Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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der Dieu’. A Comparison of Calvin’s Commentary and sermons on Acts 7:1-6”, en Calvinus Praeceptor, pp. 287-301.

      Herencia reformada y búsqueda de raíces

      Salatiel Palomino López

      Nuestra iglesia, como parte del concierto universal de los creyentes en Jesucristo, suele trazar su origen denominacional hasta el movimiento reformador del siglo XVI. Más específicamente se identifica con la rama calvinista de dicho movimiento. De acuerdo con este hecho, la Iglesia Presbiteriana en México pertenece a una gran familia (de más de 60 millones de miembros) esparcida por todo el mundo, la que por más de cuatrocientos cincuenta años ha logrado un impactante testimonio cristiano de características singulares.

      La tradición calvinista significó, desde su origen, una transformación profunda de valores, ideales, acciones y formas de vida religiosa, social y cultural que intentaron moldear la existencia comunitaria de acuerdo con la enseñanza del Evangelio. Hubo en los inicios de la Iglesia Reformada una eficacia transformadora que marcó profunda huella en el mundo de la época y contribuyó al surgimiento de un nuevo tipo de sociedad, la sociedad moderna. Por esta razón, ahora que celebramos 450 años de la Reforma en Ginebra y recordamos la obra del gran reformador Juan Calvino, es muy conveniente preguntarnos hasta qué punto, nuestra iglesia en México representa genuinamente los rasgos de la tradición calvinista. Lo más básico y lo más general.

      Sin embargo, una de las primeras cuestiones que es necesario considerar es ésta: ¿vale la pena hurgar en el pasado del calvinismo, como si aquel tuviera algún valor para el presente? Después de todo, ¿para qué insistir en “la tradición presbiteriana” como si no fuera esto contra el espíritu cristiano que encuentra solamente en Cristo la totalidad de su ser y de su identidad? o, ¿no es verdad que Cristo no vino a inventar religiones tales como el presbiterianismo, el catolicismo o el pentecostalismo, etcétera?

      Por principio de cuentas es necesario afirmar que si hay algo que caracteriza a la tradición calvinista es su cristocentrismo, es decir, su acentuado amor al Señor y su total dependencia a Él por encima de cualquiera otra autoridad, institución o tradición. La soberanía de Jesucristo, su absoluta finalidad y significación para la vida de la iglesia es el eje central de la identidad calvinista. Tanto en lo doctrinal como en lo práctico, la tradición reformada no conoce otro centro que el que representa su verdadero Señor y Redentor. Él es la fuente y origen de su ser, la fuerza y motivación de todos sus empeños y tareas, el horizonte y estrella que sigue como meta y fin de su peregrinaje. Así que su esencial identidad cristiana está fuera de toda discusión. Todo presbiteriano, antes que nada, aspira, como los discípulos de Antioquía (Hch. 11.26), a ser primeramente reconocido y llamado “cristiano”.

      De ahí mismo surge el hecho importante de que el calvinismo no pretende agotar la riqueza del cristianismo en sí solo. Se reconoce simplemente como un miembro de la gran familia de los que confiesan a Jesucristo como Señor y están unidos a Él como su Cabeza y Salvador. En otras palabras, la Iglesia Presbiteriana (así llamada por su forma de gobierno a base de presbíteros o ancianos), también conocida como Iglesia Reformada (por haberse originado en la reforma religiosa del siglo XVI) o Iglesia Calvinista (en atención a su más destacado e influyente fundador), se siente unificada y relacionada con la única, sola Iglesia Universal de Jesucristo; y por encima de su singularidad como fenómeno histórico peculiar conocido como “calvinismo”, proclama la prioridad de la Iglesia Universal sobre las distintas y diversas formas de agrupación cristiana, ramas o denominaciones que han venido dando expresión a la fe cristiana a través del tiempo.

      I. Tradición e identidad

      Pero una vez que hemos armado los nexos de nuestra forma de vida eclesiástica con la totalidad del cristianismo universal y, por ende, la identidad fundamental de nuestra iglesia, es necesario también decir otra cosa. Esta otra cosa es el hecho de que el cristianismo es y ha sido siempre un fenómeno histórico que se ha dado naturalmente a través de mediaciones históricas, esto es, a través de grupos y formas concretas que obedecen a situaciones, factores y condicionamientos históricos específicos que influyen en sus formas de vida y culto, en sus ideas y principios doctrinales, en su percepción e interpretación de la vida cristiana, y en los demás elementos de su militancia religiosa en calidad de denominaciones, movimientos o sectas. Dicho en otras palabras, no existe un “cristianismo puro” en la práctica. Ni siquiera sucedió esto en la Iglesia primitiva. Desde entonces podemos observar diferentes formas de expresar el cristianismo. Por ejemplo, el cristianismo de Jerusalén era distinto al de Antioquía. Hubo un cristianismo judaizante, otro internacionalista; un cristianismo al estilo de Pedro y otro al estilo de Pablo; las formas de culto en Siria eran diferentes a las de Corinto. Ciertas costumbres, ideas o formas de vida eclesiástica obedecieron a distintos factores circunstanciales y a la personalidad y estilo de trabajo de los líderes más prominentes. Por supuesto, hay una íntima vena que corre a lo largo de todo el cuerpo de la Iglesia en sus distintas manifestaciones y estilos; a través de ese conducto fluye la gracia divina que alimenta e informa a todo el pueblo de Dios y ello constituye lo esencial, eterno, divino e inmutable del Evangelio; pero esta gracia imperecedera siempre se da en las formas humanas determinadas por factores históricos y circunstancias concretas.

      Es precisamente debido a este hecho que se han generado formas muy prominentes de expresión cristiana cuyo impacto en el mundo es sustancial y permanente. Son formas de vida eclesiástica cuya vitalidad y cuyos efectos perduran a través del tiempo con gran influencia, generando así toda una tradición de cultura religiosa y espiritual. A este tipo de notables formas de vida cristiana pertenece la iglesia presbiteriana; a sus formas de desarrollo a través del tiempo se les conoce como la “Tradición Reformada”. Ahora bien, por cuanto los momentos creadores y las épocas originadoras proporcionan todo su perfil y una identidad a los movimientos religiosos, es conveniente recurrir a esos momentos de tiempo en tiempo para recuperar su visión original, sus propósitos y sus metas primitivas, su dinámica interna, su peculiar interpretación de la fe y la vida cristianas a la luz de los desafíos de la época. Esta visitación al pasado donde se gestó toda una tradición suele ser una experiencia vitalizadora y refrescante que puede ayudar a recuperar el ánimo para la lucha y la orientación para el camino. Pero sobre todo, la vuelta a los orígenes es indispensable para el descubrimiento y vigorización de la propia identidad, elemento sin el cual los individuos y los grupos pierden el sentido de su pertinencia y vocación histórica, su actuación se torna ineficaz y su existencia estéril.

      Por esta razón es muy necesario hablar y reflexionar acerca de la tradición reformada, corriente de la cual somos parte, subsuelo en el que se hallan nuestras raíces, fuente de nuestra identidad y de nuestra riqueza espiritual, y no se trata de un nuevo afán de orgullo denominacional, infructuoso y anticristiano, sino de una seria experiencia de orden espiritual de la misma naturaleza de lo que el Apocalipsis llama “el primer amor”, vivencia que suele inspirar formidables transformaciones y necesarias conversiones.

      Cuando con buenas intenciones y mucha ingenuidad oímos protestas de algunos hermanos que rechazan lo “presbiteriano”, o lo “calvinista”, o lo “reformado”, como excrecencias inútiles y abogan por un “simplemente cristiano” o un “cristianismo a secas” o muestran un “antidenominacionalismo a ultranza” estamos ante un fenómeno de buena voluntad pero de innegable ignorancia acerca de lo que realmente es la expresión histórica del cristianismo. Tal abstracción (“cristianismo puro”) no existe como fenómeno religioso, sólo como ideal espiritual; porque los cristianos somos seres concretos de carne y hueso, por lo que nuestra vivencia de la fe también resulta ligada a una tradición, es generada por ella o es creadora de otra nueva. Quienes insisten en la línea del rechazo a las expresiones tradicionales del Evangelio, con mucha frecuencia solamente representan la lucha de otras tradiciones en vías de formación que bregan contra el orden religioso existente para poder establecer el suyo, cosa que a veces parece suceder inconscientemente. Detrás de esto existe un fenómeno de falta de identidad y, al mismo tiempo, una búsqueda de identidad a través de una tradición distinta; o sea, se trata de un fenómeno de inmadurez religiosa.

      No obstante, al explorar las raíces de nuestra herencia, es conveniente tener en mente lo que decía