Nos sentamos cada uno a un lado del escritorio y nos miramos en silencio, el ambiente cada vez más cargado. Eres más joven que la mayoría. Tu pelo canoso aún está mojado. Hueles a una mezcla de cigarrillos y cloro. Las gafas de natación han dejado una ligera marca alrededor de tus brillantes ojos grises azulados, como si fueran comillas. Ojos: globos de agua atravesados por haces de luz, las ventanas del corazón. Siguiendo un acuerdo tácito, esperamos un momento a que ocurra lo que tenga que ocurrir para que sepas que las vías de comunicación están abiertas, que puedo comprenderte a ti y a todo lo que te pasa sin importar lo devastador que sea.
Pasa un momento, luego otro, y otro… Hubo una época en la que no hubiera pensado que esto era amor, pero, ¿qué otra cosa podría ser?
Antes de conocernos hubo una introducción más formal: el informe de derivación. Suelen ser notas breves entre profesionales con los pacientes en copia, y son a la vez insensiblemente explícitas y completamente desprovistas de detalles. Pero no me quejo, sé perfectamente lo ocupados que estamos. En el tuyo se mencionan “problemas de memoria general”, algunos “comportamientos inusuales” sin especificar qué significa “inusual”, y se insinúa que “están sucediendo muchas cosas” en tu vida, como si la vida no tratara precisamente de eso. Y ahora estás aquí en persona, tu pelo mojado cayendo por los hombros y oscureciendo tu camisa de seda, el informe abierto encima del escritorio. Hago una mueca al leer los típicos adjetivos con los que te han descrito, “atractiva”, “resiliente”, “encantadora”, como si no hubiésemos avanzado nada en este último siglo.
Quizá no te das ni cuenta, pues tu atención se enfoca en el final de la carta que llega de repente, inesperadamente, a media frase: “¿Son síntomas psicosomáticos relacionados probablemente con el estrés? ¿O son indicativos de un proceso orgánico incipiente?”.
Dicho de otra forma, ¿se trata de ansiedad o de una enfermedad terminal?
Nuestras preguntas a menudo presentan varias opciones conocidas como diferenciales, como si las enfermedades se enfrentaran en combate: ¿Alzheimer o enfermedad vascular? ¿Alzheimer o depresión? ¿Alzheimer o Cuerpos de Lewy? ¿Cuerpos de Lewy o Parkinson? ¿Parkinson o parálisis supranuclear progresiva? ¿Parálisis supranuclear progresiva o degeneración corticobasal? Y la lista sigue con los pesos pesados de la medicina, no sin antes enfrentarse a los contrincantes más exóticos: enfermedades priónicas, síndrome de Guam, síndrome de Hiroyama, parálisis de Erb Duchenne, enfermedad de Gaucher, síndrome de Sanfilippo, síndrome de Rasmussen, síndrome de Dandy Walker, síndrome de Wallenberg, y los cientos y miles de enfermedades más que aparecen en la guía telefónica de la fatalidad. En realidad tan solo somos recepcionistas glorificados que seleccionamos el nombre de una enfermedad de entre las miles que existen, elegimos tu nombre, es decir, tu nuevo nombre, a veces aportando un toque personal como se hacía en la vieja escuela, pero en general hoy es más bien como si trabajásemos en un servicio telefónico de atención al cliente desde Hyderabad.
¿Entiendes lo que significa esta jerga médica? Claro que sí, lo veo en tus ojos. Y lo veo porque yo lo llevo escrito en los míos. Queremos saber si estás experimentando el inicio de una terrible enfermedad, que siendo tan joven seguramente afectaría a tu funcionamiento en tres o cinco años y te destrozaría dentro de siete o diez… O sencillamente eres humana y estás pasando por un mal momento.
Hacerte hablar forma parte de mi trabajo. Me interesa absolutamente todo: cómo hablas (con un leve sigmatismo ocasional), tu sintaxis, léxico, prosodia, la calidad de tus chistes (se te dan fenomenal), tu concentración, flexibilidad mental, carácter, consciencia de ti misma, si me miras o no a los ojos (sí, y con firmeza). Voy a examinar tu estado de ánimo, tu funcionamiento diario, tu trabajo, tu ocio (“nadar como un pez”), los libros que lees (Grace Paley, Pema Chödrön y al interminable Proust: “una condena de por vida”), cómo los lees (de pie, comiendo patatas fritas) y la música que escuchas (brass bands, Hank Williams, Radiohead). A veces me dejo llevar por las preguntas, me alejo de lo estrictamente relevante para la evaluación médica, pero la curiosidad podría salvar al gato: tu fe, tus dudas, tus preferencias dietéticas (¿también comes como un pez?), tu vista, oído, gusto, olfato. Juntos repasaremos tu historial médico, el de tu familia (tu tía tenía demencia semántica), tu historial de relaciones, tu apetito sexual (“ayuno intermitente”). Y por último la parte crucial; ¿has notado algún cambio? En caso afirmativo, ¿cuándo? ¿Y en qué sentido? ¿Estás segura? ¿Y cómo te diste cuenta? ¿Y cómo puedes estar segura? ¿Alguien más se ha dado cuenta? ¿De verdad? ¿Estás completamente segura?
Intento captar todos los detalles, así como las sensaciones que me produces al hablar. Tu cara: los ojos en forma de almendra como un icono ruso, la línea de tu nariz, la boca apetitosa, lo mismo tensa por el miedo que estallando en carcajadas momentos más tarde… Siempre hay caras, decenas de miles en toda una carrera, cada una hecha de incontables microexpresiones que lo registran todo. Son más imprecisas que un análisis de sangre y menos concluyentes que una punción lumbar, pero son igualmente significativas.
Puedo buscar ayuda en la literatura médica:
Es frecuente que las dimensiones emocionales multifacéticas de los mensajes de los pacientes estén ocluidas en las visitas médicas (Lever y Segnit, 2016), especialmente para los médicos varones, quienes tienden a confiar en las herramientas de toma de decisión racionales primitivas aun cuando pueden ser engañosas (Hammond y Francis, 2018).
Highburger y Kroll (2017) recomiendan prestar especial atención a la expresión facial: contacto visual, postura, movimientos con la cabeza, gestos con las manos, sonidos sublinguales como ‘mmm’ y ‘ajá’…
Morrow et al. (2019) creen que por lo menos el 80% de la comunicación se observa en los comportamientos no verbales, particularmente por gestos faciales y manuales.
A veces la investigación tan solo destaca lo más trivial, a pesar de que nuestros cuerpos y mentes estén codificándose el uno al otro sin fin hasta el más mínimo e ínfimo detalle. A menudo las necesidades clínicas hacen que entremos en terreno pantanoso, como por ejemplo al medir la “intuición”. O, como la definía un estudio reciente, “una vieja zorra que ataca de nuevo”. Pero, definiciones aparte, la intuición es tan solo una contraseña para entender la pequeña cantidad de información que no terminamos de procesar, más allá de la cantidad aún más pequeña que sí procesamos, puesto que la suma de una y otra, de tú y yo, nos supera con creces. Por supuesto, siempre nos preguntaremos dónde hay que trazar la línea, cómo protegernos de nuestras propias interpretaciones excesivamente idiosincráticas o recónditas. Nuestras mentes también divagan, al igual que las de nuestros pacientes.
La única diferencia es que tú te sientes obligada a desvelar hacia dónde divaga la tuya.
—Bueno, veo que soy “encantadora” y “resiliente”, gracias a Dios.
—Lo siento.
Tomo una pequeña nota, escondiéndome tras la escritura. Una gota cae sobre el informe de derivación, seguramente de tu pelo. ¿O es de tus ojos? Quizá vas a la misma piscina que yo aunque no te he visto antes, y eso que estoy allí constantemente, haciendo los largos designados por mi programa de natación.
—Al menos ahora tengo algo en común con Iris Murdoch —bromeas—. ¿Tiene algo que ver con que me