Hechizada por la fantástica contextura de lo que estaba viendo, por aquel gigante dormido que la atraía como un imán, la mulata abrió la boca como si hubiera soñado con tragarse por entero un río caudaloso. De inmediato supo que toda la vida iba a querer a aquel animal para ella y también adivinó la infinita cantidad de noches en que iba a morder la almohada soñando con la bestia mitológica que jamás iba a ser suya.
En un mismo acto y en un solo presentimiento, deseó y odió a Porfirio Gómez con la misma intensidad y maldijo ser mulata en un país de blancos.
Porfirio Gómez, a su vez, cuando salió del asombro de ver a la mulata mirarlo por debajo de la cintura, y acostumbrado que estaba a que tanta mujer le admirara su envidiable dote, apenas si esbozó una sonrisa socarrona y se dijo, una vez más, que las cosas no hay que mezclarlas si uno pretende una vida sana.
Sin cubrirse, despojadamente, sólo dio una orden:
—De aquí en más, golpee antes de entrar, ¿me escuchó?
—Sí, patrón —dijo Antonia, que se llevaba en las retinas una imagen que casi no le iba a caber entera en el recuerdo y que esa mismísima noche la obligaría a revolcarse en la cama sin conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada, cuando el cansancio y los vapores de siete orgasmos, que brotaron de la magia de sus dedos artesanales, terminaron por derrumbarla por toda la cuenta. Cuando el primer gallo cantó el día que se venía, Antonia sintió en la boca la resaca del amor no correspondido.
Años más tarde, cuando la polaca hizo su temerosa entrada en la casa, Antonia la odió con todas las fuerzas de su alma: rubia, transparente, sin pasiones que parecieran rodearla, aquella mujercita delgada que casi no transpiraba no era una hembra que pudiera competir con las carnes duras y tropicales de la mulata. Sin embargo, no sólo Clara derrotó a Antonia durante toda la vida, sino que la siguió derrotando aún más después de muerta.
Desde su habitación de perra caliente y solitaria, Antonia escuchaba los gemidos de batalla que tenían lugar en la habitación del matrimonio y que a ella la enloquecían y la torturaban como si miles de agujas la traspasaran triste y dolorosamente. Por eso, cuando murió la polaca, Antonia suspiró un alivio de años y hasta albergó una esperanza añeja.
Nada más alejado del raciocinio: los gemidos se siguieron escuchando en la pieza del viudo, como si la muerta no se hubiera muerto y, para colmo de males, ahora el viudo hasta parecía enamorado de no se sabía quién, porque con ninguna se lo veía.
Pero Antonia, lo que tenía de mulata lo tenía de bruja: aquel hombre estaba enamorado de la muerta y en eso consistía su locura. Una locura romántica que lo llevaba a bailar valses solo por toda la casa, a hablar con nadie debajo del alero, a vestirse para ir a cenar al Centro como hacía en tiempos en que la polaca vivía.
Según la mulata, Porfirio Gómez había enloquecido por completo y la prueba más irrefutable consistía en que, teniendo a tanta mujer a disposición, siendo dueño de burdeles como era, teniendo a la misma Antonia dispuesta para cualquier servicio que él solicitara, ese hombre desquiciado manchara las sábanas cada noche con los efluvios de su bestia mitológica como si hubiera hecho el amor con aquella polaca transparente que lo había transformado en viudo y que yacía tres metros bajo tierra, hacía ya más de media década, en el cementerio del oeste de la ciudad.
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Confinada a su triste rol de mujer despechada, la mulata Antonia destinó el resto de sus días a amargarse la sangre, a rechazar ocasionales propuestas de amor o juramentos de eterna fidelidad, mientras se decía que, si no era para ella aquello que había visto y deseado, nada entonces sería para ella. Y, para colmo, el dueño de aquello que Antonia supo ver había enloquecido a punto tal que, no sólo bailaba valses en soledad por toda la casa, sino que había vendido la mayoría de sus propiedades para comprar máquinas de coser y transformado sus burdeles en talleres de costura y a todas sus putas en obreras.
Antonia no dejaba un minuto de injuriar a Porfirio Gómez cuando pensaba en estas cosas: primero, había elevado a un altar a una muerta, se había enamorado de ella y le hablaba como si estuviera viva y, en segundo lugar, había salvado a decenas de putas de sus tristes destinos y las había transformado en honestas mujeres trabajadoras.
“¡Carajo con el patrón!”, se decía Antonia en sus soledades. “¡Tanto santificar mujeres vivas o muertas y a mí ni una sola visita por las noches en la piecita!”.
Antonia ya no pretendía que el viudo le fuera a pedir matrimonio, aunque alguna vez acunó ese sueño como se cuida a un recién nacido, pero llegada que estuvo la polaca a esa casa, los sueños de Antonia se evaporaron como desaparecen del aire, y sin dejar rastros, las pompas de jabón que estallan ante el breve roce de un soplido.
De lo que nunca se privaba Antonia era de dejar abierta la puerta de su pieza: aquello no era un sueño, apenas un atrevimiento. La mulata dejaba sin llave la puerta en invierno, y decididamente abierta de par en par esa misma puerta en verano. Casi ni habría que aclarar que, en esas noches de calor, Antonia se acostaba desnuda y en algunas madrugadas salía, como Dios la había echado al mundo, hasta la pileta del patio, donde refrescaba sus tetas y las motas de su cabeza, mirando desafiante hacia la ventana de la pieza de Porfirio Gómez. Rezaba en sus adentros para que el patrón se despertara con el estrépito del agua de la canilla golpeando en los azulejos de la pileta y para que por fin le viera esas tetas que eran tan descomunales como la bestia que le colgaba a Porfirio Gómez entre las piernas. Sus carnes duras y morenas agonizaban de amor debajo de la luna blanca, y la mulata Antonia se transformaba en una sombra penitente que elevaba oraciones a un dios pagano que no la escuchaba.
Los que sí escuchaban a Antonia eran los mellizos que, cuando comenzaron a merodear la edad en que el bajo vientre comienza a tener sus primeros hervores, asomaban disimuladamente sus cabezas por la ventana de su pieza apenas escuchaban el ruido del agua.
—¡Che, ahí salió Antonia! —le avisó el Cayo Gómez a su hermano menor.
—¡Está desnuda! —se extasió el Chato Gómez cuando alcanzó a ver, en medio de la oscuridad de la noche, aquella piel oscura pero brillante.
La Luna ayudaba mucho para ver a aquella diosa de ancestros africanos: le dibujaba una fosforescente línea blanca en los contornos desnudos de su cuerpo de piedra, con lo que se podía distinguir su negrura de mulata de las negruras de la noche.
Era una loba negra aullándole a la Luna blanca.
Los mellizos Gómez aprendieron de las desnudeces de Antonia cómo es que el cuerpo de un hombre puede desear al de una mujer, y cómo las manos pueden acudir en ayuda del propio deseo y calmar las ansiedades, bajar las fiebres, enarbolar los sueños de Eros, mojando y almidonando las sábanas en medio de estertores nocturnos.
Antonia era la que lavaba al día siguiente esas sábanas y maldecía a los cielos por las inmundicias que dejaban los mocosos, sin sospechar siquiera que era ella misma la que provocaba tales húmedas emanaciones de amor que, con el correr de las horas, se secaban acartonando aquellas telas blancas.
Ironías del destino: mientras ella se pasó la vida deseando al padre, los hijos de aquel padre se pasaron la pubertad deseándola a ella; y así como el padre se pasó la vida ignorando a su criada mulata, la criada mulata se pasó la vida ignorando a los mellizos que echaban sus lavas por ella.
Pero la pobre Antonia no se lo hacía a propósito ni al Chato ni al Cayo. La cosa era así: ella ignoraba a todo hombre que no fuera Porfirio Gómez y esa verdad se había convertido en un dogma y aún mucho más que en un simple dogma: Porfirio Gómez era una religión que incluía creer sólo en él y desconocer a todo aquel que no fuera él.
De todos modos, como Antonia siempre deseó tener algo de Porfirio Gómez, y así como disfrutaba de limpiar y ordenar la habitación del macho de sus ensoñaciones, así también tomó a su cargo la crianza de los mellizos ocupando, de algún modo, el lugar que hubiera ocupado la polaca