En el valle de Huasco, en Atacama, las propiedades se caracterizaron tempranamente por ser pequeñas. En su recorrido por el norte, Domeyko observó que ese valle, junto con ser de un verde profundo, al menos en su parte baja estaba dividido en varias haciendas7.
La estructura de la propiedad variaba de valle en valle. Por ejemplo, en el valle de Panquehue existían hacia 1858 tan solo tres haciendas, que ocupaban la totalidad de la angosta explanada: San Buenaventura, de Máximo Caldera Mascayano; San Roque, de Vicente Mardones Constanzo, y Lo Campo, de Juan José Pérez Cotapos de la Lastra8. Poco más tarde este cuadro se modificó con la división de esas tres haciendas en más de 20 propiedades9.
Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de La Ligua, la propiedad muestra los signos de las continuidades y variaciones en su forma de dominio. Según Mellafe y Salinas, allí la gran propiedad predominó durante la primera mitad del siglo XIX, tal vez por obra de prácticas destinadas a mantener la integridad del predio. Así, la hacienda Jaururo pertenecía en 1853 a cinco herederos, cada uno de los cuales tenía el usufructo de su parte, con lo que se mantuvo la unidad del bien raíz. La hacienda El Blanquillo, en cambio, se subdividió en 27 inmuebles entre 1820 y 185310.
En los valles meridionales se observa con mayor claridad la progresiva extensión de la propiedad agraria que, como las anteriores, desde mediados del siglo XIX lentamente se empezó a fragmentar.
En la región de Aconcagua, cuyas tierras son regadas por el río homónimo y por el río Putaendo, las propiedades eran, en comparación con las del norte, mucho más extensas. Así, por ejemplo, la hacienda Longotoma, de los agustinos, y más tarde de Francisco Javier Ovalle, tenía una cabida de 12 mil 930 cuadras. Según el catastro de 1833, su renta de cinco mil pesos la situaba con el número 51 entre las mayores propiedades del país11. Un poco más al sur, la hacienda Catapilco, de Francisco Ramón Vicuña, contaba en la década de 1830 con 36 mil cuadras. Un tamaño similar exhibía la de Pullally, de José Miguel Irarrázaval12. Para el catastro, sin embargo, la primera tenía una renta de seis mil pesos, con lo que quedaba en el lugar 19 de las mayores propiedades rurales, en tanto que la segunda, con cinco mil, se situaba en el lugar 3513.
El minifundio estuvo marcado por la tensión producida por dos fuerzas divergentes: la tendencia a la subdivisión, por una parte, que al permitir solo una economía de subsistencia acentuaba la pobreza del propietario y de su familia y era un estímulo poderoso para el abandono de la tierra, y, por otra, la acumulación de tierras, mediante compras y arriendos, por parte de los campesinos dotados de mayor sentido empresarial14. Estas compras podían ser de tierras contiguas o separadas, lo que en este último caso hacía más compleja su explotación, y tal vez más costosa. La información relativa al departamento de Putaendo para el periodo 1869-1878 es significativa: el 78,3 por ciento de los predios medía menos de media hectárea, y abundaban los discontinuos15. Pero la compra de tierras en el intento de incrementar la cabida y asegurar al grupo familiar una posible salida del círculo de la pobreza no era una garantía de estabilidad de la propiedad raíz. En efecto, apenas el campesino moría sus tierras eran automáticamente objeto de división. Así, por ejemplo, al hacer José Marín su testamento en 1873, dejó dos predios en Putaendo, uno de media cuadra y 14 varas, y otro de una cuadra y 14 varas para que fueran repartidos entre sus seis hijos16. Borde y Góngora llamaron la atención sobre los intentos exitosos de propietarios pequeños o medianos del valle del Puangue, en el departamento de Melipilla, de incrementar la cabida de sus predios mediante compras y convertirse en grandes hacendados. Lo interesante de estos mecanismos de concentración predial es la fragilidad exhibida por los inmuebles reconstituidos, los cuales, después de una o dos generaciones también se fragmentaron17. Cabe observar, por último, que el aumento de la población a partir de 1880 parece haber incidido en alguna forma en la subdivisión de la tierra18.
Sabemos que el número de habitantes en las grandes propiedades era elevado. Por 1885 las haciendas de Ibacache y Chorombo tenían entre mil 200 y mil 400 habitantes. El censo de 1854 dio para las tres haciendas de la subdelegación de Panquehue un total de dos mil 97 habitantes, de los cuales mil 129 eran hombres y 968 mujeres de todas las edades. Pero los hombres entre 15 y 50 años sumaban 623 personas, lo que habla de la elevada densidad de la población rural19. No estamos en condiciones de dar informaciones generales sobre la población rural y su evolución, pues solo a partir del censo de 1907 se contó con criterios seguros para diferenciar las áreas rurales de las urbanas20.
Casi todos los historiadores coinciden en que el principal motor de la progresiva atomización de la gran propiedad en los valles meridionales se debió a las crecientes exigencias de los mercados internos y externos, las que la gran propiedad no estaba en condiciones de satisfacer21. Otras variables, como el cambio de mentalidad de los agricultores, las hipotecas de los predios para garantizar préstamos de la Caja de Créditos Hipotecario, la protección dada por el Código Civil a los derechos de los herederos y la venta de los inmuebles para cambiar el giro del negocio22, se deben sumar para comprender esta modificación en la cartografía de la propiedad agraria.
EL REGADÍO
El sistema de regadío en los valles transversales fue, sin duda, muy adelantado en comparación con el resto del país. La naturaleza árida del espacio, sumada a la herencia de las viejas formas de regadío prehispánicas23, fomentaron una mayor racionalidad en la distribución y en el uso de los escasos recursos hídricos en las angostas franjas cultivables a ambos lados de la ribera de los ríos.
Como se adelantó, el principal recurso de donde se extraía el agua provenía de los escurrimientos cordilleranos, siendo insignificante el papel desempeñado por pozos o norias. Así, salvo algunas vertientes y manantiales, casi las únicas fuentes de extracción del recurso hídrico en la orientación norte-sur eran los ríos Copiapó, Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Petorca, Putaendo y Aconcagua. Tradición y modernidad convergieron a lo largo del siglo XIX en el sistema de regadío para dar respuesta a los ciclos de crecimiento y desaceleración de la demanda interna y externa de productos agrícolas. Las viejas acequias indígenas convivieron con algunos intentos exitosos en el camino de redistribución y almacenamiento de las aguas que por los valles transversales del Norte Chico se dirigían al océano.
Durante la primera mitad del siglo XIX se puede observar que en, términos generales, el sistema de regadío fue el mismo que se utilizó durante el último tercio del siglo XVIII. Con la atracción de población desde la zona central originada por los descubrimientos de nuevas vetas de minerales y la creciente necesidad de mano de obra, que respondía a la demanda externa de trigo, se originó un incentivo a la producción agrícola en campos y chacras. Esto llevó a la construcción de canales, embalses y acequias para una eficiente distribución del agua. Con todo, es necesario advertir que la optimización de las tierras regadas era mínima. En La Ligua, por ejemplo, en 1850, de las 148 mil 950 hectáreas de terreno agrícola, tan solo tres mil 901 se irrigaban durante el año24. Las características morfológicas de las restantes hacían prácticamente imposible el riego.
Estas condiciones generales del regadío, sumadas a la escasez del recurso, originaron no pocas desavenencias entre los vecinos respecto de los turnos y las modalidades para repartir el agua entre las haciendas y el área de pequeña propiedad, principalmente debido a la localización frente a la captación de las aguas y a las políticas de la autoridad