El desarrollo de la minería en Coquimbo y Atacama consolidó un importante mercado para esos productos, ampliado, al concluir el periodo en estudio, por la incorporación a Chile de las salitreras de Antofagasta y Tarapacá. A pesar de ello, es necesario reconocer que la productividad de la vitivinicultura no fue alta ya que, si bien presentó algún progreso, era una inversión cuya elevada rentabilidad solo se alcanzaba en el mediano plazo. Además, sus costos comparativamente altos no favorecieron su extensión, frenando el desarrollo de ese cultivo en los escasos suelos existentes con esa aptitud, al menos en Aconcagua50.
Siguiendo la práctica de la zona central, también en los valles transversales se experimentó con cepas francesas. Las introdujeron en Elqui Jacinto Arqueros, en el valle del río Turbio, y Juan de Dios Peralta, en el valle del río Claro51. Asimismo, se sabe de la existencia de cepas francesas en el valle del Limarí, en Ovalle, y específicamente en la hacienda Carén, de Gallardo Hnos52.
Otra actividad derivada de la fruticultura, y que en el periodo exhibe cierto desarrollo en los valles por el aumento de la demanda interna, fue el secado de las frutas, en particular de los duraznos, para la producción de huesillos y orejones; de la uva, para las pasas, “superiores a todas las especies conocidas”, según el geógrafo Pissis53, y de los higos.
La principal traba que hubo de enfrentar la actividad agrícola fue la mala calidad de los caminos, que dificultaba y encarecía el transporte de los productos a los mercados. Este problema, huelga decirlo, no fue propio solo de los valles transversales, sino que afectó a todo el país y fue determinante en la mantención de la estructura de la propiedad: un gran predio en el norte o en el sur del país podía generar una renta sorprendentemente inferior a una chacra situada en Ñuñoa, como se verá más adelante. Dependiendo de la naturaleza de la carga y de la región, el transporte continuaba haciéndose con burros y mulas y, en caso de haber algún camino, con carretas tiradas por bueyes. El valle de Aconcagua es muy representativo de esa deficiencia, agravada en los decenios iniciales del siglo XIX por la oposición de muchos hacendados a las obras camineras, a menudo cerradas con tapias o cruzadas con cauces de acequias. Los problemas para trasladarse a Valparaíso y a Santiago produjeron un virtual aislamiento de un importante sector del valle. Todavía hacia 1840, como lo anotó Abdón Cifuentes, “las comunicaciones eran tan escasas y difíciles, que recuerdo que en nuestros viajes a Santiago decíamos: vamos a Chile…”54. Solo en 1864 concluyó la construcción del camino de San Felipe a Llaillay, estación del ferrocarril de Valparaíso a Santiago. La unión con los valles de Putaendo, La Ligua y Petorca se pudo alcanzar en 188955. De las innumerables dificultades para el transporte de productos desde su hacienda Las Mercedes, en el valle del Puangue, a Valparaíso o, durante la guerra con España, a Algarrobo o al “puerto viejo de San Antonio”, dejó numerosos testimonios el expresidente Manuel Montt en su correspondencia56.
LA MANO DE OBRA
El género de trabajo que demandaba la producción agrícola en el Norte Chico condicionó las características del trabajador y su relación con el empleador. Al igual que en la zona central, en los valles transversales las figuras del inquilino y del peón fueron las preponderantes, resultado de un proceso largo y complejo que se arrastraba desde el siglo XVIII.
El inquilino, originalmente un español “pobre” y carente de tierras que arrendaba un retazo a un propietario pagando con trabajo el importe de la renta, vivía dentro de la gran hacienda o en las quintas y chacras anexas a esta. Generalmente no estaba sujeto a un permanente cumplimiento de labores, sino solo a lo acordado con el dueño de la propiedad. En la parte alta de los valles no es fácil encontrar al inquilino, pero sí al peón estable, lo que puede explicarse por el menor tamaño de los predios y por la temprana especialización de sus cultivos, en especial las viñas. El peón de paso para las temporadas de trabajo, conocido como afuerino, recibía un sueldo diario por las labores que se le encomendaban. Después de cumplir dichas tareas, podía desplazarse hacia haciendas vecinas o salir de la región en busca de oportunidades en otros lugares.
En una visita al valle del Limarí, en particular al fundo homónimo de propiedad de la familia Guerrero, Domeyko recordó que las faenas diarias las desarrollaban los inquilinos, quienes, asentados indefinidamente en la hacienda, estaban comprometidos al trabajo que giraba en torno a la recolección, al corte de pastos y a arar. Para ello el hacendado les facilitaba la comida del día, caballos, bueyes y carretas57. En las fechas estivales, las actividades se volcaban a otras áreas, como el rodeo y el arreo de animales hacia y desde las veranadas cordilleranas.
A cambio de la labor de los inquilinos, el patrón les entregaba una porción de tierra para que la trabajaran. De los productos que se extrajeran de ella, como maíz, porotos, sandías y melones, en algunos casos la mitad correspondía al hacendado, que de esta forma cobraba el arriendo de su tierra58. Se sabe de casos notables de enriquecimiento de inquilinos mediante el arriendo de terrenos a sus patrones, estando bien documentado el caso de Alberto Carvajal, inquilino de Pedro Cortés Monroy, dueño de la hacienda Quilacán, convertido al concluir el siglo en importante productor de papas y dueño de varios predios agrícolas59.
Los peones pasaban generalmente la estación de cosecha y rodeo en la hacienda, siendo su permanencia inestable en comparación con la de los inquilinos. El pago a estos, al igual que a los inquilinos, era diario. Por ejemplo, un día común de labores del peón consistía en trabajar desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las nueve de la noche, descansando una hora para desayunar y, a eso del mediodía una hora para almorzar. En la casa principal de la hacienda había una taberna a disposición de los peones, recuperando así el patrón parte de la inversión60.
En 1825, en la hacienda Ocoa, la realidad de los inquilinos y peones era bastante parecida. El horario de trabajo de los peones en verano era de 14 horas; aproximadamente desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde y, en invierno, de nueve horas, desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. En ambas temporadas recibían dos comidas por jornada: el almuerzo al mediodía con dos horas de descanso y, al atardecer, la cena61.
La situación del trabajador de los valles transversales fue bastante particular, a diferencia de sus congéneres del sur, por varias razones. En primer lugar, un porcentaje no despreciable de ellos provenía de otras comarcas, principalmente de la zona central y sur del país; en segundo lugar, solían desempañar una doble actividad: cuando no era conveniente trabajar en la agricultura, particularmente en invierno o cuando bajaban los precios, se dedicaban a la actividad minera. Esto explica que la mano de obra en los valles transversales fuera volátil y, en algunas oportunidades, escasa. Muchas veces, por la necesidad de captar trabajadores para la actividad de la hacienda, era necesario hacerse de peones mediante atractivas y generosas ofertas de trabajo. Pero, en general, el agro estaba lejos de dar remuneraciones parecidas a las otorgadas por la minería. Y lo que un trabajador ganaba en esta era aproximadamente la mitad de lo que podía recibir en las salitreras de Tarapacá o en las labores de construcción de vías férreas en el Perú, razón de la considerable emigración de chilenos en las décadas de 1860 y 1870. Otra peculiaridad de la mano de obra de los valles, en especial en la parte alta de los mismos, en que abundaban las pequeñas propiedades, fue que los dueños de estas y sus familiares ofrecían sus servicios en los fundos medianos y grandes.
LAS INNOVACIONES TECNOLÓGICAS
El desarrollo tecnológico en los valles transversales dependió tanto de la recepción de las nuevas tendencias en el agro, particularmente