Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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servir de guía, acaban consiguiendo desorientar al historiador por su constante escasez. Las referencias sueltas a su vida, que Calvino ha ido relatando en los márgenes de textos evocadores, como en los Comentarios al Libro de los Salmos o en la Carta a Sadoleto, o aquellas otras que sus allegados (como Teodoro de Beza y Nicolas Colladon), se dedicaron a recoger minuciosamente poco después de su muerte, deberían interpretarse no tanto como los momentos fundamentales de una existencia real, sino como expresiones de una retórica dirigida a mostrar la posible y necesaria universalidad de la relación de unión que mantienen el hombre de fe y Dios.

      Y nada de sorprendente tiene el hecho de que sea precisamente Nicolas Colladon quien se haya interesado durante tanto tiempo por refutar las acusaciones arrojadas por los adversarios de la reforma ginebrina y que atacaban a Calvino tildándole de comportarse como un ser henchido de deseos mundanos, replegado egocéntricamente sobre sí mismo, consagrado por entero a la satisfacción de sus apetitos carnales. En el marco restrictivo que suponía el uso de la denegación de un discurso renaciente, que gustaba de utilizar el registro negativo de las pasiones para descalificar al adversario, su objetivo consistió en mantener a la persona del reformador dentro de los límites de una muerte de sí mismo que este último consideraba como inherente a él. Desde esa perspectiva justificadora, se representa a Calvino como un hombre humilde que nunca deseó “gobernar”. Ni ambicioso ni tampoco avaro, nunca vivió para sí mismo; el dinero no contaba para él. En contra de lo avanzado por sus detractores que hablan de manera desconsiderada de su condición de “mujeriego”, vivió siempre castamente, tanto durante el matrimonio como en los dieciséis años que siguieron a la muerte de su esposa. En suma, era casi un ser desprovisto de pasiones, que cultivaba la moderación en todas las cosas y en todo momento; se caracterizaba por una “mediocridad digna de alabanza”: comía poco, dormía aún menos, pero vivía “olvidándose de sí mismo para servir a Dios y al prójimo en su cargo y por su vocación”.

      Desde esta óptica, su propia persona no estaba interesada en Calvino, pues le era como alguien indiferente y ausente. Y si (según las propias afirmaciones de este historiador biógrafo), Nicolas Colladon se decidió a trazar los jalones de su historia, al margen de la pena que le embargaba por la muerte de un hombre cuya vida se había dedicado por entero a acrecentar la gloria de Dios, fue, a un tiempo, para oponerse a los falsos rumores y a otras calumnias que se hallaban en circulación, para dotar de respuestas a los fieles frente a esas habladurías y, por encima de todo, para evocar indirectamente “la memoria de su doctrina”, para que se le comprendiera mejor en función de ese desprecio de sí mismo. De hecho (y Nicolas Colladon lo decía abiertamente), la biografía sucinta que proponía constituía la narración de una vida ofrecida a Dios, una narración erigida en testimonio y certificación de la infinita misericordia de Dios que, en momentos providenciales, había llamado a Calvino para que edificase al pueblo de Ginebra.

      La cronología de la historia calviniana, desarrollada también poco después de la muerte del reformador, poseía un actor único tras el cual quedaba eclipsado el “personaje” de Calvino: Dios. De esa manera, fueron estableciéndose o haciéndose más densas las bases de una representación mítica del reformador como personalidad glacial e insensible, fría y lejana, enigmática y mecánica.

      El “yo”, en los momentos en los que la retórica calviniana lo hace surgir de la vida del propio Calvino, no se referirá por tanto al sujeto parlante, sino que participará de un procedimiento que exalta una lógica enteramente aceptada y asumida con el único fin de servir a Dios: una “unión sagrada mediante la que nosotros gozamos de Él”. Aun cuando el “yo” intervenga de manera puntual, toda la fuerza, toda la potencia de la enunciación calviniana, estará orientada a expresar la negación de sí mismo, negación de sí en beneficio de la afirmación exclusivista de la grandeza de la voluntad divina. El “yo” no será más que un instrumento de la majestad divina. No existiría ni se debilitaría si no es para quedar ensombrecido o para vaciarse en el verbo imperativo de Dios.

      Es en el prefacio que redactará tardíamente para los Comentarios al Libro de los Salmos donde Calvino recuerda su conversión.

      Pero este acontecimiento debe contemplarse más en un sentido “teologal” que introspectivo. Alexandre Ganoczy ha distinguido ante todo un discurso obligado que, a la manera de los profetas de Antiguo Testamento, se dedicaría a exaltar la gracia de Dios, una gracia que se alcanzaría por encima de la mezcla de flaqueza, resistencia y ceguera, características del hombre antes de verse llamado a convertirse en testimonio del Señor sobre la tierra. Incluso en lo referente a sus acontecimientos más decisivos, el relato biográfico habría sido concebido desde el ángulo de una autosubversión de su objeto aparente, es decir, de lo ocurrido a la persona creyente que era Calvino. En efecto, habría tenido la función primera de edificar al lector basándose en un despliegue cronológico de anécdotas personales que parafraseaban las Escrituras, “en particular los libros proféticos, donde el pasado, el presente y el futuro se condensan y se compenetran, hasta alcanzar en ocasiones su extremo, con la finalidad de proporcionarle al correspondiente acontecimiento una reafirmación teológica”.

      Desde esta perspectiva diseñada por su propio discurso y por los relatos biográficos de sus allegados, Calvino debería entonces dejarse aprehender como el ser aparentemente casi ausente del pensamiento calviniano. La historia individual, fragmentada en breves instantáneas, en el centro de las cuales se encuentra la conversión, no tendría otro estatuto que el de la ilustración o la enseñanza de la incapacidad demostrada por Calvino para continuar insensible ante lo que acabó por considerar como una llamada magistral de Dios. Esta llamada la enuncia, en efecto, como la justicia soberana de un Dios que no ama la iniquidad de una humanidad henchida de “odio” hacia sí mismo, pero que no desea perder y abandonar aquello que “es Suyo”: un hombre del que es Creador, al que ha dado vida. En este universo de representaciones, el pasado se identifica con el cenagal, con la suciedad, con un “lodazal” inmundo e infecto, con una “manera de vivir” que Calvino considera necesario condenar con “lágrimas y gemidos”.

      En el imaginario de distanciación que parece ser el de Calvino, da la impresión de que la vida no está ya orientada por la finalidad que le proporcionaba la doctrina tradicional de la salvación. Deja de funcionar en el marco de la imagen de un barco pilotado por el alma del hombre en medio de las tempestades, y que se esfuerza por ganar la calma del puerto de la salvación. En consecuencia, no puede articular una autobiografía, es decir, el relato de una historia que el hombre habría construido deliberadamente con el fin de inscribirse en el proyecto divino, desde el momento en que ese hombre no existe como tal, puesto que no debe pensarse, saberse, ni realizarse por el ejercicio de su propia voluntad. Incluso aunque se compare la vida a un “peregrinaje”, a un movimiento dirigido hacia un tan difícil de alcanzar en medio de una terrible tempestad, esa vida ve modificada su dirección cuando ya no tiene otro sentido que la gloria de Dios, cuando no puede ser más que el hecho de Dios, quien toma precisamente su vida como una sustitución del ser. No le corresponde al hombre decirla o escribirla puesto que no le pertenece. El movimiento de la historia individual, lejos de representarse ya en adelante como un desplazamiento horizontal hacia la salvación, de la criatura formada por Dios a su imagen, se la figura como un movimiento vertical con el que Dios derrama su santidad sobre el hombre, convertido así en receptáculo de su justicia en una “unión sagrada”.

      De hecho, Calvino utiliza a menudo el recurso a la imprenta o al grabado para describir el itinerario de la persona creyente que él mismo es y en la que cualquier cristiano puede ser llevado a convertirse. Por tanto, su memoria es un olvido dispuesto a propósito de sí mismo, es una memoria sin memoria. No debe ser más que “impresa” o “grabada” por la bondad y por la gracia de Dios. Calvino utiliza también la imagen del “encierro” del hombre, replegado o encerrado en su historia, una situación que sólo Cristo, en tanto que mediador, posee el poder de deshacer. El reformador compara este encierro a “un sepulcro”, del que la palabra de Dios saca al hombre en lo que es una vivificación “en plena muerte”. De ahí la imagen de la apariencia que habría querido dar Calvino de sí mismo, llena de frialdad, de insensibilidad, de impenetrabilidad, un Calvino enunciando imperturbable la verdad de la doctrina, repitiéndola de manera incesante, un Calvino de lo inconciliable y de lo irreconciliable, en tensión por la fuerza misma de su vocación,