Según las estimaciones de Simon Collier, hacia la década de 1850 en Chile central existían mil haciendas, de las cuales 200 eran propiedades selectas, ocupando tres cuartas partes de la tierra agrícola78. Las propiedades cercanas a Santiago fueron las más atractivas y, por consiguiente, las menos proclives a la división antes de 1850. Estos inmuebles gozaban de un conjunto de ventajas: estaban inmediatos al principal centro de consumo, la capital; estaban próximos a Valparaíso, puerta de salida a los mercados externos, y estaban cercanos al Norte Chico minero, con su floreciente demanda de productos. Todo esto aseguraba altos ingresos a las familias propietarias.
Por cierto que esos factores no eran los únicos que explicaban la falta de incentivo para la subdivisión de los bienes raíces. A ellos, según se ha indicado, se deben agregar regulaciones jurídicas como los mayorazgos, que si bien eran solo 28, el conjunto de sus propiedades originó una imagen de estabilidad general de la tierra. A lo anterior se suma el nacimiento de prácticas crediticias institucionalizadas, particularmente desde la fundación de la Caja de Créditos Hipotecarios. Esta empezó desde 1855 a otorgar préstamos con una tasa que fluctuó entre el seis y el 10 por ciento anual, lo que les permitió a los terratenientes extender durante un tiempo la indivisión de sus propiedades. Así, a la muerte del propietario y a la iniciación del proceso de partición de sus bienes, uno de los herederos podía quedarse con el inmueble agrícola obteniendo un préstamo y pagando con él a los restantes herederos el valor de las cuotas que les correspondían en el fundo.
Mario Góngora y más tarde José Bengoa, transitando por una línea similar, han propuesto que no solo la unidad territorial sirvió en beneficio de las prácticas económicas de los hacendados, sino que también le permitió al Estado fortalecer la unidad del territorio cuando este necesitaba hacer realidad su dominio sobre él79.
Universidad Católica de Chile, Santiago, 2005, p. 38.
Muchas crónicas de viajeros extranjeros y chilenos acusan tempranamente el carácter de la propiedad en el valle central. Schmidtmeyer, Graham y, más tarde, Verniory y Orrego Luco dan a entender que la gran propiedad se mantuvo en Chile casi como esta existió en Europa durante la etapa medieval, originando una gran inequidad y frenando el avance social80. Desde otro punto de vista, los mismos viajeros en sus memorias acusan la baja productividad de las haciendas, exceptuando las chacras, que abastecían a la casa patronal y a los villorrios cercanos81.
Desde la segunda mitad del siglo se observan cambios en el dominio de la propiedad. Por ejemplo, se acostumbró a dar en arrendamiento una parte o la totalidad de la propiedad agraria a un familiar o a una persona de confianza. Esto se hacía mediante contratos notariales de arriendo en que se estipulaban entre las partes los montos del alquiler, el plazo del arrendamiento y el uso que se le daría a la tierra. Cuando se ocupaban la casa patronal y los almacenes, el costo aumentaba ostensiblemente. Bauer determinó que generalmente las propietarias mujeres arrendaban sus bienes cuando enviudaban o bien lo hacían algunos varones que, sin mayor vocación por el agro, decidían establecerse en Santiago o pasar largas temporadas en Europa junto a su familia. Los casos más notables en esta línea son Concepción Gandarillas, Dolores Olivares y Carmen Núñez, todas con propiedades en la provincia de Santiago.
Pero, sin duda, el cambio más notable se vinculó a la subdivisión de la propiedad, proceso cuyo lento desenvolvimiento tuvo su punto culminante solo en el siglo XX. Para la etapa decimonónica, la subdivisión de la propiedad se generó en el propio sector de los terratenientes, producto de las necesidades de reinversión de capital y de mayor liquidez. Las consecuencias no se hicieron esperar. Por ejemplo, la vieja hacienda Longaví, otrora la mayor propiedad de la Compañía de Jesús, estaba en el siglo XIX, como se ha indicado, íntegramente en manos de la familia Urrutia Mendiburu. Tras largos pleitos se logró dividir sus 60 mil cuadras en siete hijuelas, cada una de las cuales quedó de aproximadamente seis mil 500 cuadras en promedio82. Esta última situación se produjo antes de 1851, con ocasión del juicio de partición de bienes de la comunidad Urrutia Manzano83. Entre los ríos Maule e Itata había alrededor de mil 540 propiedades en 1820; en el transcurso de la década de 1850, y si confiamos en la información dada por Vicente Pérez Rosales, el número aumentó a cuatro mil 397 predios de menor tamaño84.
Las demandas en favor de la división de la propiedad continuaron en el transcurso de la segunda mitad del siglo. En el afán de enfrentar este y otros problemas, los principales agricultores se reunieron el año 1875 en el primer Congreso Libre de Agricultores, poniendo en debate, entre otras cuestiones, la relativa a la propiedad rústica indivisa85.
EL REGADÍO
La fertilidad y riqueza de las tierras en Chile central se deben no solo al equilibrio climático y a la composición mineralógica y biológica que la constituyen, sino al prolijo trabajo que desde tiempos prehispánicos se destinó a la construcción del sistema de regadío. En términos generales, factores como la morfología del terreno, el clima y la naturaleza de los productos actuaron en Chile central como condicionantes para el establecimiento de embalses y de una densa red de canales de regadío en el valle y en la costa.
No se puede pasar por alto en el análisis del regadío el complejo sistema de distribución de las aguas. En ausencia en la época de estudio de norias, pozos y vertientes naturales capaces de regar grandes extensiones, la extracción de agua se debió casi de modo exclusivo a los escurrimientos cordilleranos. El papel de los ríos desde Copiapó hasta aproximadamente Angol, incluso más al sur, fue en extremo gravitante para el desarrollo agrícola. Tempranamente, ya en los siglos coloniales, se buscó una respuesta para la mejor forma de distribuir el agua. Por las características de los lugares, las medidas variaron de una localidad a otra, pero en general se buscó establecer una regulación legal única al sistema.
En el siglo XIX, el regador, la reguera o teja de agua tuvo un papel destacado. Básicamente era la unidad de medida de la cantidad de agua que desde el río o canal fluía a una propiedad para su irrigación. Por desgracia, las determinaciones del valor del regador hechas en Chile por los ingenieros hidráulicos variaban de manera sorprendente: desde 46,23 litros por segundo, valor dado por Augusto Charme en 1855, pasando por 26,075 litros propuestos en 1856 por Santiago Tagle para el canal del Maipo, hasta 19,18 litros, según el ingeniero Salles, en 1861. En el ya aludido primer Congreso Libre de Agricultores de 1875 se sugirió que la unidad legal de las mercedes de agua fuera el metro cúbico y que las subdiviones de este se hicieran en una unidad de tiempo86.
El volumen de agua variaba de acuerdo a las estaciones y a la demanda, pero siempre se intentaba que la distribución del elemento fuera equitativa87. Desde la segunda mitad del siglo XIX, a lo largo de todo el valle central se comenzaron a aplicar las ordenanzas de repartición de aguas. Entre ellas, las más notables son las de los ríos Chimbarongo, Teno y Guaiquillo, de 1872, y la del río Chillán,