La polaca apenas superaba los veinte años, hecho que molestó bastante a la criada Antonia, la mulata de batones apretados y de ansias carnales contenidas a la que le parecía que aquella extranjera no disponía de sangre en sus venas y mucho menos de ardores de mujer. Para colmo de males, tuvo que llamar “señora” a esa rubia transparente que no dejaba de temblar y de equivocarse y de hablar en un inentendible castellano.
Llevaron a Clara hasta el dormitorio matrimonial y entró temblando como una llama débil. No había demasiadas cosas para sacar de aquella valijita: apenas un par de vestidos y una que otra camisa, lo que guardó primorosamente acomodado en el ropero.
La polaca llevaba ya casi dos días sin bañarse y la piel húmeda por el castigo del verano le reclamaba una ducha urgente.
Comenzaba a desvestirse cuando abrió la puerta del dormitorio Porfirio Gómez. Instintivamente, la polaca cubrió sus pechos ya desnudos levantando el vestido caído. Pero Porfirio Gómez no retrocedió: le parecía natural ver mujeres desnudas y pensaba que ya era tiempo de ver en esa situación a la que iba a ser su esposa legítima pocos días después.
La polaca entendió instantáneamente que no podía pedirle a aquel hombre que saliera de la habitación, salvo que quisiera condenarse ella misma al destierro y al hambre.
Agachó la cabeza y siguió desnudándose.
Pero no pudo bloquear esas lágrimas que indicaban que todo había resultado demasiado repentino y que era la primera vez que un hombre la veía tal cual su madre la había echado al mundo.
Contra todos los pronósticos, Porfirio Gómez no sólo no la abordó, sino que se fue de la habitación, dejándola a solas. Eso sí: el portazo se debe haber escuchado hasta en la vereda de enfrente, a pesar de la gran anchura de la calle Honduras.
La polaca respiró profundamente y se dio una ducha tibia que le devolvió el alma al cuerpo, sintiendo que algo le debía a aquel hombre brutal.
Se perfumó y cepilló su lacio cabello húmedo, se puso un vestido tan etéreo como ella misma, se volvió a colocar su único par de zapatos y fue al encuentro de Porfirio Gómez.
El dueño de casa estaba sentado bajo el alero del patio, tomando unos mates que alternaba con bizcochitos de grasa. Cuando Clara se acercó, él le indicó con la cabeza que se sentara a su lado.
Porfirio Gómez pudo sentir y oler la frescura de la piel de la polaca a esa breve distancia, como si se tratara de una brisa marina que le abría los pulmones con la esperanza de un mañana mejor.
Recordó su cuerpo desnudo y la deseó. Pero se calló la boca.
Antes de salir de la pieza, ella se había juramentado que iba a hacer lo que haría unos instantes después.
Lo único que sucedía era la nada y el silencio. Se escuchaban el leve sonido de la brisa sobre los juncos del fondo y el fugaz aletear de alguna gallina.
La respiración de Porfirio Gómez era fuerte, como su contextura, y sus ojos, como siempre, se extraviaban en un inhallable punto del horizonte.
La polaca tomó coraje, se apoyó en un brazo del hombre y lo besó en la mejilla.
—Gracias —le dijo, por haber obviado caballerescamente su primera desnudez.
Por toda respuesta, la polaca recibió una vuelta de mate y el convite de unos bizcochitos de grasa.
Aquella noche, después de la cena, Porfirio Gómez no desaprovechó la devolución de gentilezas de la polaca, quien se desnudó íntegramente frente a él.
A la semana siguiente, Clara y Porfirio Gómez se casaban en el Registro Civil de la ciudad de Buenos Aires.
• • •
La polaca parecía una reina aquella mañana del casamiento: tenía adornada su hermosa cabeza por una delicada corona de jazmines del país y llevaba puesto un vestido de gasa blanco tan vaporoso como el aire de felicidad que la envolvía. Sus ojos tímidos se confundían con el cielo de Buenos Aires y volvían en el tiempo hacia Europa para llorar a todos sus muertos barridos por la guerra, el hambre y las pestes.
A la polaca le daba vergüenza sentir esa felicidad: vivir aquella mañana radiante, ceñirse la corona de jazmines y contestar “sí, quiero” ante la pregunta del juez, le parecía un pecado de atrevimiento. Hasta ese día, Clara pensó que la felicidad era exclusiva propiedad de la gente importante. Ella lo había visto en una película en blanco y negro: una princesa era feliz y bailaba un vals con un príncipe que la desposaba en medio de una gigantesca fiesta en el palacio. Pero ahora era ella la que bailaba un vals en el patio de la casona de Palermo. El dueño de los burdeles era un hábil bailarín que domesticaba finamente polainas en las milongas que se armaban en sus propios quilombos a pedido de algún cliente. La polaca flotaba como una pluma y los brazos de Porfirio Gómez eran una brisa que la arrastraba cadenciosamente hasta una sonrisa en el alma.
La servidumbre, en tanto, iba de acá para allá, atendiendo a los numerosos invitados casi con alegría, a excepción de la mulata Antonia, que bufaba su descontento por el trabajo a destajo y porque imaginaba que todas las hembras de aquella fiesta, en algún momento, se irían a la cama con su macho de siempre, o con alguno elegido para la ocasión, para que éste le calmara esos ardores que nacen en la catedral del bajo vientre femenino. Antonia, en cambio, se iría a su pieza, sola como loba errante, y los calmantes de sus fiebres serían o el agua fría o sus propias manos, en este último caso cuando tuviera ganas de pensar en su macho prohibido.
Ajeno a las ensoñaciones de su criada mulata, Porfirio Gómez cerraba los ojos para bailar y vaya a saberse qué cosas atravesarían sus pensamientos o qué recuerdos lo poblarían. Era la primera vez que Clara lo veía disfrutar, a excepción de cuando las desnudeces los juntaban a ambos en la cama matrimonial.
La fiesta levantó una hojarasca en el barrio: Porfirio Gómez había contratado a unos guitarreros que amenizaban las veladas en sus prostíbulos cercanos al arroyo Maldonado y la música trascendió los límites naturales de la casona, invadió las anchas veredas, bajó al empedrado y convocó a vecinos que no estaban invitados a la fiesta pero que se acercaron igual, trayendo otras guitarras y hasta bandoneones que armaron, a su vez, otras fiestas que se sumaban a la original, a la del casamiento dentro de la casa. Y los convidados de piedra no sólo no molestaron a los verdaderos invitados, sino que agrandaron la alegría del conjunto y hasta improvisaron parrillas sobre los adoquines de la calle y el humo de la choriceada se enseñoreó en las copas de los árboles gigantescos, y la parranda duró toda la tarde y toda la noche y, sólo ya entrada la luz de la madrugada siguiente, los ojos del vecindario se fueron apagando. Mucho antes de que todo terminara, de la mano de la extenuación colectiva, cuando Porfirio Gómez se anotició de la fantástica extensión de su fiesta de boca del comisario del barrio, no sólo que le prohibió a éste que le prohibiera a nadie nada, sino que le dijo:
—Deje que la gente se divierta, Comisario, que se está casando Porfirio Gómez.
La polaca no podía creer lo que sus ojos veían y lo que su corazón latía. Y disfrutó sin culpas porque supo que no estaba pisando con despreocupación y desparpajo las flores marchitas de las tumbas de sus antepasados, ni cometiendo pecado de atrevimiento y orgullo inmerecidos, sino que estaba siendo feliz por primera vez en su vida.
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Y la polaca fue feliz tanto en la vida como en la muerte. Porque un día se dijo, y lo comprendió en el preciso instante de decírselo a ella misma, que la felicidad no es ni debe ser patrimonio exclusivo de las gentes importantes. En ese acto de comprensión, también llegó a su entendimiento que la felicidad es una extensión casi corpórea de la voluntad humana, una de sus extremidades dichosas. Entendida que fue la vida de esta manera, no hubo forma de comprender la muerte