivel nacional, el 22% contestó afirmativamente al respecto.
En el Reino Unido, un estudio efectuado en 1993 sobre una población de 430 mujeres, mayores de 16 años, del norte de Londres, también el 30% de las mujeres admitieron haber sido golpeadas por su pareja.
En Suiza, en un estudio a nivel nacional sobre 1500 mujeres cuyas edades oscilaban entre 20 y 60 años de edad, encuestadas entre 1994 y 1996, reveló que el 21% de ellas había sido maltratada por su pareja.5
Citamos estos datos a título ilustrativo. Sólo hacen referencia al maltrato en la pareja; no incluyen el maltrato a los niños, niñas y adolescentes, ni a los ancianos y discapacitados en la familia. Si lo hiciéramos, el porcentaje de violencia en la familia aparecería significativamente más alto. Algunos datos sugieren que más del 50% de las familias están o estuvieron afectadas por algún tipo de maltrato entre sus miembros.
Sin embargo, el impacto de los números no debe ser una barrera para acercarnos a un tema difícil pero real y cotidiano. A veces preferiríamos cerrar los ojos y los oídos para no ver ni escuchar tanto dolor; en definitiva, no hacernos cargo, aunque esté sucediendo en nuestra propia familia o en la de nuestro vecino. Pero tampoco queremos ser simplemente sensacionalistas, o que el desánimo nos invada y nos paralice, cayendo en la desesperanza de «no se puede hacer nada», «siempre fue así», «las cosas no van a cambiar». Detrás de cada número hay seres humanos que sufren padeciendo una realidad que puede detenerse, cambiarse o, mejor aún, ser evitada en las generaciones más jóvenes. Esta no es una propuesta utópica, sino un compromiso que podemos asumir, cada uno desde su espacio, sea grande o pequeño, importante o aparentemente insignificante. Todos podemos hacer algo para decir: ¡Basta de violencia en la familia!
El tema del maltrato familiar es muy vasto y complejo. No pretendemos, por ende, agotarlo en esta obra. Quizás un buen punto de partida sea definir algunos términos y el campo que abordaremos en los próximos capítulos.
¿Qué entendemos por violencia familiar?
«Familia» puede definirse de muchas maneras, más o menos abarcadoras y complejas. Una definición sencilla y práctica podría ser: «Ámbito afectivo y de convivencia diseñado por Dios, donde los individuos nacen, crecen y se desarrollan de manera integral, unidos por los vínculos más íntimos como los de esposo y esposa, padres e hijos, hermano-hermana, etc.». Todos nacimos en una familia y formamos parte de una familia, la de origen o la propia. Cuando hablamos de «familia» lo hacemos de un modo amplio y no sólo pensando en la llamada «familia tipo» (papá, mamá, hijos). Muchas veces en una familia falta alguno de los progenitores (por soltería, viudez, divorcio o abandono del cónyuge), o la familia puede estar constituida por abuelos y nietos. Hay familias ensambladas o reconstituidas (uno de los cónyuges o los dos tienen hijos de uniones anteriores que viven –en forma permanente o esporádica- con el nuevo matrimonio), o varios hermanos solteros o viudos viven juntos, o simplemente familias ampliadas. Las configuraciones familiares pueden variar también de acuerdo a la cultura, a factores socioeconómicos, al lugar donde vivan y a otras contingencias. Por ejemplo, es más común encontrar familias nucleares (mamá, papá e hijos) y monoparentales (hijos que viven con un solo progenitor) en las grandes ciudades, y familias ampliadas en las que conviven dos o más generaciones, en el interior del país o zonas rurales. También ocurre en nuestro medio con mucha frecuencia que, por dificultades económicas, los hijos ya casados vuelvan a vivir al hogar de origen con sus cónyuges e hijos; o que los jóvenes divorciados vuelvan con sus hijos, si los tienen, también al hogar de origen. En otras palabras, existe una gran diversidad familiar, de modo que debemos ampliar nuestro concepto de “familia” y, por ende, las formas de comprenderla y abordarla.
Los miembros de una familia, no importa qué configuración tenga ésta, sostienen entre sí diferentes tipos de vínculos:
Vínculos biológicos, que funcionan perpetuando la especie, dando sustento y abrigo.
Vínculos psicológicos, que cubren las necesidades afectivas de sus miembros (pertenencia, seguridad, autoestima, etc.), promueven el aprendizaje de los valores, mitos y creencias familiares, y de los roles sexuales.
Vínculos sociales, que imparten y perpetúan normas, valores y mitos de la cultura.
Vínculos económicos, que producen en cada familia la manera de intercambio de los valores y de los bienes.
Por otra parte, para definir mejor cuál es el campo de la violencia en la familia, resulta útil distinguir violencia familiar de conflicto familiar. Es normal que en la familia haya conflictos, dado que el conflicto es inherente a la naturaleza humana. Se produce un conflicto cuando existen partes en pugna, facciones que no se ponen de acuerdo. Muchas veces experimentamos conflictos personales, individuales, al encontrar dentro nuestro ideas o tendencias que se oponen entre sí. Puede ocurrir que a veces no nos pongamos de acuerdo con nosotros mismos, que haya contradicciones internas y nos cueste tomar una decisión o arribar a la solución de un problema que se nos presente. También hay conflictos interpersonales debidos a diferencias de opinión, de personalidad, de historia personal, de valores, de forma de encarar los problemas, de actitudes hacia la vida, de cultura, etc. Los conflictos interpersonales pueden generarse en cualquier interacción humana en distintos ámbitos: familiar, eclesial, vecinal, laboral,