Es decir que aquellos dos capricornianos habían nacido en años diferentes, teniendo que tomarse aquella extravagante señal como un mal presagio. Y la prueba más contundente la dio la misma madre de ambos: Clara, una buena mujer con extraviado marido —según decían algunos—, murió a las pocas semanas de aquel parto binario, como si sus vísceras hubieran quedado contaminadas por el paso funesto de los mellizos que jamás habrían de ser amamantados por mujer alguna.
Porfirio Gómez enterró a su mujer una mañana nublada en el cielo y en las negras penurias de su ánimo. El que escuche esa metáfora podría tranquilamente inferir que el hombre estaba desolado por la pérdida de su esposa y por su inaugural viudez, sin embargo, lo que atormentaba al cacique parroquial —en la desmesura de su soledad— no era la partida al más allá de su joven mujer de origen polaco, sino la infructuosa búsqueda de una nodriza que calmara con sus tetas a ese par de demonios que berreaban, con pulmones de tenor desafinado, la angustia de sus hambrunas.
Pasaban los días y las matronas como una seguidilla de sueños infernales y, al llanto de los críos, se sumaba el de las mujeres a los que las pequeñas bestias les destrozaban los pezones casi se diría que con maldad.
Ni la más corajuda, ni la de piel más curtida, resistió las feroces mordeduras sin dientes de los mellizos: ni una sola salió sin sangrar de aquella casa de Palermo de Buenos Aires. Y, después, los corrillos hicieron el resto: la voz se corrió entre las matronas de ése y de otros barrios porteños hasta que llegó la hora en que ninguna más se presentó en la casona de la calle Honduras.
Aquel día coincidió con el entierro de Clara.
La mujer había agonizado durante un largo y penoso mes, agobiada por unas fiebres que la absorbieron como ventosas y que jamás le devolvieron la conciencia plena. Los primeros días, los críos se desgañitaron a los costados de la madre, que hervía en calenturas como una sopa enfermiza y extraviaba sus ojos, ausente de todo cuanto la rodeaba.
Era inútil que los mellizos permanecieran al lado de la madre: no sólo sucedía que ésta no les prestaba atención, porque ya se acercaba más al estado gaseoso de un espíritu que al estado sólido de un cuerpo, sino que el par de gritones entorpecía la denodada tarea del médico y aún de la enfermera y las dos empleadas más que había contratado Porfirio Gómez para que permanecieran al lado de la polaca agonizante durante las veinticuatro horas del día. Como el médico especuló, además, con que la leche que pudiera salir de aquella mujer podría envenenar a los críos con sus vapores de muerte, Porfirio Gómez terminó decidiendo mudar a los mellizos a la última pieza de la casa, la que servía de frontera con la extensa huerta y el gallinero del fondo.
Preocupado por los vapores y los olores de parca que ya despedía la mujer que estaba a punto de convertirlo en viudo, Porfirio Gómez también mudó a la polaca a la sala, la única habitación que daba a la calle Honduras, improvisada entonces como dormitorio o, quizás sea más apropiado decirlo así, como un pequeño hospital de campaña.
El dormitorio matrimonial quedaba equidistante tanto de la sala donde agonizaba la enferma, como de la pieza donde habían sido alojados los mellizos. Porfirio Gómez volvió a dormir solo, es decir, volvió a dormir.
—Cualquier cosa, me avisan —le dijo un día a la enfermera y a las tres mujeres que, por aquellos días, cuidaban a la enferma, a los mellizos y a la casa.
Ese “cualquier cosa me avisan” significaba exactamente lo contrario y las cuatro mujeres interpretaron más la mirada fuerte de Porfirio Gómez que sus falsas palabras.
Madre e hijos parecían marchar en procesión profana hacia una muerte segura. Se sabía que la mujer no tenía escapatoria: lo denunciaba esa piel traslúcida y azul, lo magro de sus pocas carnes, y sus ojos abiertos y extraviados. Pero que no tuvieran escapatoria los mellizos parecía, en primer lugar, un absurdo de la naturaleza y, en segundo lugar, un crimen desalmado.
—Los niños no comen nada, patrón —le dijo una mañana la criada Antonia, una mulata de unos treinta años que servía desde hacía una década al dueño de casa.
Porfirio Gómez alzó lentamente los ojos para mirar a aquella mujer de carnes firmes y de mirada ofrecedora.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —contestó, con su aridez habitual— dígale al doctor, yo no entiendo de esas cosas.
Nadie sabe muy bien cómo, pero los mellizos sobrevivieron. En cambio, llegó para la madre aquella mañana nublada y pegajosa en que la señora de las capas negras se llevó a la polaca translúcida hacia el descanso eterno. En un par de horas, la cama trastrocó en cajón de muertos, la sala se pobló de coronas de flores y de velones encendidos, y el barrio comenzó a desfilar para dar el pésame a Porfirio Gómez. Y no sólo el barrio desfiló por la casona de la calle Honduras: hombres muy trajeados que nadie conocía, salvo Porfirio Gómez, pusieron también ellos sus caras de circunstancia y sus aprendidas frases de condolencias.
Centenares de pésames escuchó Porfirio Gómez.
Nunca fue un hombre de mucha paciencia, salvo para los negocios, de modo que aquello que algunos le escucharon no debería haber asombrado a nadie.
Una vecina se deshacía en llantos y en pegajosas frases destinadas a consolar al flamante viudo, cuando éste se empalagó con tanta consideración ajena y sacudió un salmo profano que cortó el aire como una daga:
—Mire, doña —dijo—, Clara ya no sufre más y yo tengo un problema menos.
La llorona del barrio se atragantó con sus propias lágrimas y le costó encontrar un poco de aire liviano para respirar.
A nadie le quedó la más mínima duda de que ese velorio había terminado para siempre en ese preciso instante.
• • •
Cuando la última palada de tierra negra terminó por cubrir la tumba de la polaca, Porfirio Gómez miró su reloj de bolsillo y volvió a guardarlo en su chaleco.
Eran las cuatro de la tarde, clavadas.
A nadie le había quedado demasiado ánimo como para alargar el asunto y resultaba absolutamente claro que Porfirio Gómez no era amante apasionado de recibir pésames, por lo cual, la escasa concurrencia que se había acercado hasta el Cementerio de la Chacarita se dispersó rápidamente, con algunos leves cuchicheos de alguna comadre que porfiaba en secretearse algo con otra vecina.
Porfirio Gómez despachó a un par de hombres de negocios de su conocimiento y marchó sin culpas hacia su Ford y sin volver la vista para mirar, siquiera una vez, la tumba de quien había sido su mujer hasta un manojo de horas atrás.
Mientras manejaba su automóvil, Porfirio Gómez pensó en su vida.
Bajo la fachada de un próspero propietario rentista, que efectivamente lo era, Porfirio Gómez disimulaba el verdadero origen de su riqueza. Edificios enteros en la ciudad le pertenecían y eso le daba la perfecta excusa a todo el mundo, sobre todo a sus vecinos de Palermo, para simular creer que era un hombre de bien, si por un hombre de bien se puede confundir a quien vive de la renta parasitaria de propiedades.
Pero lo que mejor definía a Porfirio Gómez estaba sintetizado en una frase que alguna vez se escuchó en la fonda de Honduras y Gascón. Un borrachín divertido, mientras otros parroquianos gastaban bromas acerca de Porfirio Gómez, soltó al ruedo:
—Tiene unas propiedades de la gran puta.
Todos se miraron y sus miradas y gestos quedaron congelados durante unos breves segundos, como si un diablito de poca monta hubiera atravesado el aire de aquella fonda, y luego estallaron en una carcajada colectiva y única.
Efectivamente, Porfirio Gómez tenía unas propiedades “de la gran puta” o, al menos, las que tenía se las debía a varias de estas trabajadoras: era dueño de un par de burdeles tanto en la orilla norte como en el sur de la ciudad.
Clara, la polaca, fue una