Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Eduardo Vargas Cariola
Издательство: Bookwire
Серия: Historia de la República de Chile
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789561424562
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elevado rendimiento en los primeros años, pero a poco andar la erosión se convertía en un freno a la actividad agrícola. En algunas localidades, como en la proximidad de Constitución, el fenómeno se vio agravado por el desplazamiento de las arenas del mar y de los ríos, que convirtieron amplias zonas en campos de dunas. El fundo San Francisco, situado a 45 kilómetros al norte de Constitución, de cuatro mil hectáreas, fue limpiado en una extensión de mil 700 hectáreas entre 1850 y 1860 y fue, durante 20 años, un importante productor de trigo. A partir del decenio de 1870 comenzó a ser invadido por las arenas, y al iniciarse el siglo XX unas mil 200 hectáreas estaban cubiertas por ellas146.

      Con mucha exactitud subrayó Julio Menadier el visible deterioro generado por la incorporación de las tierras al cultivo de los cereales al aludir a la hacienda Cauquenes, de unas 150 mil hectáreas, buena parte de las cuales correspondía a sectores cordilleranos:

      Destruidos allí, como en casi todas las haciendas de la región central, los tupidos bosques, han de pasar largos años hasta que estos vuelvan a encontrarse en su estado anterior, y más tiempo se requiere todavía para ponerlos en estado de explotación metódica y por eso muy provechosa. […] Hasta ahora la explotación de bosques no significaba otra cosa que su devastación completa; en lugar de aprovechar concienzudamente la gran riqueza de árboles idóneos para la construcción, para usos industriales y domésticos, se les ha destruido completamente y sin pensar siquiera en los perjuicios de distinto género que forzosamente habían de desprenderse en lo futuro por esta manera de proceder. […] Varias veces hemos indicado que la tendencia general de la agricultura nacional consiste en obtener una producción rápida y muy remunerativa en el más corto espacio de tiempo, y estos requisitos no se concilian bien con el cultivo forestal…147.

      Como es sabido, la exportación triguera a San Francisco, Sidney y Victoria fue breve, pero permitió dejar a la agricultura chilena en buen pie cuando en el decenio de 1860 desde Buenos Aires se necesitó trigo para satisfacer las necesidades creadas por el flujo de inmigrantes. Algo similar sucedió con los puertos ingleses de Bristol y Dover, que desde 1865 fueron receptores del trigo y cebada chilenos. Brasil, por su parte, era mercado para el trigo y la harina chilenos desde comienzos del siglo XIX148.

      También existió una moderada presencia de exportaciones no tradicionales a diferentes partes del mundo durante el siglo XIX. Entre ellas, cabe destacar las aceitunas del valle de Santiago, que desde 1844 se exportaron a California149. Otro tanto ocurrió con la cebada, enviada a Alemania y Perú para la producción de cerveza. Algunos derivados de la uva, como el aguardiente, se exportaron a Bolivia y Perú.

      LA MANO DE OBRA

      La situación de los trabajadores agrícolas durante el siglo XIX ha sido extensamente analizada desde la segunda mitad del siglo pasado. Existe un consenso casi generalizado en que inquilinos y peones, tal como sucedió en el Norte Chico, fueron las piezas fundamentales en el desarrollo de la vida campesina en Chile central, que de un modo u otro es una radiografía de la evolución social del país.

      Al igual que todas las categorías de la agricultura chilena que se han estudiado hasta aquí, la mano de obra es el resultado de un proceso largo y complejo que tardó más de 100 años en formarse y que se terminó de modelar en el transcurso del siglo XIX.

      Por razones diversas, desde mediados del siglo XVIII el valor de la propiedad aumentó considerablemente en Chile central, lo que ocasionó la disminución de las tierras susceptibles de venta. En estas circunstancias se consolidaron las figuras del inquilino y del peón. El primero, como se ha visto al tratar de los valles transversales, vivía en el interior de la hacienda, generalmente con su familia, y prestaba servicios según previo acuerdo con el dueño de la propiedad. El segundo, también llamado jornalero o afuerino, era un trabajador estacional que no residía permanentemente en la hacienda y que, de acuerdo con sus necesidades, se trasladaba de un lugar en lugar, a veces sin un destino fijo150. A pesar de ello, ya entrada la segunda mitad del XIX, alcanzó en algunos lugares cierta estabilidad, que los transformó, en palabras de Gabriel Salazar, en peón estable151 y que anteriormente ya eran denominados peones sedentarios.

      A lo largo del siglo XIX no hubo una legislación concreta en torno al mundo rural y particularmente en relación con sus vinculaciones laborales. Debido a ello, el trato de palabra se sobrepuso en algunos casos al legal152 y, por lo mismo, la situación del trabajador no era exactamente igual en todas las haciendas. El papel de los inquilinos dependía del convenio que se pactaba con el propietario, motivo por el cual las actividades que estos desempeñaban eran muy variables. Por ejemplo, los inquilinos pagaban la renta de la tierra que utilizaban en productos cosechados, como trigo, animales y en ocasiones con herramientas. Ante este sistema, el diputado Manuel Cortés presentó en 1823 un proyecto para acabar con lo que consideraba un abuso153. En Rancagua, hacia 1823, la renta por pagar consistía en dos fanegas de trigo por cuadra154. Años más tarde, en 1840 en las comarcas de Parral el arriendo se pagaba con cinco fanegas de trigo155.

      El trabajo en el campo era desarrollado por el inquilino en dos áreas: en las tierras que arrendaba y, además, en las tierras del hacendado. En cuanto a estas últimas, sabemos acerca de ellas por una cartilla de campo que circuló en su primera versión entre 1846 y 1867. En esta se indica que actividades como la trilla, la vendimia, el cercado de tierras, el rodeo y el trabajo en las tierras, cuando se necesitase, eran actividades propias de los inquilinos como uno de sus deberes hacia el hacendado156. En cuanto a las propiedades que arrendaban, generalmente se dedicaban a sus plantaciones y ganado, si poseían animales. Estos eran los principales recursos económicos del inquilino, que le permitían vivir el resto del año.

      De acuerdo al trato que se celebraba con el dueño o administrador de la hacienda, los inquilinos podían alcanzar, si se lo proponían y con algo de suerte, una vida de cierta holgura, ya que no pocos lograron arrendar mayores extensiones de tierra o comprar un terreno próximo a una villa o ciudad.

      Hacia la segunda mitad del siglo, el inquilinaje sufrió una evolución en cuanto a sus derechos y deberes, al menos en la forma. En una memoria de prueba de la Facultad de Leyes del año 1867 se deja constancia de que los inquilinos tenían obligaciones específicas, según la estación del año. En invierno debían asistir a las araduras; en primavera, a los rodeos y trasquilas; en verano, a riegos, cosechas y trillas, y, en otoño, a la vendimia y poda157. Del mismo modo, parece comenzar a distinguirse algunas subcategorías del inquilinaje, de acuerdo a su posición social y a sus funciones dentro de la hacienda. En consecuencia, había inquilinos de diversas clases. Así, estaban los del norte, los verdaderos inquilinos, que gozaban de libertades, y los del sur, que se caracterizaban por ser muchos de ellos propietarios158. Un autor, Santiago Prado, estableció solo dos: los de a caballo y los de a pie. Los primeros, compuestos por vaqueros, capataces y mayordomos, tenían un salario, y a ellos generalmente se les encargaba el cuidado de potreros, plantaciones y peones, mientras que los segundos trabajaban diariamente en la hacienda y entre sus obligaciones tenían la de echar peón, es decir, poner un trabajador, el obligado, a sus expensas, con un sueldo de 50 centavos al día159. Muy frecuentemente, el obligado era hijo del inquilino. Por último, en algunos casos existía el llamado inquilino de patio, que tenía por función servir en la casa patronal a cambio de recibir un jornal de 18 centavos al día más habitación, alimentación y seis fanegas de tierra160. A menudo, el inquilino podía, mediante un contrato de mediería con el patrón, convertirse en un productor de cierta envergadura e, incluso, en propietario161. Cabe advertir que habitualmente las familias de los inquilinos proveían de personal femenino para el servicio doméstico de los patrones, tanto en el campo como en la ciudad.

      Parece difícil probar la hipótesis propuesta por Salazar de que los propietarios comenzaron a desconfiar de los inquilinos por la “empresarialidad independiente” exhibida por estos, a lo que habría ayudado la tecnificación de las labores agrícolas, que obligaba a contar con trabajadores más especializados. Sin perjuicio de las probables tensiones entre unos y otros, que a menudo llevaba a la expulsión de los predios de los segundos,