Había que darle un corte a todo aquello: Porfirio Gómez entró a paso seguro y decidido, las puertas parecían abrirse solas ante su presencia y cerrarse a sus espaldas como la estela que se consume detrás de un cometa vagabundo. Comenzó a seguirlo una corte de empleados y de amanuenses que habían escrito la historia cotidiana de aquel quilombo durante años. Las putas se sonrojaban las mejillas con pellizcones para eludir la palidez mortal de la noche que aún las perseguía; las lavanderas y las planchadoras se acomodaban las ropas porque ellas creían que debían ser las más pulcras; las fregonas le echaban la última mirada a los pisos y, Céspedes, el joven contador y mano derecha de Porfirio Gómez, lamentaba no tener puesta la corbata sobre el cuello duro, por lo que el gesto de acomodar esa ausencia naufragaba en un acto ridículo que lo abochornaba cada vez que lo repetía.
Esa pequeña multitud fue la que Porfirio Gómez vio o presintió cuando se sentó en su sillón de madera y cuero, detrás del escritorio dominante de su despacho: algunos pocos habían entrado en la oficina y la mayoría merodeaba por el pasillo, pero nadie se había quedado sin acercarse hasta la presencia magnética del supremo jefe. Todos transpiraban, estiraban los nervios hasta un punto de ruptura y rezaban cuanta oración de la infancia les viniera a la memoria.
—Menos mal que vinieron sin que los llamara —dijo Porfirio Gómez— me ahorraron unos cuantos gritos.
La saliva de aquellas pobres almas se había espesado y dolía al pasar por los gargueros. Todos esperaban una catástrofe hecha de gritos e insultos, de castigos como nubes negras.
—Amigo Céspedes —se dirigió a su contador y mano derecha, el joven de la corbata ausente— quiero que tome debida nota de lo que voy a decirle a usted y a los demás.
—Sí, señor —dijo el contador, intentando que el pulso temblequeante no le descuajeringara las manos.
—Se acabó la que se daba —dijo Porfirio Gómez y todos, sin la más mínima excepción, sintieron que comenzaban a levitar, que sus pies se despegaban del suelo y que un viento de muerte barría el piso por debajo de ellos. Nadie se animaba siquiera a respirar, pero Céspedes, que estaba obligado a llevar a cabo la orden de Porfirio Gómez, se vio en la necesidad de preguntar:
—¿A qué se refiere, señor?
—A que este prostíbulo cierra sus puertas para siempre —disparó Porfirio Gómez.
Un silencio denso y profundo trazó una zanja entre el patrón y sus empleados.
—¿Nos mudamos, señor Gómez? —preguntó el contador.
El dueño de los burdeles negó con la cabeza y lo miró buenamente.
—Dije que se cierra para siempre, no que nos vayamos a mudar —aclaró.
Algún lamento sordo apenas si se dejó oír: provenía de los que cogoteaban la escena desde el pasillo, orejeando lo que sentían ajeno.
—¿Qué es lo que pasa ahí? ¡A quién se le ocurre ponerse a llorar en un día tan hermoso como este! —tronó la voz de Porfirio Gómez.
Nadie le contestó, como era de esperar, un poco por temor y otro poco por falta de entendimiento. Lo cierto fue que el aire se había adensado, se había cargado con la electricidad del miedo y de las tinieblas de lo desconocido: todos se imaginaban penando la miseria por las calles, corridos por la desgracia del hambre y por la ausencia de horizontes visibles.
—Este prostíbulo, y el otro de mi propiedad, el de Barracas, se cierran en el día de hoy sin vuelta atrás —sentenció una vez más el dueño de los burdeles.
—¡Pero de qué vamos a vivir, señor Gómez! —se le escapó la angustia por la boca a Céspedes.
Porfirio Gómez lo miró fijamente a los ojos y aquel hombre pensó que eran sus últimos segundos sobre la Tierra.
—Anoche estuve pensando que buena falta nos haría a todos transformar este burdel en un taller de costura —dijo Porfirio Gómez— de modo que le encomiendo, Céspedes, que vaya comprando una máquina de coser por cada mujer que tengamos trabajando en los dos burdeles.
—¿Máquinas de coser? —preguntó Céspedes.
—¿Y yo qué dije? —compadreó Porfirio Gómez.
—Máquinas de coser —cerró preventivamente la polémica el joven contador con cara de batracio.
—Exacto, eso dije: máquinas de coser. Y, además, dije una por cada mujer que tengamos trabajando en cada uno de mis burdeles, los que a partir de hoy, como ya queda dicho, dejarán de ser burdeles y pasarán a ser talleres.
Todos miraron a Porfirio Gómez como si el hombre hubiera enloquecido, pero el hombre no había enloquecido: sólo había cambiado de pareceres.
—¿Por qué no se dejan de cogotear y si quieren escuchar mejor no entran todos en la oficina? —preguntó Porfirio Gómez a los curiosos que poblaban los pasillos.
Como ninguno se animaba a dar el primer paso, Porfirio Gómez insistió:
—Les estoy diciendo que pasen, de modo que entren de una buena vez.
Entraron en silencio los que nunca jamás habían entrado en aquella oficina y vieron de cerca a ese nuevo Porfirio Gómez, dado vuelta como una media por obra del amor de la polaca.
—Miren —dijo ese nuevo Porfirio Gómez— lo que yo he notado en los últimos tiempos es que vivir de los otros no es trabajar, que pasar a buscar una renta una vez por mes, o una vez por día, no es trabajar. Más bien es un estado de miseria espiritual que hunde hasta al que se ve beneficiado materialmente con esa renta y explota al que debe pagarla. Vivir de rentas no es una profesión ni un oficio, es un despojo, un delito de la más baja estofa porque suma, al robo perpetrado, la infamia de la cobardía. El que vive de rentas ni siquiera sabe de la valentía de jugarse la vida en un asalto a un banco. Trabajar, amigos míos, es otra cosa: trabajar es fabricar algo con las propias manos o con el propio cerebro. Y se los digo con conocimiento de causa: hasta el día de hoy yo he sido propietario de casas y de putas. Es decir, jamás trabajé. Viví hasta el presente de las rentas que casas y putas me proporcionaban. Hasta el día de hoy esto fue así, pero no va a ser igual a partir de mañana, mejor dicho, desde hoy mismo.
—¿Y usted cree que vamos a poder vivir igual con esto de los talleres de costura? —preguntó Céspedes, que no sabía para qué lado disparar.
—Vamos a vivir mejor —dijo Porfirio Gómez— las putas ya no van a ser putas, van a ser obreras de taller, en lugar de vender sus cuerpos van a fabricar vestidos para cubrir los cuerpos de otras mujeres como ellas, y ellas mismas se vestirán con los vestidos que sus propias manos cosan. ¿Le parece que eso no es vivir mejor?
El contador Céspedes parecía no entender.
—Pero lo que yo creo es que nuestra clientela no viene hasta acá a buscar vestidos para mujeres, sino que viene a buscar lo que hay debajo de los vestidos de las mujeres —aventuró el contador.
—Esa clase de clientes no va a venir nunca más por acá, creamé —dijo Porfirio Gómez.
—¿Cómo que no van a venir más? —preguntó Céspedes, que se resistía a lo nuevo— hoy mismo, por ejemplo, quedó en venir el doctor Salustiano Luro.
—¿Y qué hay con eso? —inquirió Porfirio Gómez.
—¿Qué le vamos a decir cuando venga? —no entendía el contador, que parecía inclinado a pretender que las cosas permanecieran tal cual habían nacido.
—Al doctorcito ese le vamos a decir que se vaya por donde vino —disparó Porfirio Gómez un proyectil al pasado vestido de luto.
—Con todo respeto, señor Gómez, pero nosotros no podemos decirle eso al doctor Luro… —se escandalizó el contador.
—Le podemos decir eso y muchas cosas más —retrucó Porfirio Gómez.
Y agregó: