Cuento esta historia parada en Buenos Aires, la ciudad que nunca duerme, con un Obelisco en el centro y una Plaza de Mayo en donde rondan todo los jueves desde las 15.30 hasta las16 horas las Madres con la divisa del pañuelo blanco. Mi activismo feminista, de izquierda crítica, antibelicista, autonomista, queer, abortero, asambleario, justamente se centró aquí. Me parece una imprudencia de mi parte escribir de lo que no conozco. Además, los papeles tan necesarios y urgentes que ayudaron a componer estas memorias moran también en esta gran urbe. Por eso tomé la decisión política de no analizar a lo largo de mi trabajo a ningún grupo o colectiva por fuera de la Avenida General Paz. Si hablo de Rosario o de Córdoba dejo de lado al resto de las provincias. Entonces, me ajusté a lo que conozco, nada más. Como sé que es un fallo arbitrario y autoriza a avivar sentimientos hostiles, invité a colectivas y personas amigas para que me acompañen. En realidad, les manifesté mis deseos de que se asocien a este proyecto. Con muchas de ellas, oriundas de distintos rincones del país, constituimos redes, grupos de afinidad político-afectiva, membresías activistas. El aborto es el único lugar donde convergen todas las tendencias del feminismo. Sus heterogéneas constelaciones se aúnan siempre allí y no, precisamente, en la identidad “mujer”.
Nada mejor que recuperar las palabras de Audre Geraldine Lorde: “Tenemos que habitar orgullosas la casa de la diferencia”. En nuestra situación, esta casa es el aborto. Hablamos de las maneras más diversas para instalar el debate, sus contiendas, sus entradas y salidas de la órbita pública y los modos en que ciertas feministas nos proponemos visibilizar lo que se mantiene entre cuatro paredes de lo íntimo y provoca tanto escozor con solo nombrarlo. Independientemente de lo que apunten la iglesia, los gobiernos, el parlamento, la corporación médica y jurídica, las mujeres implantamos nuestra propia decisión de abortar como una gesta de desobediencia frente al mandato compulsivo de la maternidad. ¿Ante quién nos insubordinamos? Básicamente, desobedecemos a la heterosexualidad como régimen político, así nos enseñó nuestra amada Monique Wittig.
Mabel Bellucci
Buenos Aires, marzo de 2014
1. Marysa Navarro es una historiadora nacida en Pamplona que acompañó el feminismo latinoamericano desde los inicios de su etapa de liberación, participando con ideas, presencia y acciones en la mayoría de los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe. Recibió un doctorado en Historia de la Universidad de Columbia en 1964. Durante 40 años enseñó Historia Latinoamericana en Dartmouth College, New Hampshire. Ha escrito varios libros y numerosos artículos. Es autora de la primera biografía académica sobre Eva Perón (Evita, Corregidor, 1982). Asimismo, se ha especializado en Historia Argentina y en los Estudios de Mujeres en América Latina. También es Académica Residente en el David Rockefeller Institute for Latin American Studies de Harvard University, donde prosigue sus investigaciones actuales. En el presente, está trabajando sobre una historia de la Comisión Interamericana de Mujeres con su colega mexicana Ana Lau Jaiven, además de en un relato de su vida y la de su familia durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.
I. EL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN DE LA MUJER
MARGINALIDADES DINÁMICAS
Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban.
Kate Millet, 1984.
Hacia 1960, el mundo era otro mundo. Estados Unidos irrumpió después de la maraña de destrucción y aniquilamiento que significó la Segunda Guerra Mundial, con el fin de perpetuarse y ejercer su dominio de potencia imperialista del planeta. Promovía desplegar su control sobre la humanidad entera. Sin embargo, ese reino de las necesidades y el consumo también fue el epicentro de la conflictividad en sus múltiples variantes. Así, desde las entrañas del capitalismo imperial se escucharon y se vivieron transformaciones de radicalidad cultural surgidas en los bordes del orden hegemónico, que, a la vez, prefiguraron nuevos modos de vida. Explosionaron como “marginalidades dinámicas”, parafraseando la sagacidad del filósofo francés Félix Guattari; fueron luchas cualitativas y paradigmáticas contra todo tipo de opresión: manifestaciones de la comunidad negra por la conquista de sus derechos civiles, de los y las estudiantes (1), las mujeres, los homosexuales, las lesbianas, junto a un poderoso movimiento antibelicista contra la guerra colonial en un país lejano como era Vietnam, conocido por sus arrozales. Esa década, tan recordada como añorada por las generaciones siguientes, quedó enmarcada por un complejo contexto histórico internacional que originó las condiciones favorables para que estas revueltas se produjesen en el momento y el lugar indicados. Eran tiempos de acelerados cambios geopolíticos que llevarían a la ruptura del sistema colonial de dominación europea.
En 1959, asomó el triunfo de la Revolución Cubana junto con la insurrección de los movimientos de las izquierdas revolucionarias y las exploraciones contraculturales, artísticas, estéticas y musicales en nuestro continente. En el instante que dura un resplandor, las rebeliones cruzaron océanos y continentes. Primaba la tentativa de subvertir el orden social y económico con planteos hostiles contra las instituciones, las normas y las jerarquías. La aparición, en 1949, de El segundo sexo, escrito por Simone de Beauvoir, cumplió su cometido. Desde ese momento, fue un anuncio irreversible de la asimetría de los roles entre ambos sexos.
Dentro de esa coyuntura turbulenta, se acuñó el término “revolución sexual”, que invitaba al varón y a la mujer a experimentar los placeres por fuera de la coalición matrimonio-amor-maternidad, aunque de ningún modo surgieron nuevas coaliciones que compitiesen con las tradicionales o que se hubiesen arrogado sobre aquellas ciertas prioridades. En esta ambicionada “emancipación de las costumbres”, el amor libre, sin límites de edad, fue un componente fundamental para la conquista de una transformación radical dirigida contra el sistema en su conjunto. Pese a ello y a los efectos logrados por la liberación sexual, aunque proliferaban las fiestas de sexo grupal, el nudismo, las exhibiciones de arte erótico y la nuevos rumbos de exploración del cuerpo, la arraigada institución del matrimonio monogámico heterosexual no perdía vigencia.
A la hora de hablar y pensar sobre los modos amatorios de la época, se elaboraron informes científicos que proponían liberar a las personas de la represión coactiva que adaptaba e integraba los cuerpos a un régimen regulatorio dominante. Tanto el pensamiento de Wilhelm Reich como el de Herbert Marcuse repercutieron en este torbellino de reivindicaciones rupturistas. Ambos, con sus teorías, aportaron a la emergencia de los movimientos antisistémicos más emblemáticos de la época. En ellos jugaba un mismo interés por reflexionar en torno a la categoría de familia. Por ejemplo, para Reich, en su libro La revolución sexual, de 1936, esa entidad