Porfirio Gómez, el destinatario de la pregunta, pensó que las mujeres tenían el extraño don de formular preguntas raras, esa exacta manía, esa precisión, ese alarde de perfección para hacerles a los hombres preguntas que los hombres no pueden contestar.
Como despertado repentinamente de un hechizo, Porfirio Gómez se reacomodó materialmente después de la batalla amorosa y contestó:
—No tengo la más puta idea.
A la polaca, el vocablo “puta” le cayó como una mala comida al estómago y, en un acto reflejo, retrajo su cuerpo, desnudo y distendido en la cama matrimonial, y lo convirtió instantáneamente en un nudo amoroso, retractando sus piernas y rodillas sobre su pecho, y abrazando ese sutil enjambre de nervios, músculos y huesos suavemente femeninos, al tiempo que su boca se retraía en un mohín pícaro y mimoso.
Nada más que esto le hizo falta a Porfirio Gómez para darse cuenta de que no había enarbolado, precisamente, usos y costumbres que enaltecieran a una mujer, y mucho menos a la suya, que estuvo a un paso de caer en el abismo de convertirse en una prostituta.
Porfirio Gómez no sabía manejar su cuerpo como la polaca manejaba el propio, por lo tanto, elaboró, a las perdidas, una serie de movimientos grotescos y una catarata de gestos inadecuados, pretendiendo parecer simpático y tierno, y resultando ser una masa de músculos sin gracia alguna. Como no sabía qué decir, Porfirio Gómez eligió no decir nada, por lo tanto, la que habló fue la polaca:
—¿A vos te parece que esa es forma de hablarle a una mujer, Porfirio?
Porfirio Gómez hizo un gesto inocente con las manos, mientras no podía detener la inundación sanguínea en su rostro, y como el gesto aquel no decía nada de nada, lo único coherente que se animó a decir fue:
—No.
La polaca insistió con su curiosidad, pretendiendo profundizar y extender el área de sus conocimientos en el terreno todavía casi inexplorado para ella de la relación entre los vivos y los muertos:
—Yo no sé si Antonia me escucha, Porfirio —le dijo a su viudo—. Es más, estoy tentada a pensar que no me ve ni me escucha, igual que los mellizos
—¿Y eso en qué cambia las cosas? —preguntó Porfirio Gómez.
—En mucho y en nada —contestó la polaca— en nada en cuanto se refiere a nuestro amor y en mucho en cuanto se refiere a nuestro amor.
Porfirio Gómez sintió, en esa centésima de segundo, que no era lo mismo estar enamorado de la polaca que no estarlo.
—Te voy a confesar una cosa, Porfirio —siguió analizando la polaca— hubo un día en el que me paré frente a frente con Antonia y le hablé, y le dije que cuidara bien a los mellizos porque vos y yo estábamos en una dulce locura de amor y Satanás rondaba la casa permanentemente, que, si sentía olor a azufre, que pegara el grito, nomás, que yo saltaría para hacerlo escapar con luminosidades.
Porfirio Gómez, que estaba bien vivo y no entendía nada de estas cosas de los muertos ni de los demonios, miraba el movimiento de los labios de la polaca, pero no avanzaba mucho más allá en el entendimiento.
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