—A esa rubia sacámela del lote —le había dicho Porfirio Gómez a uno de sus colaboradores.
Aquel día, el dueño de los burdeles sintió que podía cumplir su sueño de tener un hijo rubio que heredara su fortuna y su hacienda de mujeres, sus edificios y su carácter, tanto como su templanza para mandar. Y esa rubia con destino tanguero, y de ojos tristes y distinguidos de aurora boreal, parecía caída del cielo y apropiada para los sueños de grandeza del proxeneta. Y si bien Porfirio Gómez no estaba dispuesto a amarla, sí estaba dispuesto a servirse de su fina belleza para que algo distinguido rozara por fin su vida.
A Clara la apartaron tal cual había ordenado el patrón y la llevaron hasta el escritorio de aquel hombre nacido en Pampa de los Guanacos.
El proxeneta no tardó demasiado en seleccionar a las mejores putas, dar un par de órdenes que significaban cuáles iban hacia los burdeles más caros del norte de la ciudad, para atender a ganaderos y políticos, y cuáles de todas las desgraciadas irían hacia el prostíbulo en donde la miseria se codeaba con los miserables.
Porfirio Gómez estaba satisfecho: se había quedado con la mejor de todas. Cuando cerró la puerta de su despacho invitó a Clara a que se sentase y, falto de protocolo y ceremonial, le descerrajó:
—Tenés dos posibilidades: o trabajás de puta hasta que te pudras o te casás conmigo y me das un hijo.
Clara no conocía su destino aún, pero imaginaba que la propuesta no podría dañarla: abandonada por la mano de Dios, barrida de Europa por los vientos de peste y por cantos de guerra y muerte, enterrados todos sus familiares del otro lado del gran océano ¿qué podría haber de malo en convertirse en la señora del dueño de los burdeles y en abrirse de piernas todas las noches para él y nada más que para él?
Lo que la polaca no sabía aún era que no iba a poder darle un hijo al proxeneta: le dio dos y ninguno rubio.
En ellos pensaba Porfirio Gómez, años después, cuando volvía a su casa luego de dejar en el cementerio a Clara. Cuando se cruzó con Antonia, su fiel criada, le preguntó por los críos.
—Dejaron de llorar esta tarde —contestó secamente Antonia, la mulata de carnes tentadoras.
—¿Dejaron de llorar? —se extrañó Porfirio Gómez, que ya se había acostumbrado al llanto endemoniado de sus dos hijos, morochos como él.
—Sí, a las cuatro de la tarde, clavadas —dijo Antonia.
Porfirio Gómez sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y fue a paso acelerado hasta la última pieza de su casona, aquella que lindaba con el gallinero y la huerta.
Los mellizos nacidos en años diferentes estaban en sus cunas como si un alivio les hubiera despejado sus tormentos y como si alguna tarea estuviera concluida.
Porfirio Gómez los miró con desconfianza y, sin culpas en el alma, se dijo para sus adentros: “Estos desgraciados se cargaron a su propia madre”.
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A pesar de que nadie la extrañaba en aquella casona, el espíritu de la polaca siguió merodeando por las habitaciones descreyendo, aún muerta, que los hijos que ella había parido no la necesitaran. Se sentaba por las mañanas en la cocina, miraba cómo su viudo tomaba mate y se entristecía al comprobar que él no estaba triste. Nunca pretendió que aquel hombre la quisiera, pero albergó cierta esperanza de que, al partir ella hacia el otro mundo, a él se le conmoviera algo en sus adentros, aunque más no sea algún sentimiento de conmiseración que al espíritu de la polaca le hubiera hecho sentir que su paso por el mundo no había sido en vano.
Pero nada había cambiado: ella le hablaba, como cuando estaba viva, y él perdía sus ojos en la nada sin escucharla. La polaca rumiaba: “¡Qué me va a escuchar ahora que estoy muerta, si ni me llevaba el apunte cuando estaba viva!”.
Durante los años que estuvo junto a Porfirio Gómez, la polaca sólo pudo reconocerle, ya no un gesto de cariño, pero sí uno de tolerancia: el dueño de los burdeles no la echó por la borda cuando ella demostró tener problemas para quedar embarazada. Se podrá decir que el hombre no habrá querido embarullarse con problemas de separaciones que, encima, no tendrían apoyatura en la ley, pero lo cierto es que siguió intentando, durante años, dejar encinta a la polaca y no cambió de monta en medio del río. Tratándose de Porfirio Gómez, aquello era lo que más se acercaba a un gesto de amor.
Comparado con el resto de su vida, corrida por el hambre en Europa, devastada su familia por la guerra, la polaca podía afirmar que su marido había sido un mal absolutamente menor en su historia personal, casi una caricia del destino. Y, entonces, lo que parecía aproximarse a un milagro, a una malformación de la genética, se había producido por fenómeno natural: alguien había querido a Porfirio Gómez más allá de sus notorias asperezas, de su legendario y espinoso mal humor, y de su mirada siempre perdida. Eso sí, nada de arrancarle una palabra a aquel hombre duro: cuando cenaban o almorzaban, la polaca intentaba permanentemente que él la mirara a los ojos. Ya sea en la intimidad del hogar, donde todo discurría con mayor naturalidad, o en las ocasiones en que Porfirio Gómez sacaba a ventilar a su esposa para lucirse él y para espantarle las telarañas del aburrimiento a ella.
Aun así, la polaca disfrutaba esas salidas, a sabiendas de que sólo significaban lo que significaban. Pero disfrutaba de esas dos horas en algún restaurante del Centro, vestida con sus mejores galas y con las joyas que él le compraba para adornarla como a un árbol navideño.
Muy por el contrario de lo que sucede con las prostitutas, el que se negaba sistemáticamente a besarla era Porfirio Gómez. La polaca, en las antípodas de lo que puede hacer una mujer en la cama por un manojo de billetes, buscaba con desesperación los labios de su marido, pero éste no la besaba ni siquiera en los momentos en que la sangre de los dos ardía en el punto máximo de ebullición.
Por eso no se le quitaba esta idea de la cabeza a la polaca: Porfirio Gómez no la quiso nunca porque nunca se animó a quererla. A ese razonamiento liso, se le agregaba otro que explicaba aún mejor el primitivismo del dueño de los burdeles: Porfirio Gómez no quería a nadie porque no sabía qué cosa era querer. Lejos de espantarla, a la polaca esa certeza la conmovía y la llevaba dulcemente de la mano hacia la ternura.
Los años que vivió con él fueron, aunque nadie pudiera dar crédito de esto, los más felices de su vida. Por eso se resistía a irse al más allá: la polaca se rebelaba contra su propia muerte y seguía merodeando la casona para estar cerca de los mellizos que la habían empujado hacia el abismo de la tumba, pero, por sobre todas las cosas y sentimientos, para estar cerca de su viudo, el que sólo se había apropiado de su cuerpo y jamás se había atrevido a recorrer los senderos de su alma.
Por eso seguía sentándose a su lado bajo el alero de la casa, frente al patio donde el dueño de los burdeles mateaba en tardes interminables de domingo.
Y la polaca le hablaba. Le hablaba como cuando en vida lo hacía con la secreta esperanza de que Porfirio Gómez le contestara algún día, que le contestara y que la mirara a los ojos y que le pidiera algo más que desnudarse para gozar de su cuerpo joven y que alguna vez le acariciara el rostro y la abrazara interminablemente, y que por fin se le escaparan de los labios las palabras mágicas capaces de curar cualquier mal con su poción embriagadora: “te quiero”, debería decir Porfirio Gómez, y ella moriría de amor por él y se quemaría por toda la eternidad en el fuego de ese amor.
Pero Porfirio Gómez chupaba con un chirrido grave la bombilla del mate y sus ojos sólo tenían la expresividad de una rama seca. Se puede decir que la vida de Porfirio Gómez sólo consistía en ahorrar palabras, gestos y emociones.
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El día que la polaca llegó por vez primera a la casona de la calle Honduras, bajó tímidamente del Ford amarrándose con desesperación