Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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como contrapartida de la encarnación, por la que se revistió el cuerpo y los sufrimientos de los hombres, ha querido dar a éste, en la Cena, su propio cuerpo y su propia sangre. Y en esta segunda manifestación de la unión salvifica existente entre el hombre y Cristo radica una exigencia de la piedad de Calvino. No le basta a éste, como no bastaba tampoco a Lutero, que las palabras de la institución de la Cena fueran unos puros símbolos. “He leído en Lutero —escribió— que Ecolampadio y Zwinglio no habían dejado en los sacramentos más que unas formas desnudas y vacías; y así me sentí alejado de sus libros, que me abstuve durante mucho tiempo de leerlos”. A él también este simbolismo le arrebataba “su Cristo”. A este respecto escribió las palabras más claras:

      Del hecho de habernos dado el signo, podemos inferir que también nos ha sido dada la sustancia en su verdad. Porque si no queremos llamar engañoso a Dios no nos atrevemos a decir que nos ha propuesto Él mismo un signo vano y vacío de su verdad. Por lo cual, si el Señor nos representa de manera verdadera la participación de su Cuerpo bajo la fracción del pan, no cabe duda alguna de que nos la entrega también… Si es verdad que se nos entrega el signo visible, como selle de la donación de la realidad invisible, es preciso que tengamos también esta confianza indubitable: la de que, tomando el signo del cuerpo, tomamos también el cuerpo.15

      Y este pasaje que resume toda la cristología de Calvino en función de su concepción objetiva de la Cena:

      Participamos en los bienes de Cristo cuando le poseemos a él mismo. Pues bien, yo afirmo que nosotros le poseemos no únicamente cuando creemos que ha sido ofrecido en sacrificio por nosotros, sino también cuando habita en nosotros, cuando es uno con nosotros, cuando nosotros somos los miembros de su carne, dicho brevemente, cuando, por así decirlo, somos incorporados a él en una misma vida y misma sustancia. Además considero y peso el significado de estas palabras. Porque Jesucristo no se limita a ofrecernos simplemente el beneficio de su muerte y resurrección, sino que nos ofrece, además, su propio cuerpo, el que ha sufrido y ha resucitado. Concluyo que el cuerpo de Cristo nos es dado realmente en la Cena, tal como solemos expresar, es decir, de manera verdadera y para ser alimento salutífero de nuestras almas.16

      En estas palabras sentimos toda la experiencia espiritual de Calvino que le situaba muy cerca de Lutero; por ello no tuvo dificultad en suscribir la confesión de Augsburgo y la concordia de Wittenberg. Pero era teólogo e intervenía en un debate en el cual todos los teólogos de la Reforma habían dado pruebas de su esencia y habilidad. Y no podía ser menos de admitir, pura y simplemente, la consubstanciación, aproximación grosera al no-teólogo Lutero, ni aceptar (con mayor razón) la ubicuidad, que los luteranos integristas de la segunda generación habían convertido en consigna. Le reprochaba, como Zwinglio, el no distinguir las dos naturalezas de Cristo prestando a la humanidad un atributo de la divina. Pero, sobre todo, adherido firmemente a la resurrección de la carne, empezando por la del cuerpo humano de Cristo, confinada la ubicuidad “espiritual” de este cuerpo en las especies para salvaguardar su “materialismo” en el cielo, “sentado a la diestra de Dios”:

      Si entre las cualidades de un cuerpo glorificado incluimos también el que sea infinito y que lo llene todo, notorio es que su sustancia será evacuada de él y que no quedará ninguna distinción entre la divinidad y la naturaleza humana. Además, si el Cuerpo de Jesucristo es cuerpo variable y de características diversas, visible y realmente aparente en un lugar (en el cielo) e invisible en otro, ¿qué quedará entonces de la naturaleza corporal, la cual debe, necesariamente, tener medidas? ¿Y en que se habrá convertido, además, la unidad? (Institución, IV, XVII, 29).

      El luterano Westphal le hacía el reproche de idealizar el cuerpo de Cristo en la comunión: y si lo hacía, era para conservar lo materializado en el cielo, en este lugar bien determinado, situado encima de la esfera visible, donde lo situaba la cosmogonía medieval de Calvino, sentado en su majestad. También en este punto la teología se hallaba dirigida por las representaciones tradicionales de una piedad que había permanecido muy próxima a la piedad de su infancia.

      En cuanto a reunir el cuerpo fijado así en el espacio sobrenatural con los fieles, que lo consumen “realmente, es decir, verdaderamente”, en la tierra, en las especies, Calvino llegó a ello gracias a su teología del Espíritu Santo. Marcadamente trinitario —a pesar de las acusaciones de Bolse; el mismo Server bien lo supo—, da al Espíritu Santo (al Espíritu Santo que es “como el vinculo mediante el cual el Hijo de Dios nos une eficazmente a sí”), una importancia que, prácticamente, no todos los teólogos le conceden.

      Para que la unidad del Hijo con el Padre no sea vana e inútil, es preciso que su virtud se extienda a la totalidad del cuerpo de los fieles. De este modo admitimos que somos uno con el Hijo de Dios, no para significar que el nos transmite su sustancia (esto iba contra Osiander), sino porque, gracias a la virtud de su Espíritu, nos comunica su vida y todos los bienes que ha recibido de su Padre. (Comentario a Juan, XVII, 21).

      Pues bien, no se trata aquí de una unión espiritual, o más bien: “La unión espiritual que nosotros tenemos con Cristo no pertenece solamente al alma, sino también al cuerpo, de modo que nosotros somos carne de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V, 30). Por otra parte, débil sería la esperanza de la resurrección, si tal no fuera nuestra conjunción, es decir, plena y completa” (Comentarios a la I Corintios, VI, 15).

      Una vez más nos hallamos próximos a Lutero, al Lutero que en Marburgo explicaba a Zwinglio que la comunión sembraba de incorruptibilidad al cuerpo corruptible para la resurrección. Pero, ¿cómo puede tener lugar esta inseminación, y cómo pueden los fieles ingerir “realmente, es decir, verdaderamente” el Cuerpo y la Sangre de Cristo, si el cuerpo y la sangre no abandonan el cielo, donde se hallan en una maternidad justamente “glorificada”? La respuesta a tal pregunta se encuentra formulada con especial claridad en una carta dirigida a Bullinger (1562):

      A pesar de que la carne de Cristo esté en el cielo, nosotros nos alimentamos de ella, no menos verdaderamente en la tierra, puesto que Cristo se hace nuestro gracias a la virtud insondable de su Espíritu, de tal manera que habita en nosotros sin necesidad de cambiar de lugar… No encuentro ningún absurdo en afirmar que recibimos verdadera y realmente la sangre y la carne de Cristo, como alimento sustancial, siempre que aceptemos que Cristo desciende hasta nosotros no simplemente mediante unos símbolos externos, sino también mediante la operación secreta de su Espíritu, a fin de que nosotros ascendamos a Él por la fe.

      Gracias a la virtud del Espíritu Santo, que eleva al fiel hasta el cielo, en el momento en que éste recibe las especies en la tierra se opera allí la comunión con el cuerpo de Cristo.

      Sea cual sea —comenta Wendel (p. 721)— el valor de los argumentos que aduce Calvino para justificar de peculiar interpretación de la Cena, no debemos ocultar que su doctrina deja numerosos puntos oscuros, puntos que una exégesis, a menudo apartada del texto, no hace más que disimular, apelando frecuentemente al misterio. A pesar de la función que confiere al Espíritu Santo en el establecimiento de un contacto entre Cristo y el fiel, no acaba de entenderse cómo ha podido sostener que el fiel recibe “realmente” en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo. Es posible que la razón decisiva de ello no debamos buscarla en sus preocupaciones doctrinales, sino en su piedad, que exigía unas afiremaciones muy positivas en lo que tocaba a la presencia de Cristo en la Cena.

      La teología no está obligada a precisar y explicar todos los misterios. Cuando lo hace de manera inadecuada, encuentra su castigo en los contrasentidos de los no-teólogos. Por no haber querido aceptar tal cual, la representación, sin duda ingenua, de la Cena dada por Lutero y hacia la cual tendían todas la tradiciones y las necesidades se su propia espiritualidad, Calvino, con el transcurso del tiempo, ha empujado a sus fieles hacia la concepción simbolista de Zwinglio, que él mismo había denunciado como “falsa y perniciosa”.

      La predestinación nos muestra el mismo influjo de la piedad y de la experiencia y la misma responsabilidad de una teología demasiado explicativa, ha sido considerada, sin razón, como la doctrina central de Calvino, aunque ha llegado a serlo en las épocas posteriores. Para Calvino, igual que para Lutero, era un objeto de simple constatación: “Cien hombres escucharán un mismo sermón: veinte de ellos lo recibirán