Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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otra”.

      II

      Se alzó un hombre, se creó una obra. No nos toca examinarla en detalle. “Esbozo de un retrato de Juan Calvino”: no perdamos de vista lo que implican estas palabras. La obra de Calvino es un océano. Y todavía no lo recorremos con bastante seguridad. ¿Qué aportaba? Una doctrina clara, lógica, coherente, perfectamente ordenada por un maestro al cual, de vez en cuando, resulta tentador aplicar las palabras destinadas a Ario: “una lucidez autoritaria”… Desde luego, y ello no supone disminuir su valor. Lo esencial, sin embargo, es otra cosa —si es verdad que la gran obra histórica de Calvino no fue componer libros, pronunciar sermones, formular y defender dogmas. Fue “educar hombres”. Calvino ha creado, ha formado, ha moldeado un tipo humano que puede o no gustar, con el que pueden o no sentirse afinidades: tal y como es, constituye uno de los fermentos de nuestro mundo, y no sólo de nuestra Francia. Calvino ha creado el tipo humano del calvinista.19

      Lo veíamos hace poco. La época en que surgió Calvino era turbulenta. Los hombres, indecisos, inquietos, buscaban el camino. Muchos de ellos, en el fondo, se sentían satisfechos de no tener que tomar partido. ¿Seguir las vías de la Reforma? Sí, pero al final del camino se alzaba una hoguera; ahora bien, según se presentaba en aquellos años oscuros, ¿valía la Reforma un sacrificio total? Se le veía vacilante, desgarrada, irresoluta y, en lugar de caminar hacia una sólida unidad, desmigajándose. Se oían también las risas de los católicos: “¡Bonito trabajo! Todo lo han rasgado, todo lo han roto y derruido… y ahora son incapaces de poner nada en su lugar”.

      Para salvar la Reforma, había que hablar claro. Colocar frente a los fieles un deber imperioso. Apelar a un sentimiento tan claro, tan fuerte, tan categórico, que hiciera imposible toda vacilación. Que desencadenara un poderoso movimiento reflejo frente a todos los secretos llamamientos a la prudencia. Que hiciera aceptar antes la muerte que un retroceso… ¿Qué sentimiento podía ser ése?

      La época era una época de reyes. Era caballeresca. Era guerrera.

      ¿Guerrera? Piénsese en las guerras de Italia. En los periódicos descensos, al otro lado de las montañas, de las bandas suizas, de los lansquenetes alemanes, de los gascones. ¿En cuántas familias no había un hombre, o a veces varios, que, de grado o por fuerza, habían marchado allá, para regresar con una disciplina anclada en sus hábitos, rudos, feroces, y amigos de repetir la palabra irrevocable: “muerte”?

      ¿Caballeresca? Los comienzos del siglo XVI no habían olvidado ni mucho menos aquel renacimiento de las tradiciones caballerescas del cual los Valois de Borgoña habían hecho un medio de acción y un vehículo de prestigio. ¿Puede negarse el papel que desempeñaron en las conquistas ultramarinas, en las asombrosas aventuras cuyo teatro fueron, sobre todo, Sudamérica y México, aquellos libritos de fácil transporte, impresos y reimpresos por millares, que cruzaban el océano en el fondo del equipaje de los aventureros, aquella literatura que Cervantes ridiculizaría al acabar el siglo, la de los Amadises que acuden en ayuda de los “cuatro hijos de Aymon”, más grata, más completa humanamente, en cierto modo, que esta última, pues al juego de las armas unía el de los amores?20

      El espíritu belicoso. El espíritu caballeresco. En una palabra: el espíritu de Bayardo. Pero era sobre todo una época de reyes este principio de siglo abundante en monarcas tan prestigiosos que en la Iglesia no se vacilaba en calificarlos de semidioses. En Alemania, el Emperador Carlos V, dueño de media Europa y que obsesionaba a la otra media con su presencia; además, como decía él mismo, “dominador en Asia y en África”. En Francia, el rey Francisco, todavía sólido y brillante, con su porte magnífico, su elevada estatura, su aire caballeroso. Luego Enrique VIII y todo un pueblo de soberanos tan pronto vestidos de resplandecientes armaduras como de terciopelos suntuosos, de sedas únicas, cubiertos de pedrería, ensalzados como seres divinos y que movían a tal punto la imaginación que la literatura se apoderaba de ellos —que los protagonistas, en los libros de Rabelais, eran reyes gigantes. Primero esos reyes de leyenda popular, unos reyes de piñonate bonachones y bromistas: los Gargantúa. Luego, auténticos reyes, reyes de corazón y porte reales, réplicas literarias de los soberanos de entonces: los Pantagruel. Pero, tanto unos como otros, gigantes.

      Movilizar todos estos prestigios, los de una monarquía más aún que semisagrada,21 los de una caballería que todavía dominaban las imaginaciones, los de las proezas militares cuyos actores o espectadores no podían olvidar, y ponerlos al servicio del Rey de Reyes, de Dios: tal fue finalmente, desde el punto de vista moral y psicológico, la obra de Juan Calvino. Tanto si él era consciente de ello como si obedecía a poderosas fuerzas que habitaban en él —y que revestían sus pensamientos y sus acciones con un estilo muy personal—, pero que sus contemporáneos adoptaban sin esfuerzo alguno.

      El cristiano tiene un rey al que debe servir ciegamente. Su rey es el Rey supremo y hay que seguirlo a donde sea, ciegamente, hasta la muerte. ¿Transportados por el fervor sentimental? Más bien transportados por la obediencia ciega y la fidelidad llevada hasta la pasión. Y el cristiano está vinculado a su rey por el más poderoso, por el más elocuente de los sentimientos de entonces: el honor. Lucha por el honor de su rey. Y su honor estriba en su lucha por este rey.

      También Lutero proclamaba que Dios era su Rey. Pero el Dios de Lutero era un Dios celoso; al cristiano que se entregaba a él lo tomaba, lo separaba del mundo, le procuraba las dulzuras inefables de la paz, de la contemplación y de la adoración. Credo, ergo sum: ésta era, en cierto modo, resumida, simplificada y ampliada a la vez, una postura de luterano. En cambio, para el historiador atento, no a las formulaciones o a las distinciones teológicas, sino al eco que despiertan en los corazones de quienes, al fin y al cabo, prestan su voz a tantos seres humanos, ago, ergo credo es un lema que podía atribuirse a todo calvinista, en la medida en que resumía un largo esfuerzo aplicado a sí mismo y una concepción de la vida convertida en instintiva. El Dios de Calvino era un jefe. Un jefe militar. El calvinista, un soldado enrolado para la acción y para el combate santo bajo la bandera de este jefe. El calvinismo es una doctrina de energía, por la que cruza el fuerte soplo guerrero y trágico del Antiguo Testamento.

      Hacer lo que Dios quiere… Recordemos que Calvino, toda su vida, ha obedecido las llamadas de Dios. Cuando se lo mostraron fue cuando obedeció primero a Farel y luego a Bucero, en los dos momentos más decisivos de su vida, haciendo lo que, por su propia decisión, nunca hubiera hecho. Y ahora añado: el soldado permanece en su puesto. Calvino se mantuvo en Ginebra. Obstinadamente, contra viento y marea. ¿Por su interés, por su gloria y su prestigio personales? No. Por Dios, de quien era soldado,22 y que se perfilaba en cada instante de su vida y tras cada uno de sus actos, dictando a su hombre las acciones y las palabras. Peligrosa actitud, pues así el hombre queda, en cierto modo, divinizado, se confunde con Dios, acaba por sentirse Dios. Una actitud que implica y absuelve la violencia. Una actitud viril, en cambio, y de inexorable claridad.

      Lo que tal actitud comporta es el odio al equívoco. ¿Es buen soldado el que confraterniza, el que simpatiza con el enemigo? Es preciso elegir el campo. Y defenderlo hasta la muerte. Elegir, sí, pero no se trata de una elección intelectual. Calvino plantea la cuestión en un terreno muy distinto: el del honor. Del honor militar. Y también en esto responde bien a su época. La época que zahiere a los “traidores”, incluso a los que se resguardan con su mentalidad, hasta entonces admitida sin dificultad como válida, de “feudales”: el condestable de Borbón, pongamos por caso. Pero que exalta a los fieles, a los que mueren sin compromiso y quedan como dormidos plácidamente en servicio de su honor, como Bayardo.

      Así es como, de los escrúpulos, de las inquietudes, de las vacilaciones de tantos hombres que no eran forzosamente unos timoratos, pero sí a menudo intelectuales discutidores y sentimentales vacilantes, de su aversión al compromiso, hace Calvino una cobardía.23 Lleva la discusión al plano del honor. Y, al salir de una predicación de aquel picardo hostil a todo pacto con el enemigo, el más mediocre de los que han formado su público siente y reconoce la voz interior a la que alude Stendhal: “Teniente Loutil, ¿acaso es usted un cobarde?”… Después de pasar cinco siglos, esta voz habla todavía en la conciencia de sus remotos descendientes.

      “Dios pone en nuestros cuerpos los blasones de su Hijo. No debemos deshonrarlos”.