Antología de Juan Calvino. Leopoldo Cervantes-Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leopoldo Cervantes-Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417131579
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a continuación, de comprender al reformador trabajando en Ginebra y dedicando todas sus fuerzas a al edificación de “la Iglesia de Dios”, sería como volver a examinar, retrospectivamente, el periodo de un aborrecimiento, siempre consciente de sí mismo, siempre centro y fin del discurso, pero nunca verdaderamente narrado: “Si yo quisiera ahora relatar los diversos combates para los que el Señor me ha ejercitado desde hace ya tanto tiempo, y de las pruebas con las que me ha examinado, todo ello constituiría una larga historia”.

      Precisamente, Calvino no ha relatado esta historia de forma directa. Parece como si no pudiera o no debiera contarse, ni siquiera en el instante o los instantes del vuelco decisivo que supone la conversión. Como tampoco parece que se pueda o de deba relatar su vida en los años ginebrinos, cuando el combate por la vida se convierte en una lucha del día a día y exige una dedicación exclusiva al “trabajo” de glorificación de Dios. Efectivamente, Calvino se esfuerza en no hablar por sí mismo. Cuando se expresa desde el púlpito es el portavoz de Dios. Cuando se dirige al magistrado, lo hace en nombre de la congregación de pastores y de la doctrina del Evangelio. Cuando escribe a los corresponsales en el extranjero, es en tanto que testigo del evangelio. Cuando redacta libelos o tratados, es como enseñante de la verdad que Dios le ha enseñado. En todas las decisiones que se ve obligado a adoptar, no se contempla como Calvino, como un individuo que tiene una historia personal, sino como una simple herramienta de la gloria de Dios, como un instrumento de Dios que exhorta a los hombres a la obediencia y a la fe, como una “boca” de Dios.

      Sin embargo, no hay que detenerse ahí. ¿No es posible deducir también de esta instrumentalización plenamente asumida, la existencia de un Calvino que se ha apropiado de la conciencia de ser un actor de Dios, de un Calvino impregnado por una conciencia trágica sin duda sublimada, pero inclinándose a convertirse en el director de escena de una vida que no pertenece a sí misma? Es un libro excelente, William J. Bouwsma ha demostrado que el reformador utilizaba el vocabulario del mundo del teatro para describir escenas de su propia vida o de la de sus contemporáneos, tanto de amigos como de enemigos. Para él, la vida era como un papel que se debía interpretar auténticamente, con sinceridad y espontaneísmo, en el teatro que ofrecía la conciencia; y en esas condiciones, al hombre hipócrita se le aborrecía como al actor que no interpretaba bien su papel, que simulaba amar a Dios. En consecuencia, es preciso buscar la historia de Calvino allí donde parecería que no debiera encontrarse.

      Desde esta perspectiva desnuda de todo, la biografía del Calvino se revela como lo contrario de lo que da a entender. Se muestra atravesada por una exuberancia subjetiva; no se trata ya de algo sombrío o umbrío, sino coloreado e iluminado. De manera paralela o sucesiva, ha vivido multiplicidad de vidas que cristalizan en la conciencia humilde de ser y de poder ser (según escribe el propio reformador a la duquesa Renata de Ferrara en una larga misiva de 1541), un “fuerte inútil servidor de la Iglesia”. Por añadidura, sus figuras bíblicas, como Moisés, Job, David, Josué, Pablo…, quienes le proporcionaron un registro de palabras y de hechos, de penitencias y de admoniciones adaptable a cualquier circunstancia. Según propia confesión del reformador, ajustarse al papel de David se convirtió así, por una parte, en fuente de gran consuelo y, por otra, en un medio de legitimar su trabajo profético de reforma. Es necesario entender que de esa teatralidad se desprende un mecanismo de constante puesta en escena del que Calvino pensaba encubrir el “sentido ingenuo”, y que buscaba reforzar la propia eficacia el mensaje, la doctrina del Evangelio. Contaba en una teatralidad de reformador que se comprende como un ser que actúa por el Verbo, como un actor que no tiene otra función que la de declamar un texto cuyo autor no es otro que Dios, y con una “vocación” que le permitirá comentar, interpretar y comprender a aquél mediante la apropiación de las palabras, las posturas, los usos y la propia práctica de quienes, en tiempos bíblicos, habían servido fielmente a Yavé.

      En consecuencia, es preciso contemplar la biografía calvinista como un juego pragmático de historias paralelas, como una intriga que, sabiamente y en todo momento, se interpreta escriturariamente y en la cual la técnica de ocultación del yo disimula una potentísima presencia de ese yo. Es necesario imaginar que una parte de esa escenificación fue una puesta en escena engañosa, respondiendo a imperativos tácticos y racionales con los que Calvino trató de reforzar, para sí mismo y para los demás, el impacto de la misión que, como un fantasma liberador, sabía que había recibido de Dios. La insensibilidad y la frialdad calvinista participan de este arte de la composición. No son otra cosa que medios; los medios para el avance de la reforma deseada por Dios.

      A partir de ahí, la historia de la propia vida de Calvino resurgió, de manera subrepticia y con toda fuerza, como la historia de un hombre que se siente profeta de Dios y que instrumentaliza todos los instantes de su vida para representar un papel de actor que trata de atraer a la humanidad hacia aquello que ha sido y es su propia experiencia. Un hombre de fe, pero un hombre de fe ilusionista, atento siempre a no salirse de una teatralidad que tiene por objetivo el cumplimiento de los designios divinos.

      De ahí se sigue que Calvino, consciente o inconscientemente, hable en todo momento de su propia historia. Se revive sin cesar este recorrido mediante una dicción de lo que debe ser el amor y de lo que debe ser el odio, como si el suceso de la conversión hubiera autorizado por fin el discernimiento de una fractura esencial. El reformador se encuentra siempre en el centro de su propio discurso, en el que se adivina una sensibilidad exacerbada, seguro de que Dios se halla actuando en sus actos y sus palabras había estado en otro tiempo al lado de Moisés, seguro de que su fuerza actúa en la seguridad de que la sostiene la mano de Dios, seguro de que todo lo que acaece en el mundo lo hace porque Dios, “obrero”, “superintendente”, lo ha querido, seguro además de que su combate repite el de los profetas bíblicos en que exige que la principal “actividad de los hijos de Dios” sea la de “pisotear sus pasiones” y humillarse. Pasar a formar parte de lo que Calvino denomina la “herencia de Dios” significa entrar en un juego extraordinariamente voluntario de nombramientos de lo que debe amarse y de lo que debe rechazarse u odiarse, desplegar una inmensa energía encarada de manera obsesiva hacia una única finalidad: el “avance” del Evangelio.

      Puede suponerse que la cuestión fundamental que dio sentido a la vida de Calvino y que actuó como hilo conductor de ella fue la que expuso a su audiencia ginebrina en un sermón sobre el cuarto capítulo del Deuteronomio. Era la cuestión que él mismo debía plantearse humildemente sin cesar y que deseaba que los habitantes de una ciudad elegida por la “pura bondad” de Dios se planteasen en todo momento. Dios “nos” ha señalado cuando “nos” ha “injertado” en el cuerpo de Jesucristo, en un amor gratuito que implica una comparación “de nosotros con los demás” y que debe suscitar una constante interrogación: “¿Por qué me cuento entre los elegidos? ¿Por qué Dios me ha elegido para sí?”. Esta pregunta, precisaba Calvino, no debía quedar sin respuesta. Si Dios ha extendido sobre “nosotros” su “brazo poderoso” es por bondad, y esta conciencia de la bondad divina debe determinar una glorificación de Dios, un verdadero compromiso militante, un entregarse de uno mismo a Dios, a su servicio, mediante una palabra destinada a contar a los demás precisamente lo que a uno mismo le ha sucedido.

      El hombre que ignora a Dios y su poderosa soberanía (y al que Calvino dedica de manera repetida en sus escritos o en sus sermones la acusación de corrupto e infiel), debe ser comprendido a la manera de la propia persona de Calvino de tiempos pasados. Lo mismo que también en Lutero, hay en él una necesidad interior de hacerse entrega de sí mismo a los demás, que se abre camino por la conciencia de que los demás son los mismos que el ser con el que se ha podido romper gracias a la conversión. Esta necesidad, creada por el espíritu de Cristo depositado en un mismo, constituye un ejercicio de caridad. Por la intermediación de un modo de expresión teatral, la experiencia única debe convertirse entonces en experiencia colectiva. Se enseña, debe darse a conocer. Cuando utiliza el “yo” o el “nosotros”, Calvino se refiere de manera obsesiva y didáctica a sí mismo, vuelve a trazar los contornos de su pasado, precisamente cuando estigmatiza el vagabundeo errante de quienes creen en su propia justicia; se está representando a sí mismo cuando se consagra a proponer una vida cristiana nueva o cuando anuncia que el mal habita siempre en el hombre. En sus propias palabras, que se caracterizan por el rechazo de un discurso que se refiera a sí mismo, corre paradójicamente una extraordinaria fascinación por su propia