Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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de Ginebra muchos colaboradores de valor a quienes confiar el reglamento.

      Las influencias familiares iban por el mismo camino, las que venían de su padre, administrador de bienes de Iglesia y víctima de querellas eclesiásticas. Más aun, su formación de jurista: la licenciatura en derecho parece ser el único diploma que llegó a poseer. De esta manera se desarrollaba en él el gusto por el orden característico de su pensamiento y su actividad: si el principal atributo de la Divinidad es el amor para Lutero y la sabiduría para Zwinglio, el orden lo es para Calvino, para quien el pecado es ante todo “locura”, “ligereza”, “desorden”. Podemos hallar muchos testimonios de ello.

      Mas Calvino fue también estudiante de artes, un humanista, y su conocimiento de las letras antiguas lo marcó tal vez tan profundamente como su iniciación en el derecho. Es cierto que se acostumbra limitar su humanismo al periodo de sus estudios, y Abel Lefranc21 llega a señalar el día mismo en que renunció a ello, que sería el 23 de agosto de 1535, fecha de la primera edición de la Institución: “El 23 de agosto…, el sabio y el humanista han dejado definitivamente el sitio para el apóstol”. Juan Boisset, en su reciente tesis, Sagasse et sainteté dans la penseé de Jean Calvin, ha demostrado, por el contrario, que toda una parte del pensamiento y de la obra del reformador deriva de los maestros de la Antigüedad, y muy particularmente de Platón. Difícilmente explicable a partir de la Escritura, la política civil y eclesiástica de Calvino se hace plenamente inteligible a la luz de las Leyes de la República. Incluso el fundamento religioso de la ciudad. Y la unión de los poderes civil y religioso.22 La aplicación por parte de la Iglesia, servida por el Estado, de penas previstas por las leyes (V, 735 y 736) contra los malos ciudadanos: amonestación, encarcelamiento, deportación, destierro y muerte: desde este punto de vista, las actuaciones de Calvino —tan dolorosamente escandalosas si quieren fundamentarse en algunos consejos disciplinarios de Cristo y en otros pasajes de la Escritura, tomados fuera del sentido del contexto y del Espíritu del Evangelio— se aclaran y se vuelven al menos comprensibles cuando se las relaciona con las enseñanzas del sabio antiguo, para quien el orden de la ciudad es el bien supremo.23

      Un jurista humanista como era el joven Calvino debía proponerse como finalidad la realización de la República platónica en la Iglesia y en el Estado: en cambio, su conversión le obligó a experimentar disposiciones del todo contrarias, propias del pietismo desorganizado del primer “evangelismo” francés.

      El evangelismo francés24

      Hemos indicado ya la prontitud con que fueron conocidos en Francia los primeros libros de Lutero y el nombre de luteranos que se dio a los primeros partidarios de una Reforma más allá del reformismo real y episcopal. Luteranos lo eran no sólo por la doctrina o las aspiraciones religiosas, sino también por los pequeños grupos piadosos que espontáneamente constituyeron y que eran para Lutero, como es sabido, la forma esencial y suficiente (hasta sus experiencias de la guerra de los campesinos y de las visitaciones sajonas) de la Iglesia.

      Su fe25 nos es conocida solamente por las acusaciones presentadas contra los mártires y por las declaraciones y exhortaciones de los mismos. Tiene como centro la “pura doctrina del Hijo de Dios”, tal como fue dicho por el primero de ellos, el cardador de Meaux, Jean Leclerc (ajusticiado en 1524), “la verdad de la doctrina del Hijo de Dios”, que sostiene, igualmente en 1524, el doctor en teología de Tournai, Jean Castellan, y “el verdadero rostro e institución de la cena de Jesucristo”, predicado por Jacques Pavanes o Pouent, de Boulogne-sur-Mer (+1526) y por el jacobino normando, Alexandre Canus, ejecutado en 1533, con las consecuencias de los ataques de Leclerc contra las indulgencias de un perdón y su destrucción de “ídolos que debían ser adorados al día siguiente”, en el transcurso de un procesión, la negativa de Berquin a todo culto e invocación de la virgen, “que corresponden únicamente a nuestro único Salvador”. Dejemos de lado los Pasquines de 1534,26 obra polémica más que exposición de fe, redactada en el extranjero. La más completa exposición de las creencias de estos primeros reformadores franceses se encuentra en la relación de los interrogatorios de Aymon de La Voye, de Noyon como Calvino, fundador de la comunidad de Sainte-Foy junto al Dordoña, y llevado al suplicio en 1541.27 Para decirlo con una sola fórmula, la admirable, en una carta de invectivas de Erasmo contra Farel y sus compatriotas: “Los refugiados franceses tienen siempre en la boca las misma palabras: Evangelio, Palabra de Dios, Fe, Cristo, Espíritu Santo”.

      Saber que Cristo era el único Salvador, con una salvación realizada y entregada una vez para siempre, liberaba a las almas de las observaciones humanas e incluso de todo temor, y les sumía en el júbilo, hasta en el momento de las más cruel de las muertes. Lutero decía: “El que crea esto seriamente, no puede dejar de cantarlo y hablar de ello con alegría, con felicidad, para que los demás lo aprendan y participen de ello”.

      La primera Reforma: una gran llama de fe, una gran llama de alegría. Alegría que acompañaba a los mártires al suplicio. De Anne Audebert, que fue quemada en Orleáns en 1550, Crespin explica que, atada “a una cuerda, como era de costumbre, dijo: ¡Dios mío, el bello cinturón que me regala mi esposo! luego, cuando vio el volquete, preguntó con alegría: “¿Es allí donde debo yo subir?”; de Octavio Blondel, que “le acompañaba un júbilo singular hasta el fin, con lo cual edificó a muchos ignorantes y les dio el consejo de buscar un Salvador y Señor Jesucristo en su doctrina”.

      Ninguno de los escritos protestantes, ni siquiera los D´Aubigné, expresa la fuerza de proselitismo de esta feliz intrepidez como una admirable página de un adversario católico, Florimond de Raemond:

      Ardían entonces las llamas por todas partes. Si, por un lado, la justicia y la severidad de las leyes contenía al pueblo en su deber, del otro, la pertinaz resolución de los que eran llevados a la horca les hacía perder antes la vida que el valor y admiraban a muchos.

      Puesto que veían a sencillas mujercitas buscar el tormento para dar prueba de su fe, y, caminado hacia la muerte, no gritar sino Cristo, el Salvador. Cantando algún Salmo; a los jóvenes vírgenes marchar cara al suplicio con más ilusión que si se tratara del lecho nupcial; a los hombres, alegrarse viendo los terribles y escalofriantes preparativos y utensilios de muerte dispuestos para ellos, y, medio quemados y asados, contemplar desde lo alto de las hogueras, con una energía invencible, los golpes de tenazas recibidos, con un rostro y un porte lleno de alegría en medio de las ganzúas de los verdugos: ser como peñascos que reciben las olas del dolor; en una palabra: morir con la sonrisa en la boca.28

      La mayor parte de estos mártires habíanse dedicado a la predicación y a la propaganda y continuaban muchas veces sobre el patíbulo, entes de que se tomara la precaución de arrancarles la lengua: tal fue Alexandre Canus que no cesó “estando sobre el volquete, de amonestar al pueblo y sembrar la Palabra del Evangelio”, después de lo cual, “habiendo obtenido el permiso de hablar antes de ser ejecutado, hizo un sermón excelente y de maravillosa eficacia, que duró largo rato, enseñando su fe y principalmente la Cena de Señor”. Mas, ordinariamente, la fe de los fieles se alimentaba sobre todo de los libros, “ministros mudos para aquellos que se encuentran desposeídos de toda predicación”, escribe Crespin y nos muestra a “los fieles hambrientos de ser instruidos por el ministerio de dichos libros”. Naturalmente, se trataba ante todo de la Biblia, en una de las casi innumerables ediciones del famoso Robert Estienne (1503-1559),29 antes de que se hubiera extendido la de Olivetan. Sin embargo, existían aquellos “libritos del siglo XVI” que Henry Hauser ha hecho conocer en sus Études sur la Reforme française (París, 1909):

      El pequeño libro en 8 de aquel tiempo, cuyo formato no supera casi a nuestros pequeños en 16, y que sólo está compuesto por cinco o diez hojas impresas, fácilmente se desliza en la hoja del vendedor ambulante. Portátil y manejable, jugó un papel análogo al de la gaceta del siglo XVII, el periódico de nuestra época. Bajo esta forma ligera, incontrolable, ha penetrado en los medios más diversos toda una literatura reformada. Traducciones de Lutero, pequeños tratados, colecciones de plegarias, se han extendido por todas partes. Las escuelas principalmente —las persecuciones dirigidas contra los maestros de escuela dan fe de ello— se han visto invadidas por esta literatura, que ha revestido todos los disfraces.30