Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
Скачать книгу
VIII preludia su ruptura con Roma y comienza a sopesar las decisiones del clero anglicano. Pero nadie sabe aún dónde va a detenerse, en materia de fe, este hombre gordo e impulsivo que pretende ser, a la vez, antirromano y antiluterano…

      Estas incertidumbres afectan a las doctrinas. Son raros los Estados donde éstas se encuentran definidas rigurosamente por teólogos oficiales, accesibles gracias a Confesiones de Fe impresas y, añado yo, aceptadas sin reticencias o críticas por el conjunto de los fieles. En el ducado electoral de Sajonia, donde se ejerce el influjo directo de Lutero, sólo en 1528, en vista de los resultados de la visita de las iglesias, se emprende un esfuerzo importante por poner orden en las prácticas y las creencias. En mayo de 1529, Lutero producirá sucesivamente el Gran y el Pequeño catecismo. Pero desde hace años viene manteniéndose en la tierra una áspera controversia, dramática, violenta, cómica a veces, entre Lutero, Zwinglio, Ecolampadio, Bucero y otros muchos. Abiertamente y en presencia de todos. Incluso los Estados regidos por príncipes adeptos de la Reforma contienen entre sí opiniones prodigiosamente variadas. Y, entre los dóciles que se apliegan sin más a la voluntad del soberano —pasan de luteranos a calvinistas o zwinglianos ad nutum— ¿qué queda aún de apego profundo, consciente o no, a las viejas ideas?

      Se está a la expectativa. ¿De qué? Nadie lo sabe. En el fondo, muchos piensan que todo acabará por arreglarse. De boca en boca se repite una palabra mágica: “el Concilio”… En todo caso, hay teólogos que se insultan, católicos que se regocijan, príncipes que cambian de campo; fieles oscilantes que profesan sucesivamente las más contradictorias opiniones, que se les imponen, pero que no consiguen ponerse de acuerdo; masas rurales apegadas a la superstición, sublevadas por la miseria, en busca de apoyos que no encuentran: un cuadro sin orden, sin claridad.

      En Francia la incertidumbre es aún mayor. El rey Francisco no ha roto con Roma. Pero negocia con los príncipes luteranos. Alta política… En casa, da tumbos. Un día hace que los arqueros de su guardia arranquen a Berquin de las zarpas de los magistrados y, poco después, con un gran cirio en la mano, descalzo, sigue por calles emporcadas todo el trayecto de la procesión expiatoria de junio de 1528 (se había encontrado una estatua de la Virgen mutilada) y deja que quemen al mismo Berquin, al que acababa de salvar a bombo y platillo. Abreviemos. En octubre de 1534 estalla el asunto de los pasquines. El rey pierde la cabeza. El espectro de la guerra social se agita ante sus ojos. Vienen entonces violencias y actos demenciales. El mismo rey que, a principios de 1530, instauraba los “lectores reales” frente a la vieja Sorbona, suprime la imprenta con un edicto increíble y trata como enemiga a la cultura clásica…

      ¿Y en cuanto a las doctrinas? El viejo Lefèvre, por valeroso que sea, no desempeña ni mucho menos el papel del monje opresivo, batallador, lleno de vida y de savia populachera. De los que entonces son llamados “luteranos” ¿cuántos son de hecho partidarios de las doctrinas de Lutero? ¿Y cuántos se proclamaban cismáticos sin reservas? ¡El cisma es algo tan grave, tan temible! Pero es tan tentador el equívoco, tan cómoda la perezosa fórmula: ya hablará el Concilio, ya volverá a coser la túnica desgarrada…

      Equívoco, confusión, desamparo. Fue entonces cuando se alzó un hombre. Y apareció un libro. El hombre: Juan Calvino. El libro: la Institución de la Religión Cristiana.

      Ese hombre ¿se alzó por sí mismo? ¿Actuó sólo bajo las órdenes de su voluntad? No. Rehusemos las simplificaciones de una historia llena de ilustraciones toscas. Calvino no llegó a ser el Calvino de la Historia por haber querido ser el Calvino de la Historia. Llegó a serlo porque otros, desde fuera, lo obligaron a ello.

      Pese a tanta experiencia, seguimos imaginándonos a los grandes hombres abocados, desde la eternidad, por quién sabe qué Providencia admirablemente informada, a representar su personaje con toda naturalidad (o, más exactamente, con toda sobrenaturalidad). Tanto por lo que hace a su papel histórico como a su apariencia física. Antes del Calvino de los retratos clásicos, el predicador cargante de toda nuestra imaginería, hubo en el mundo un picardo pequeño, vivo, despierto, de ojos brillantes y chispeantes —un picardo atrayente, con algo de franco, de abierto, de resuelto.6 Y este joven, estudiante de letras, aficionado a Séneca, no evocaba en absoluto al “demoníaco Calvino, el impostor de Ginebra” al que Rabelais no apreciaba, al igual que Calvino no le apreciaba a él: pero al principio no se odiaban lo más mínimo.7 Calvino, el austero Calvino, el rígido, el predestinado, no nació un buen día en 1509, en Noyon, diciéndose en las profundidades de un subconsciente opaco: “Yo he de ser el Reformador de Francia”. Para que lo fuera, para que se convirtiera en el cabecilla, el maestro autoritario y firme que reveló ser, fue precisa una prodigiosa sucesión de azares. Y de experiencias. Veamos, pues vale la pena, cómo se forja, a través de qué serie de sorpresas y de encuentros se crea un conductor de hombres. Un jefe.

      A la Reforma llegó lentamente y, por así decirlo, paso a paso. Ni rastro en él de vocación religiosa. Ningún gusto precoz por el apostolado ni por la especulación teológica. Su padre, como todos los pequeños burgueses de entonces, soñaba con hacer de él un jurista. Lo cual hubiera permitido a los Cauvin salvar, en la persona de Juan, hecho doctor en derecho y, quién sabe, consejero en algún parlamento, una etapa más en la ruta de los éxitos sociales. Calvino, por consiguiente, estudió derecho, al parecer sin entusiasmo. En Bourges, por influjo de Wolmar, empieza a estudiar las humanidades. Durante cierto tiempo soñó con ser un humanista según las nuevas modas. Y el primer escrito que publicó fue un comentario al De clementia de Séneca, texto que tal vez hizo mal en no releer más a menudo cuando regentaba la buena ciudad de Ginebra…

      En París comienza a vivir con compañeros que quería y los cuales parecen haberle correspondido. Entre ellos, algunos picardos que discutían los problemas que en aquella época apasionaban a todos: me refiero a los religiosos. Por entonces Margarita, hermana del rey, hacía predicar el Evangelio en el Louvre, ante miles de personas, al abate de Clarac, Gérard Roussel, el discípulo predilecto de Lefévre de Étaples.8 Y, ante la reacción brutal de la Sorbona, el rey, con una decisión repentina, exilaba a Beda, su cabecilla, a treinta leguas de París. Crecía la efervescencia, alcanzando al mundo de los negocios, como diríamos hoy. Calvino visitaba con frecuencia a un importante mercader de la calle de Saint-Martin. Un picardo, que iría a la hoguera en 1535.9 Allí se encontraba con Gérard Roussel. De mejor o peor gana, se iba dejando ganar por las pasiones de todos estos hombres. Y cuando, el 1 de noviembre de 1533, por Todos los Santos, el rector Guillermo Cop, al pronunciar el acostumbrado discurso, hizo en los Mathurins, en presencia de cuatro facultades (con los teólogos a la cabeza), un elogio entusiasta de la filosofía cristiana, se sospechó que la mano de Calvino andaba tras el discurso de este médico de Basilea, que la pluma y la lógica de aquél habían colaborado con éste. Sospecha y por tanto investigación. Calvino huyó. Comenzó su vida de exiliado.

      De exiliado, de propagandista y de reformador. Bien es verdad que el humanista de 1532 se ha convertido paulatinamente, en 1533, no digamos en un reformador, en un luterano, pero sí al menos en persona poco segura en materia de fe, como dirían los tribunales de la época. No se ha convertido en un jefe. Es, en el fondo, un tímido. Un hombre que ha de pensárselo mucho antes de avanzar un paso. Un hombre que hay que forzar, agarrar por los hombros y empujar, echar al agua a pesar de su resistencia. Entonces, nada. Y tanto mejor cuanto que ha ido acumulando un tesoro de energía. Pero, si dependiera de él, se hubiera quedado en la orilla.

      El hombre que lo arrojó al agua y, en este sentido, hizo a Calvino, fue Guillaume Farel.10

      Farel, ese hombrecillo delgado, todo nervio, ese montañés de Gap dotado de una resistencia física portentosa y cuya vida constituye una novela de aventuras portentosa: una vida que se mueve de Gap a París y a Meaux, de Meaux a Gap, a Basilea, a Estrasburgo, a Metz, de donde huye disfrazado de leproso en una carreta llena de leprosos auténticos, para reanudar su propaganda en Montbéliard, en Neuchâtel, en Lausana, en Ginebra, allí donde hubiera golpes que recibir y golpes que dar, allí donde se enfrentarán defensores de la vieja Iglesia e innovadores… Ese hombrecillo pelirrojo de ojos llameantes, de obstinada frente montañesa, de nariz seca y cortante, de boca hendida como por un sablazo, de barba estrecha y larga, curva como hierro de alabarda: también él, en verdad, es un hermoso tipo de francés. De cazador alpino,