Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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se puede todavía contar con la suerte de distinguir a menudo los perfiles de subjetividad oculta, invasora, preñante, de discernir las piezas del rompecabezas de la interioridad. Toda la obra escrita y hablada de Calvino puede, así, dejarse descifrar, como si constituyera un inmenso palimpsesto de sí mismo, el texto perdido de un largo conflicto después de un reparto resuelto y equilibrado, pero dispuesto siempre a profundizarse y hacerse más denso. Entrelazadas en esta vida oculta, que es una búsqueda de la verdad del amor y del odio, hay varias historias.

      Y, evidentemente, el meollo de esa obra colosal pero inmensamente subjetiva, la Institución de la Religión Cristiana, debe leerse tanto como una confesión de fe cuanto como un autorretrato, una autobiografía, sencillamente como una confesión. Pero lo mismo puede decirse de casi todas las frases de los innumerables sermones o comentarios pronunciados. Por ejemplo, una que se puede aislar en el séptimo sermón sobre el capítulo primero del libro de Job: “Yo digo que por mucho que el cielo y la tierra se confundan, que el sol se oscurezca, que la luna gotee sangre, que las estrellas pierdan su brillo, que la tierra se mueva, todo aquel que invoque el Nombre de Dios será salvado: Dios protegerá a todos aquellos a los que ha elegido para invocarle”. Pero Calvino añade que todos quienes buscan así a Dios de todo corazón y con toda el alma habrán condenado sus propios pecados, habrán pedido a Dios que les “vuelva a crear para sí”, que les “vuelva a crear para su justicia”. En algunas frases hacía aparición un fragmento biográfico, a la luz del cual se adivina el desplazamiento desde un pasado trágico, triste, a un presente relativamente sereno; a un presente simbolizado teatralmente por su corazón que una mano ofrece a Dios, un corazón tendido hacia Dios.

      La cuestión que, antes que nada, es preciso plantear ya desde el comienzo de este libro deberá sostenerse, en consecuencia, sobre los arcanos de una primera historia de Calvino: ¿cuáles fueron las ideas elementales del imaginario que pudo conducirle a desenredar o a cortar los enmarañados hechos negativos del “laberinto” de su pasado y a tratar de fabricar, mediante una fe alternativa, otra imagen de sí mismo aparentemente desprovista de historia? Existiría una tristeza calviniana. Según ha escrito Roland Barthes, “la división es la estructura fundamental del universo trágico” y, al comienzo de la historia calviniana, habría un universo trágico que, hasta el mismo instante de la muerte del reformador, permanecerá siempre subyacente en sus palabras y sus escritos. En un principio, se valorará y repondrá una primera división, que conduce al constante debate consigo mismo, convirtiendo el espacio interior en un espacio perpetuamente desgraciado e insatisfecho, inexorablemente depresivo y fluctuante. No es necesario dejarse coger en la trampa del anonimato calviniano, pues ese anonimato disimula lo que ha constituido un método liberador frente a un malvivir, un malvivir en el que descansa el riesgo de cualquier instante, puesto que atrae hacia sí o retiene a los hombres a los que Calvino se dirige; puesto que domina además todo el mundo terrenal.

      Calvino no fue el reformador glacial y mecánico, encerrado en sí mismo y sin brillo, si se nos permite hablar de esta manera, que los estereotipos de las tradiciones historiográfico-teológicas muestran llenos de complacencia. Fue un hombre atormentado y agitado constantemente por el recuerdo del pasado desgraciado del que se había liberado con su conversión a Dios, pero al que no dejaba de referirse de forma agresiva cuando se esforzaba por dar a conocer la voluntad divina a los hombres de su tiempo, cuando se presentaba a los incrédulos y a los malvados engullidos por un “abismo” sin fondo, olvidados del propio Dios, buscando a Dios en “desamparo y con disgusto”, en la “duda” y el “fingimiento” y no en la seguridad. Fue un hombre vehemente y colmado de violencia, de fuerza y de seguridad, imantado por un odio poderoso hacia todo lo que creía que trataba de alejar al mundo humano de su único fin, el amor y la glorificación de un Dios todopoderoso.

      Antes de recibir la iluminación divina, antes de inventarse la “vocación” de ser la “boca de Dios”, fue un creyente cogido en medio de una tormenta de deseos contradictorios. Su ser le parecía como flotante e inexistente, inmerso siempre en un estado de conflicto que no le permitía reconocer la vía a seguir para encontrar a Dios. Después de la conversión, cuando dirigía Ginebra en tiempos de la reforma de la Iglesia, trasladó esta desorientación, interiormente sublimada, hacia un mundo exterior, al que siempre quería amar y corregir, al que deseaba purgar de un mal tenaz y ofensivo, dispuesto siempre a reaparecer, siempre presente, siempre aborrecible.

      Después de haber padecido una dura prueba de lucha en sí mismo, se convirtió en un inmenso luchador de Dios, cuya mejor arma fue la palabra, de hecho, la palabra biográfica. La mutación religiosa que aporta el calvinismo fue, por tanto, y ante todo como reacción, un arte de saber hablar de lo opuesto, de saber cómo amar y cómo odiar, un arte del discernimiento entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, un arte de decirse sin decirse. Un arte que, como articulación principal, contaba con una reconstrucción de las relaciones del individuo con el mundo, puesto que el individuo debía pertenecer a una Iglesia que realizaba la unión entre los fieles, miembros de Cristo, y que excluía cualquier relación con los “perversos”, asimilados a “bestias salvajes”.

      Es cierto que, durante la vida, el pecado continuó marcando al hombre de fe que era Calvino, tentándolo a salirse del camino del que sabía muy bien que era el indicado y que estaba balizado para él mismo por la palabra de Dios. Pero la propia conciencia de esta dualidad apartó a Calvino de la angustia. Desde esa óptica, la conversión debe entenderse como una salida de lo trágico y de la tristeza, el fin de una situación subjetiva de la existencia de opuestos destructores: confianza y sospecha, seguridad y duda, fuerza y terror. Los años que la siguen sólo tienen sentido en función de este trabajo liberador que procedió, mediante la proyección del odio hacia sí mismo, en un odio implacable hacia Satanás y hacia el poder de seducción que se creía que éste ejercía sobre la humanidad cerca y lejana.

      En Ginebra, y también desde Ginebra, Calvino encontró una relativa serenidad al entablar un combate inexorable y fraternal contra una impureza que sabía activa entre los hombres y las mujeres de la ciudad, una mácula siempre amenazadora y dispuesta a reaparecer. Por encima de los padecimientos que hacían mella en él al contemplar los vicios de los ginebrinos, descubrió esa serenidad situándose él mismo en una postura didáctica de “campeón de Dios”, convirtiéndose en el profeta de un Dios que no tolera ninguna deserción, que no transige, que ama a quienes le honran y que aborrece a quienes perturban su gloria. Y sabía además que la “vocación” a la que Dios le había llamado le consagraba a un enfrentamiento teatral, le destinaba a luchar siempre por el triunfo del Evangelio, a tratar en todo momento de comunicar e imponer a los demás su experiencia imperativa. Adoptando párrafos retóricos escogidos del apóstol Pablo, consideró su predicación como un testimonio y una enseñanza del amor de Dios que exigía la amenaza y la exhortación, que requería una actividad “ácida”. Servir a Dios consistía también en contar la violencia de los juicios de dios. Amar a Dios y hacer amar a Dios era también proferir la maldición divina, expresar lo que podía percibirse como odio. Su serenidad fue la de una prueba que siempre se vuelve a comenzar, en un movimiento del que él mismo había sido objeto por efecto de la “pura bondad” divina y que deseaba sacar al pueblo de Dios del Egipto de los abuelos y los errores introducidos por Satanás.

      Calvino fue, por tanto, el autor de una gran obra de teatro imaginario, del que, en su interior, en lo más profundo de sí mismo, poseía la certeza de que el autor era Dios y de que comprendía la intriga. Estaba seguro de que Dios distribuía su enseñanza eterna a través de su propio papel y de las reglas inherentes a ese papel de puesta en escena y en palabras.

      En la historia de Calvino hubo, por tanto, varias historias. Pero, al comienzo de esta larga búsqueda de identidad, hubo un Calvino que hay que considerar insatisfecho, desgraciado, perdido y solitario, que no encontraba a Dios y que, al no encontrarse tampoco a sí mismo, erraba por un mundo imaginario que, a la larga, debió revelársele como infinitamente triste, quizás incluso insoportable, inhabitable.

      La vida de Calvino

      Alexandre Ganoczy

      Los biógrafos de Calvino usualmente dividen su vida en tres periodos bien determinados: una juventud privilegiada y estudiosa; una existencia proscrita cuando buscaba hospitalidad