Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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Dios en el hombre, como en la noción del mandato cultural según el cual el hombre debe gobernar sobre la baja creación administrando la totalidad de la vida humana para la gloria de Dios, proveyó el espacio y la orientación para reconocer que la teología y la vida cristiana deben estar interesadas e involucradas en toda suerte de actividades y problemas humanos.

      Es bien conocido cómo Calvino llevó a la vida práctica de Ginebra su comprensión teológica de la vida. La organización social de Ginebra, la educación, la salud pública, la vida política, la actividad económica, todo fue estructurado de acuerdo con un modelo bíblico para la vida humana. Para él no sólo la Iglesia estaba destinada a expresar la realidad teológica, sino que la totalidad del ser y la totalidad de la composición social humana debían también expresar el designio divino. De alguna manera el ideal del Reino de Dios era la visión que determinó la Reforma en Ginebra y desde ahí floreció para el bien de muchos otros pueblos.

      Frente a la amplitud y vastedad del proyecto teológico de Calvino, seguido posteriormente y en diversos grados de imitación en distintas partes de Europa, y frente a la incorporación de sus ideales y modelos en muchos otros proyectos eclesiásticos a través del tiempo, nosotros debemos admitir honradamente que nuestra iglesia no representa de manera apropiada la gran herencia reformada.

      Por principio de cuentas hay que reconocer la desviación teológica que ha alimentado nuestra doctrina y nuestro espíritu como iglesia. Somos herederos no del espíritu calvinista sino de un problema doctrinal surgido en los Estados Unidos. Me refiero a la controversia denominada “fundamentalista”. Dicha controversia, originalmente intento de ortodoxia, llegó en versiones posteriores a degenerar en verdadera herejía. Fue en esta etapa que se moldeó mucho de la mentalidad eclesiástica y doctrinal de nuestra Iglesia en México. Todavía hoy muchos ministros identifican la tradición reformada con el fundamentalismo. Nada hay más erróneo que esto. Porque si bien la doctrina reformada es bíblica y ortodoxa, no es, ni con nada, fundamentalista. El error del fundamentalismo consiste en haber deformado el Evangelio y la doctrina reformada hasta reducirlos a un simple ejercicio religioso sin conexión con la realidad. Primero se volvió a la dicotomía griega que se perpetuó en la herejía maniquea. Luego de disociar lo “espiritual” y lo “material”, el fundamentalismo se engañó creyendo que lo único que importaba al Evangelio era lo espiritual y abandonó la realidad material como algo inaccesible y sin importancia para los efectos de la doctrina “supuestamente cristiana”, convirtiéndose así en un fanatismo oscurantista que cedió la mitad del Evangelio y exaltó su propia mitad como si fuera el todo. No contento con ello, y en aras de una triste ilusión que lo llevó a sentirse campeón de la ortodoxia y la sana doctrina, se inventó enemigos a cada paso para justificar su existencia. Destruyó así el verdadero espíritu calvinista y se volvió hermano espiritual del Santo Oficio o Santa Inquisición asumiendo características anticristianas.

      En nuestro caso, dicha deformación reduccionista es responsable del gradual abandono de la tradición reformada y de su visión teológica global. Por ello aún creemos que el Evangelio es algo simplemente para los templos, cuestión del alma, pero sin eficacia ni relación con la vida diaria. Por eso nuestra Iglesia rehúsa cumplir su función de orientación teológica en los aspectos diarios de la vida. Una prenda de ello es su pretendida apoliticidad y su negación a estudiar, reflexionar y expresarse sobre asuntos de trascendencia ética, social o económica. Para algunos hermanos hasta la caridad cristiana y el servicio social a la comunidad resultan sospechosos por lo menos, si no totalmente fuera del ámbito de la “verdadera” misión cristiana de la iglesia, que se entiende en esta versión reduccionista como simplemente “salvar almas” como si éstas no fueran también seres históricos.

      Tal situación, me parece, delata una franca retirada de la mejor tradición calvinista y presbiteriana. Amerita de parte nuestra una verdadera conversión al Evangelio y al calvinismo, una conversión teológica.

      Vengamos, finalmente, a nuestro último comentario; esto es, sobre el tercer rasgo de la herencia reformada que amerita reflexión. Lo haremos brevemente. Se trata del concepto reformado de la Iglesia y de las relaciones eclesiásticas.

      Los reformadores nunca pretendieron “fundar” otra Iglesia. Su seriedad teológica les impedía ser sectarios. Ellos amaban a la “única”, “sola”, “una” iglesia del Señor Jesucristo. Siempre confesaron esa sola Iglesia. Su propósito y su anhelo fue solamente la reforma de dicha única iglesia. Si las presiones que se ejercieron sobre los reformadores los colocaron fuera del ámbito eclesiástico tradicional oficial, no fue por causa de sí mismos, sino de quienes los “expulsaron”. No obstante, Calvino y Lutero buscaron la unificación no sólo de todos los grupos reformados, sino aun la unidad de la Iglesia universal. Se afirma que Calvino dijo haber estado dispuesto a “atravesar diez mares” si con ello hubiera podido lograr la unidad de la iglesia. En esto se muestra una característica muy propia de la herencia reformada. Es una combinación de firmes convicciones en la defensa de la verdad y caridad cristianas abierta al diálogo con los que piensan de manera distinta, con el propósito de buscar la profunda unidad que liga a todos los creyentes en un mismo Cuerpo.

      Por esta razón, como lo expresamos al principio, el calvinismo nunca se ufanó de su singularidad ni se exaltó a sí mismo como denominación o movimiento confesional a costa de la Iglesia universal. Antes bien, reconoció que la totalidad de la verdad evangélica no reside con exclusividad en grupo alguno, sino sólo en la plenitud del Cuerpo de Cristo, al cual se debe nuestra lealtad esencial y prioritaria. Si la reforma es evidentemente una lucha honrada y absoluta por preservar la verdadera enseñanza del Evangelio y, por tanto, es fuertemente polémica y controversial, también es verdad aunque en esto no se haya hecho tanto énfasis en tiempos recientes en nuestra iglesia que la Reforma consideró la unidad de la iglesia como parte de esa verdad que con tanto celo defendió.

      De ahí que resulte extraño el aislamiento que caracteriza a nuestra iglesia. No es acorde con la mejor expresión presbiteriana. En nuestra manera de ser como denominación se hace notorio nuestro celo y nuestro separatismo. No mantenemos relaciones fraternales ni con los otros grupos más próximos a nuestra tradición. Desde 1971 decidimos aislarnos aun de la gran familia reformada representada por la Alianza Mundial de Iglesias Reformadas.* Es verdad que diferimos con algunas tendencias del Consejo Mundial de Iglesias y que no apoyamos un ecumenismo que sacrifica la integridad del Evangelio o desvía la actividad misionera cristiana, pero no podemos por ello negarnos al afecto fraternal y a la relación cristiana que es esencial al testimonio del Evangelio y a las demandas de Jesucristo. Nuestra voz debe participar en el concierto de los cristianos; aun si no para otra cosa, para manifestar desde las plataformas del diálogo nuestra inconformidad o nuestros puntos de vista. Nuestro aislamiento no sólo hace evidente nuestra inmadurez social, es también una infidelidad al evangelio, un apartamiento de la tradición reformada y un escándalo para el mundo incrédulo.

      III. El llamado permanente

      Volver a escuchar los acentos de la gloriosa voz reformada es experiencia de gran valor y muy saludable. Se nos recuerda nuestro pasado. Se pone al descubierto nuestra estirpe. Se nos aviva la fe. Se reencuentran las raíces. Se afirma la identidad. Se abren nuevos mundos, amplios horizontes, renovadas posibilidades para la actividad, para el cambio, para la transformación y renovación de nuestra iglesia.

      Queda bien claro que no podemos caer en el error de vivir solazándonos en las glorias del pasado. No se trata, por otro lado, de repeticiones estériles o imitaciones grotescas de experiencias ya superadas. No. Se trata de revalorar lo que somos, de un reencuentro con el espíritu dinámico de nuestra identidad histórica para realizar los necesarios movimientos y reajustes pertinentes a nuestra situación y a nuestro contexto. Si podemos resumir la naturaleza de lo que aquí se demanda en términos de la Reforma misma, seleccionaríamos la frase que corre desde el siglo XVI y que se originó en Holanda: Ecclesia Reformata et semper reformanda, esto es, “la Iglesia reformada siempre reformándose”. O sea que estamos ante la demanda de dar cumplimiento a esta esencial cuestión del espíritu del calvinismo: la reforma permanente de la iglesia por medio de la obediencia a la Palabra de Dios y al Espíritu Santo. Lo cual, en nuestro caso, exige muchas reivindicaciones, muchas correcciones en la orientación de nuestra vida eclesiástica, muchos arrepentimientos,