—No, señor —admitió Céspedes.
—Tome nota, entonces: ese mocito con aires de prócer modelado en bronce es el encargado de la morgue judicial —dijo Porfirio Gómez, mientras se levantaba de su sillón y se acercaba al joven con cara de batracio para mirarlo a los ojos fijamente y bien de cerca— y la tarea más importante que desarrolla en la morgue es hacer desaparecer los cadáveres que molestan a los conservadores y estancieros de este país. Algunos matones los matan y éste se encarga de descuartizarlos, de que esos hombres y sus ideas no dejen rastros ni memoria alguna sobre el planeta ¿entiende ahora lo que le digo?
—Sí, señor —dijo Céspedes, mientras tragaba a duras penas su propia saliva.
—Insisto, amigo Céspedes —le dijo Porfirio Gómez al contador, apoyando su pesada mano derecha en el hombro del hombre que temblaba— no lo quiero ver más por acá al Luro ese.
Satisfecho con la contundencia de sus propias palabras, Porfirio Gómez volvió a su asiento y dijo:
—De modo tal que quiero que comencemos a comprar esas máquinas de coser y dejemos de pensar en estos molestos clientes que piensan que se llevan el mundo por delante.
—Sí, señor, en estos días comenzamos a comprar esas máquinas —contestó Céspedes.
Porfirio Gómez volvió a pararse:
—Me parece que usted no entendió nada hoy, no sé qué le anda pasando —le dijo a Céspedes— no es “en estos días”, es hoy mismo que tiene que ir a comprar esas máquinas, ¿entendió?
—Sí, señor, hoy mismo voy a comprar esas máquinas —corrigió el rumbo Céspedes.
—Recuerde: una por mujer —dijo Porfirio Gómez.
—Sí, señor: una por mujer —aceptó el contador.
—Esto nos va a hacer bien a nosotros y al país —filosofó Porfirio Gómez—. ¿Vio que ya no vienen tantos vestidos desde Europa? No sé, dicen que es por unas guerras que se vienen. Pero, bueno, sea como sea, habrá que hacerlos acá.
Porfirio Gómez salió de su oficina haciendo un gesto para que el resto lo siguiera.
—Abran de par en par todas esas ventanas cerradas —señaló las ventanas cerradas, que todas ellas estaban así— es necesario que en esta casa entre la luz del sol y cure varias heridas, ¿me entendió, amigo Céspedes?
—Sí, señor Gómez —aceptó el contador.
—Y hay que blanquear todas las paredes de esta casa con cal para matar todas las pestes, la de los cuerpos y las de las almas.
Todos se miraron sorprendidos.
—¡Y hay que empezar hoy mismo, todo el mundo sabe blanquear una pared y, de lo contrario, si no sabe, aprende, que a vivir se aprende viviendo! Anote, Céspedes: a cada mano una brocha, todo el mundo a blanquear paredes. A la noche de hoy esta casa debe ser toda blanca, por adentro y por afuera. ¡La vida está cambiando, amigo Céspedes!
El revuelo era fenomenal, sobre todo en los adentros de cada uno de los que escuchaban las palabras de Porfirio Gómez: Céspedes se resistía, pero aceptaba para no pasar a mejor vida; las putas estaban queriendo ponerse contentas, pero al mismo tiempo se asustaban de tanto cambio y, ya se sabe, todo lo nuevo crea incertidumbre y la incertidumbre es una fábrica de miedos.
Porfirio Gómez, que había semblanteado todas y cada una de las caras que lo rodeaban, tranquilizó al conjunto con estas palabras:
—¡Y no se preocupen por cómo vamos a hacer para sobrevivir hasta que podamos fabricar esas ropas y después venderlas: hoy mismo pongo en venta algunas propiedades y con eso vamos a vivir todos hasta que estos talleres empiecen a dar sus frutos! ¡Si Porfirio Gómez no tiene miedo, ustedes tampoco tienen que tener!
Con esas palabras, Porfirio Gómez dio por estranguladas sus propias miserias, agotada la vida de sus burdeles, liberadas a sus putas e iniciada una nueva era. Se fue dando otro alegre portazo, el segundo de aquel día, y dejando atrás un batifondo de corazones latiendo, y de dudas que se iban evaporando lentamente.
Volvió con su Ford hasta la casona de la calle Honduras y allí lo esperaba la sonrisa amplia de la polaca. Porfirio Gómez se sentía el orfebre de aquella sonrisa.
La mulata Antonia, insatisfecha carnal y espiritualmente, diría —tiempo después— que aquel fue el día inaugural de la locura de su patrón porque lo había visto volver de la calle y, aun cuando nadie había puesto música, esta comenzó a sonar de todos modos y Porfirio Gómez se puso a bailar solo, como si llevara entre sus brazos a una mujer. En realidad, sucedió que la polaca había puesto un vals en la vitrola, y ella y Porfirio Gómez se encontraron en el medio de la sala que daba con sus ventanas a la calle Honduras y bailaron en rondas interminables y vaporosas y sin parar hasta entrada la tarde y fueron felices hasta entrada la noche, recorriendo con aquellos giros acompasados no sólo la sala aquella, sino el interminable patio que llegaba hasta el gallinero y la huerta, y hasta entraban y salían de las otras habitaciones con su ballet giratorio de dos, despertando a los mellizos y las iras de Antonia. Claro está que la mulata de carnes turgentes no tenía ojos para ver a la polaca muerta bailando con su viudo, por lo cual lo único que veía era al viudo bailando solo, y ese hecho maldito dio piedra libre a la malsana leyenda de la infortunada salud mental de Porfirio Gómez, el mismo hombre que aquel diáfano día había dejado de sentirse propietario de casas y de putas, y de avaricias propias y desgracias ajenas.
• • •
El origen de las desgracias carnales de Antonia y de sus ensueños sentimentales fallidos, según la propia mulata se decía a sí misma, se remontaba a aquel infortunado día de verano en que, después de lavar la ropa en la pileta del patio, mientras el sol le calentaba las entendederas y la brisa ardiente le fue transformando el bajo vientre en una brasa, fue hasta el cuarto de Porfirio Gómez para hacer la habitación y tender la cama.
Eran aquellas doradas épocas, para Antonia, en que la polaca aún no vivía en la casa y Porfirio Gómez era, quizás, el soltero más codiciado de todo Palermo. La mulata se había pasado la mañana entera en los fondos de la casona, juntando los tomates maduros de la huerta y dándole de comer a las gallinas, de modo que nada sabía de lo que estaba sucediendo en el resto de la casa.
La mulata marchaba, feliz, a realizar la tarea que más le gustaba: le encantaba entrar en el cuarto de aquel hombre, sentir el aroma a macho que dejaba en las sábanas, refregar con las yemas de los dedos los calzoncillos que su patrón dejaba tirados por cualquier lado, y aun envolver y embriagar su cuerpo con el toallón húmedo que Porfirio Gómez abandonaba en el piso del cuarto de baño. Se soñaba acariciada cuando la tela áspera le rozaba la piel morena, pero aún no tenía en claro si soñaba con su patrón o si soñaba con cualquier hombre, si cualquier olor a macho la alzaba como a una perra callejera o debía ser ese olor que se encontraba solamente en aquella habitación, donde Porfirio Gómez se paseaba en cueros. Pero esa bifurcación aún no se abría como una duda para la mulata.
Lo cierto, es que aquella mañana, que Antonia presentía ya casi hecha mediodía por la perpendicularidad casi perfecta que el sol echaba sobre esa parte del mundo, la mulata encaró la habitación de su patrón, pensando que éste ya no estaría en la casa. Muy por el contrario de lo que solía hacer, Antonia iba en silencio, sin cantar canción alguna, lo que sumado a que sus pies —siempre que no hubiera visitas en la casa— iban descalzos para sentir mejor la tierra que pisaba, envolvía a la mulata en una esfera de misterio.
Antonia abrió la puerta de la habitación y se encontró con el desorden habitual. Fue recogiendo del piso las prendas de su patrón, como en primavera se recogen flores del campo hasta que, en una de las tantas veces en que volvió a erguirse, Antonia se encontró con el inesperado espectáculo de su patrón desnudo, saliendo despreocupado del baño.
Los dos quedaron frente