—Mirá que no vas a ser menos hombre porque me mires y me hables —le sacudió la polaca a su viudo.
El hombre aquel, a quien nunca le había temblado la mano en la tenencia de una daga o de una pistola, se estaba mirando en la luna del espejo de la cómoda del dormitorio y en un parpadear vio a la polaca en toda la extensión de su belleza: rubia como un sol tibio, el vestido le caía como una magia de seda y los contornos de su cuerpo, repuestos después de cinco años de los estragos de la muerte, eran un canto de sirena embriagante que ofuscó el bajo vientre del dueño de los burdeles.
Le dolían los ojos al mirarla, y tanto le dolían que a Porfirio Gómez se le hacía duro resistir dentro de su mudez.
Pero la polaca también resistía: declinó los ojos como en una vergüenza pasajera y femenina, y el candor incandescente de ese gesto le prendió fuego a la bestia que habitaba las urgencias de Porfirio Gómez.
—¡Carajo! —gritó Porfirio Gómez.
La polaca bajó definitivamente la cabeza, ofreciendo su sumisión al viudo.
—¡Estás muerta, Clara, estás muerta! —se quejaba el hombre, porque es sabido que no está bien visto hacer esas cosas con los muertos.
Porfirio Gómez salió como una tromba de la habitación y luego volvió sobre sus pasos y le advirtió a la polaca, que seguía tímida y pícaramente sentada al borde de la cama matrimonial:
—¡Y no me sigas!
—Sí, mi amor —respondió la polaca, humilde pero afirmada en sus convicciones y con la certeza y clarividencia que tienen los muertos, que ven mucho más allá que los simples mortales.
• • •
Porfirio Gómez era un simple mortal con la sangre alborotada por la visión angelical de la que fuera su mujer, la que había partido al más allá sin partir del todo y dejándole en el cuerpo una dulce maldición: al hombre ahora no lo satisfacía ningún otro vientre femenino y podían caérseles los velos a la mismísima Venus que el dueño de los burdeles apenas si se convertía en un manojo de nervios y en un inacabable pozo insatisfecho.
Se montó a su Ford y partió hacia el límite norte de la ciudad. Estacionó frente a uno de sus burdeles, el que estaba a un par de cuadras del arroyo Maldonado, y entró hecho una furia incontenible.
Sus empleados temblaban cuando lo veían así. Entonces, el “¿qué se le ofrece, patrón?” se multiplicaba hasta el infinito y lo único que conseguían aquellos temerosos empleados era enfurecer más a Porfirio Gómez.
—¡Mandame a mi habitación a la mejor que encuentres y ni siquiera respiren mientras yo esté acá! —ordenó, dispuesto a vaciar sus vísceras y a saciar sus calenturas.
Al poco rato entró en su habitación una joven hermosa: trigueña de carnes duras, sus enormes ojos marrones estaban rematados hacia el sur por una boca de labios que invitaban a descender al séptimo infierno. La joven mujer comenzó a recitar una bien aprendida lista de frases incendiarias mientras sus ropas iban cayendo como al descuido a sus costados, y en tanto ella misma se hincaba frente al dueño de los burdeles.
Pero no había caso: ni ante la desnudez de aquel volcán moreno Porfirio Gómez podía entusiasmarse. Veía a la morocha contonearse a sus pies, desnuda de ayeres y desprovista de futuro, y seguía pensando en la piel traslúcida y en los ojos de aurora boreal de la polaca.
Apartó a la morocha y, para no herirla, le dijo:
—Tomate el día libre y que te lo paguen doble.
La mujer no entendió nada, pero sabía que nunca había que preguntar por qué la suerte, de vez en cuando, se apiada de uno.
Porfirio Gómez volvió a su Ford y sus empleados dejaron de contener la respiración. Partió con rumbo desconocido y merodeó por la ciudad sin que lo conformara ninguna esquina. Amagó con ir a tomarse unas copas al Bajo pero, finalmente, jamás llegó al centro de la ciudad. Pensó en volver al prostíbulo y tomarse allí una ginebra, pero inmediatamente la idea le disgustó. Lo único que hizo, antes de volver a su casa, fue tomarse una caña dulce en la fonda de Honduras y Gascón. Se fue de allí arrastrando miradas curiosas que se colgaban de sus anchas espaldas.
Demoró más de lo normal en desandar el camino hasta la vieja casona de la calle Honduras: no se animaba a llegar.
Pero, finalmente, estuvo frente a la puerta y tuvo que atravesar el vano. Antonia, su criada mulata, la que siempre lo miraba más allá de lo permitido, le preguntó si quería comer. La respuesta de Porfirio Gómez fue una nebulosa, pero en lugar de hincarle el diente a alguna carne asada o naufragar en esos guisados de lentejas con factura de cerdo que solía prepararle Antonia, Porfirio Gómez se fue a fumar un cigarro en el fondo, mientras miraba una luna blanca y redonda en el medio exacto del cielo de Palermo. Antonia se quedó rezongando, por millonésima vez, a causa de las desatenciones que le dedicaba su patrón.
A Porfirio Gómez, de todos modos, lo sustancial de su destino lo esperaba en el dormitorio.
Hacia allí encaminó sus pasos acobardados como nunca antes en su vida. Él, justamente él que jamás había temblado ante la muerte, ahora desfallecía por la incertidumbre que le causaba dejar de ser él mismo para iniciar la extraña aventura de ser otra cosa, pero en el mismo cuerpo.
Entró mirando otra vez hacia la luna del espejo de la cómoda, evadiendo miradas estremecedoras, pero sintió que la polaca seguía allí, sentada sobre el mismo borde de la cama, como si no hubiera pasado toda una tarde y buena parte de la noche y como si los hechos de las últimas horas fueran breves recuerdos que se apagaban como la fugacidad de un fósforo.
Finalmente, se dio vuelta y miró a la polaca.
Clara sintió esos ojos que quería sobre su cuerpo y, con la lentitud de las hembras triunfadoras, irguió su cabeza y lo perforó a Porfirio Gómez con una mirada afeminadamente centáurica: mitad mujer y mitad lava.
—¿Te das cuenta ahora? —le dijo a su viudo, el que había regresado después de intentar negarla.
Porfirio Gómez languideció al contestar:
—Pero es que estás muerta, Clara…
La polaca se levantó de la cama, se desnudó con un breve pase de magia, y, con una confianza y una seguridad que jamás antes había tenido, le dijo a su viudo:
—Dejá de hacerte el tonto, Porfirio.
Por primera vez en la historia de los dos, tanto en la vida como en la muerte, Porfirio Gómez no sólo abrazó a la que había sido su mujer, a la sazón desnuda, sino que sus labios besaron a los de la muerta, y esos labios, lejos de estar fríos, como se supone que la muerte debe dejarlos, ardían en un fuego que embriagó a Porfirio Gómez durante la noche entera, la primera de las noches en que el mismo Porfirio Gómez fue feliz en toda su existencia. Hicieron el amor en la frontera que separa a la vida de la muerte y el vértigo en el que cayeron sus vientres echó fosforescencias que salieron por la ventana de la habitación y bailotearon en el patio hasta muy entrada la madrugada, hasta que el día, el primero de ese amor recién fundado, iba a entronizar al sol en el centro de ese cielo palermitano, en el mismo lugar cósmico donde, doce horas atrás, una luna redonda había visto dudar a un hombre y al ánima de una mujer esperar, ansiosa y ardiente, la llegada de su viudo.
• • •
Ni siquiera el mismísimo Porfirio Gómez sabía que poseía una risa como un estruendo de rayo estival, como aquellas potencias del cielo que se desencadenan cuando los calores atormentan a los humanos y se desata la tempestad en gruesas gotas de lluvia y el firmamento se estremece en luminosidades que anuncian vientos refrescantes.
Pero